Un abrasador día de verano, estaba parada en un semáforo cuando un hombre se acercó a mi auto. Sostenía un cartel que decía: “Sin hogar, con hambre. Por favor, ayúdeme”. Siguió de largo, pero continué mirándolo por mi espejo retrovisor.

Me di cuenta de que, cada pocos pasos, se quedaba dormido donde estaba parado. Sus ojos se cerraban y se balanceaba de un lado a otro. Luego parecía irse de cabeza hacia el piso hasta que algo lo despertaba y seguía adelante.

Tenía los pies cerca de la acera, y me preocupaba que se resbalara y cayera delante de los vehículos que pasaban. Sentí que el Espíritu Santo me invitaba a ayudar. ¿Qué debo hacer, Señor?

La experiencia me decía que ese hombre no estaba agotado por el desgaste que causa no tener donde vivir bajo el ardiente sol de Arizona. Mientras lo observaba desde mi auto con aire acondicionado, recordaba las décadas que había pasado siendo adicta a la heroína, cuando las calles habían sido mi hogar.

Vivía bajo puentes y en casas abandonadas, y me las ingeniaba para hacer dinero en vecindarios conocidos por las drogas y la prostitución. Estaba en las garras de mi adicción y se notaba. Pero allí, en ese semáforo, Dios no me permitió ver solo mi pasado traumático; usó un recuerdo diferente para hablarle a mi corazón.

Me acordé de un día en que estaba parada en un paso de peatones cuando una mujer gritó desde su auto: “Buenos días, hermosa. ¿Tienes hambre?”. No esperó a que yo respondiera. Me miró a los ojos a través de su ventana abierta y dijo: “Jesús te ama, cariño”. Me lanzó una gran sonrisa, me entregó un sándwich caliente para desayunar y un par de dólares. Después se fue. Nunca la volví a ver.

Quienquiera que haya sido había mirado más allá de mi escasa ropa y las marcas de agujas en mis brazos para hacerme saber, de una manera tangible, que Dios me amaba. Recordarla conmovió mi corazón y me animó a hacer lo mismo por ese hombre.

No tenía comida, pero sí unos cuantos dólares y algunas botellas de agua en mi auto. Eso era suficiente; se me había dado la oportunidad de hacerle saber a este hombre que Dios lo amaba y yo estaba lista. Bajé la ventanilla y lo llamé.

Al oír mi voz, se enderezó y corrió hacia mi auto. Me dio una sonrisa enorme cuando le entregué el dinero y el agua.

“¿Cómo sabías que tenía sed?”, preguntó.

Sonreí y respondí: “No lo sabía, pero Dios sí, y Él te ama”.

La luz cambió a verde y el hombre quedó atrás. Me corrían lágrimas por el rostro mientras agradecía al Señor por este encuentro. A través de ese caballero, Dios me había recordado que Él puede usar a cualquiera que esté dispuesto a acercarse a Sus hijos perdidos y heridos. Lo hace mediante un acto compasivo a la vez.

Me encanta el modo en que Jesús trataba a las personas que mendigaban por el camino (Marcos 10:46–52). No perdía el tiempo evaluándolos o haciendo suposiciones sobre cómo habían terminado así. En cambio, iniciaba con ellos una conversación y les hacía saber que Él los veía. Satisfacía sus necesidades y los amaba. (Lea los relatos de los Evangelios para ver los intercambios compasivos que tenía Jesús con personas con todo tipo de antecedentes).

No son pocas las oportunidades para aplicar lo que Jesús nos enseñó. Todos los días, en cada ciudad y cada calle, nos encontramos con personas que sufren. Pero la falta de vivienda y la adicción a las drogas son a menudo síntomas de un problema espiritual mayor.

No importa quién es una persona o lo que haya hecho. No nos incumbe si el letrero que sostiene dice la verdad, cuán golpeada se ve o si está drogada. Solo nos debe importar mostrarle el amor de Dios sin juzgarla.

Después de todo, Romanos 10:14 pregunta: “¿Cómo pueden ellos invocarlo para que los salve si no creen en él? ¿Y cómo pueden creer en él si nunca han oído de él? ¿Y cómo pueden oír de él a menos que alguien se lo diga?” (NTV).

Estemos siempre preparados para dar una explicación sobre la esperanza que hay en nuestro interior (1 Pedro 3:15).

 

CHRISTINA KIMBREL es la gerente de producción de VL. Tras pasar por la cárcel y la adicción a las drogas, ahora lleva esperanza a quienes están cautivos de sus circunstancias compartiendo el mensaje de sanación que encontró en Jesús.