“¿Cuál es tu problema?”.

Mucha gente me hacía esa pregunta a una edad temprana. Me miraban, criticaban y juzgaban, pero nadie estaba dispuesto a ir más allá de mi comportamiento para ver mi verdadero ser. Tuve que pasar por un infierno en la tierra antes de que a alguien por fin se le ocurriera preguntar qué me había pasado.

No me desperté un día, y decidí ser drogadicta y prostituta. Las cosas no son así. Ahora, no doy excusas por mis muchos errores, pero la verdad es que durante mi infancia la vida me dio circunstancias que eran demasiado pesadas y confusas para procesarlas.

Sin voz ni sentido de autoestima, era víctima de esas situaciones. Hasta que descubrí que había una mejor manera de vivir.

De niños, mis hermanos y yo compartíamos una cama en el apartamento caluroso y sucio de mi madre en los edificios de vivienda pública. Yo era la mayor, y a los nueve años me dieron la tarea de mantener y proteger a mis siete hermanos. No me quejo; los quería mucho. Eran mi única fuente de alegría. Pero cuidarlos me robó mi propia infancia.

Éramos pobres y no nos atendían bien. Íbamos a la escuela hambrientos, sucios y golpeados. Nuestros maestros nunca preguntaban por qué ni intervenían. Sin embargo, mis compañeros de clase se daban cuenta de mi condición y se burlaban de mí porque andaba desarreglada y olía a orina por mojar la cama. Nadie quería ser mi amigo.

Pero no importaba, me encantaba ir a la escuela porque era mejor que estar en casa.

Mi madre no hacía nada para impedir que los hombres que traía a casa abusaran de mí. Noche tras noche, me hacían cosas horribles después de que ella se desmayaba por el alcohol. Nunca me defendía ni lloraba por miedo a que les hicieran daño a mis hermanos menores.

No tenía idea de cómo lidiar el dolor y la vergüenza que sentía hasta que un día bebí de los tragos a medio terminar que había en nuestra casa. De repente, podía olvidar por un momento que me violaban y abusaban de mí. Bebía hasta la última gota siempre que podía.

Mamá desaparecía durante días y nos dejaba a nuestra suerte sin poder cubrir siquiera las necesidades más básicas. Yo buscaba restos de comida, pero nunca había suficiente.

Tenía 11 años cuando servicios sociales llegó a nuestra puerta para hacer una inspección. Recuerdo gritarle a mi madre que nos salvara mientras la policía nos subía a mis hermanos y a mí a patrullas separadas y nos llevaba, pero no la encontraba por ningún lado.

No volví a ver a mis hermanos hasta que nos llevaron a todos a la sala del tribunal. Mi madre lloraba mientras el juez la reprendía. Recuerdo que me sentía enojada con él por tratarla mal y hacerla llorar. A mamá se le prohibió por orden judicial tener nuestra custodia. Esa fue la última vez que estuvimos juntos como familia.

Una de mis tías me acogió y me permitió llevar una vida mejor, más normal. Me enseñó muchas cosas que ya debería haber sabido, como a tener una higiene adecuada. Comíamos juntos en familia y celebrábamos las fiestas. La estabilidad de su hogar me ayudó a sanar un poco