La Biblia dice: “Hermanos míos, considérense muy dichosos cuando tengan que enfrentarse con diversas pruebas, pues ya saben que la prueba de su fe produce perseverancia. Y la perseverancia debe llevar a feliz término la obra, para que sean perfectos e íntegros sin que les falte nada” (Santiago 1:2–4 NVI).

¿Dicha al enfrentarse a las pruebas? Antes pensaba que eso era imposible, pero el amor fiel y la bondad que he encontrado en mi relación con Jesucristo me han demostrado lo contrario.

Antes de conocer a Jesús, no sabía que podía experimentar un gozo indescriptible en los momentos difíciles, así como en los buenos (1 Pedro 1:8).

Mi vida ha estado llena de “diversas pruebas”. Todo comenzó cuando tenía 13 años y mi madre falleció. Luego enterré a mi padre y después a mi hermana, mi hermano y mi cuñado. También he experimentado enfermedades físicas importantes, dificultades financieras y un fracaso matrimonial.

Es cierto que la dicha no siempre ha sido mi primera reacción ante estas situaciones. Muchas veces ni siquiera sabía si saldría adelante: el dolor era demasiado grande, las pérdidas devastadoras.

Desesperada, recurrí a Cristo, confiando en Él pese al sufrimiento y la confusión. Al hacerlo, encontré esa dicha de la que habla la Biblia: la dicha del Señor. Su gozo me dio fuerza (Nehemías 8:10), me hizo vencer las tinieblas (Juan 16:33) y me reveló el camino de la vida (Salmo 16:11).

He aprendido una verdad importante a al encarar mis muchas dificultades: la dicha no depende de las circunstancias. La dicha es un regalo sobrenatural que se recibe en presencia de Dios. Es una fuerza interior que aparece cuando apartamos los ojos de nuestros problemas y nos enfocamos en Dios y Su Palabra.

El Salmo 46:1 dice: “Dios es nuestro refugio y nuestra fortaleza, nuestra segura ayuda en momentos de angustia” (NVI). Esa promesa por sí sola es sin duda una razón para la dicha. Se ha vuelto la base de mi vida. Cada vez que clamo, el Señor viene en mi ayuda y me da una fuerza sobrenatural para sobreponerme (Isaías 40:29–31). Dios mismo me ha guiado como hace un padre con su hijo (Deuteronomio 1:31) durante cada prueba, incluso antes de reconocer yo Su presencia.

Le di mi vida a Cristo hace 25 años, y en ese primer momento de rendición, mi dicha, la de Dios en mí, se sintió plenamente. Pero en junio de 1999, justo un año después de entregarle mi existencia, las cosas cambiaron.

De repente se apoderó de mí el dolor cuando una ligera erupción en el cuello se convirtió rápidamente en ampollas que cubrían mi cuerpo. Tenía la piel en carne viva y comencé a pelarme. Me miraban fijamente y temían tocarme. Mi sarpullido no era contagioso, pero me sentía como una leprosa y mi sufrimiento no parecía tener fin. Y luego el dolor atacó mis articulaciones e hizo que incluso caminar requiriera una gran esfuerzo.

Lo que me estuviera afectando se complicó y pronto me postró en cama mientras consumía mi cuerpo. Después de una serie de exámenes, recetas y tratamientos, los médicos por fin me diagnosticaron psoriasis pustulosa de von Zumbusch.

Los tratamientos eran casi peores que la enfermedad en sí. No soportaba que me tocaran. Sin embargo, tres veces al día, me untaban todo el cuerpo con una crema de esteroides y luego me envolvían en toallas calientes y húmedas, que me dejaban durante dos horas seguidas. Con cada doloroso procedimiento, sentía que se me escapaba la vida.

A veces, estaba demasiado débil incluso para orar. Algunos días, deseaba morir antes que soportar la tortura del tratamiento. Les soy sincera: no encontraba la dicha en ninguna parte. Pero allí, acostada boca arriba, clamando a Dios, recordaba y me daba cuenta de que solo de Él provenía la ayuda (Salmo 121:1–2).

El Salmo 77 se convirtió en la banda sonora de mi vida y el libro de Job, en mi manual. Me inspiré en él, un hombre que nunca perdió la fe en la misericordia, el amor y la gracia de Dios, pese a haber perdido todo lo demás: sus posesiones, sus hijos, su estatus y su salud.

Sentí que Dios me instaba a fotografiar mi cuerpo, lleno de ampollas en esa época. Esas imágenes me daban esperanza. Estaba segura de que pronto darían testimonio de la bondad de Dios al demostrar lo lejos que yo había llegado.

Un día, estando en mi envoltorio de toallas mojadas, retorciéndome de dolor, Dios trajo a mi mente las palabras de Proverbios 18:21: “En la lengua hay poder de vida y muerte; quienes la aman comerán de su fruto” (NVI). Algo cambió dentro de mí ese día al pensar en ese versículo. Decidí dejar de pensar en lo malo y poner la vida por encima de mi situación. Ahí mismo, en medio de ese tratamiento, comencé a darle gracias al Señor por mi cuerpo. Le agradecí durante horas, con el rostro cubierto de lágrimas.

Después de varios días, las llagas, una por una, comenzaron a desaparecer. “¡Gloria a Dios!”, grité. Él restauraba mi piel, desde la parte superior de mi cabeza hasta la planta de mis pies.

A mediados de noviembre, volví al trabajo. Estaba contenta y lista para dar testimonio de la bondad de Dios. Pero solo estuve en el trabajo durante cuatro días cuando una contractura muscular me devolvió a casa.

Entonces recibí una noticia impactante: me apareció un bulto, que era señal de cáncer de mama. Tenía 30 años.

No entendía por qué me pasaba esto a mí. Me preparaba para comenzar una nueva vida ¿y ahora cáncer?

El 30 de noviembre de 1999, me sometí a una tumorectomía, seguida de rondas de quimio y radioterapia. Por el dolor y la enfermedad, falté al trabajo y al poco tiempo lo perdí. Ahora enfrentaba importantes dificultades financieras.

Luchaba contra una constante sensación de impotencia hasta que un día recordé Mateo 11:28, en el que Jesús dice: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados; yo les daré descanso” (NVI). Me aferré a esa promesa, especialmente porque perdí el cabello por la quimioterapia. Estaba exhausta por la batalla contra el cáncer, sin mencionar que me sentía menos mujer.

Fue entonces cuando el Señor me recordó que “engañoso es el encanto y pasajera la belleza; la mujer que teme al Señor es digna de alabanza” (Proverbios 31:30 NVI). Día tras día, Dios me fortalecía a través de Su Palabra.

Empecé a alabar a Dios pese a las dificultades. Hacerlo me puso en Su presencia. Y allí encontré paz, sanación, y la maravillosa y escurridiza dicha.

Cuatro meses después, en marzo de 2000, me declararon libre de cáncer. ¡Gloria a Dios! Le prometí al Señor que haría lo que Él deseara y que iría adonde Él quisiera. Sentí que me llamaba a contarle a otros mi historia, y así lo hice.

Pensé que mis pruebas habían pasado, pero había más en camino. En 2002, me casé con un hombre que creí el amor de mi vida. Las cosas anduvieron bien un tiempo y luego ya no.

Sufrimos juntos muchas decepciones, como mi incapacidad para tener hijos. Me dolió no poder ser madre. Mi empleo en un consultorio de obstetricia y ginecología no ayudaba. Estaba rodeada de embarazadas.

Una noche, durante mis oraciones, le dije a Dios: “Me has dado todo lo que he pedido y más. Pero yo deseaba más que nada ser madre; no entiendo por qué no me has concedido esa petición”.

Dios le susurró a mi espíritu con una claridad como la del día: “Eres madre. De la misma manera que una mujer pare un niño, a través del dolor y el trabajo de parto, tú has dado a luz tus testimonios. Te he llamado a traer al mundo a tus bebés, tus testimonios, para mi pueblo”.

Gracias a Sus palabras, finalmente entendí que, a través de mis muchas pruebas, Dios había generado un testimonio que Él pudiera usar para transformar vidas. Hallé paz y gozo al comprender eso, y encontré satisfacción aunque mis circunstancias eran las mismas.

En 2006, escribí sobre mis experiencias en un libro titulado A Woman Called Job, con el deseo de animar a otros que estuvieran pasando por momentos difíciles. Un aprendizaje que compartí es que Dios no es compasivo o misericordioso de repente. Él siempre lo es, a pesar de nuestras circunstancias, y siempre está presente. Sin importar lo que estemos atravesando, el Señor está ahí. Solo necesitamos clamar ante Él (Salmo 88:1).

Era una lección que tendría que recordarme a mí misma.

En 2013, me apareció otro tumor. Era maligno. Dado que esta era mi segunda batalla contra el cáncer de mama, el riesgo de propagación era mayor, por lo que opté por hacerme una mastectomía doble.

Dos años después, me sometí a una histerectomía total, que terminó en una cirugía de emergencia y ocho días de hospitalización. Recuerdo recitar el Salmo 23 mientras me llevaban en silla de ruedas. Le dije a Dios: “Si sobrevivo a esta operación, te daré la gloria. Y si no sobrevivo, igual te daré la gloria”. Era una propuesta sin pérdida.

Los siguientes días no parecieron una victoria ya que me sentía extremadamente enferma. Pero sabía que Dios estaba conmigo. No me había fallado. Ni una sola vez todos esos años de pruebas, tribulaciones, decepciones, depresión, opresión, luchas y persecución me habían separado de Su amor (Romanos 8:38).

Seguí repitiéndome esta verdad cuando, a los 55 años, viví un divorcio y entré en otra etapa de incertidumbre de mi vida. Una vez más, empezaba de nuevo.

Proverbios 31:25 habla de una mujer de carácter noble que “se reviste de fuerza y dignidad y afronta segura el porvenir” (NVI). Eso es lo que quiero ser: una persona que pueda afrontar con puro gozo la llegada de pruebas porque sabe que el resultado final solo la acercará más a Dios.

Si usted enfrenta un momento difícil, lo animo a que entregue su vida y sus dificultades a Cristo. Dirija la mirada hacia Él, y halle la ayuda y fuerza que necesita. Acérquese a Él y sienta el gozo de Su presencia. Esa dicha, la dicha de Dios, será su fortaleza.

Dios puede hacerlo superar cualquier cosa. Siempre hay esperanza en Él. Sus caminos son perfectos, incluso cuando no los entendemos. Tal vez usted ya lleva un tiempo caminando con Él, pero ha dejado de sentirse dichoso por su salvación. Pídale a Dios, como hizo David, que le devuelva esa alegría (Salmo 51:12).

Dios habita en la alabanza de Su pueblo. Cuando lo adoramos, Él se aproxima. Tómese un tiempo hoy para recordar todo lo que el Señor ha hecho por usted en el pasado, alábelo por lo que hace por su situación actual y confíe en Él por lo que hará por su futuro. En Su presencia, encuentre gozo.

 

 

LaDena Tilley brinda ministerio a diario a las mujeres que visitan el consultorio de ginecobstetricia donde trabaja como tomadora de muestras desde hace 23 años. Escribió sus memorias, A Woman Called Job, en 2006 junto con su mentora, Jacquelin Thomas. LaDena viaja para dar su testimonio en iglesias, organizaciones y convenciones de mujeres. Para contactarla, visite worthbyladena.com.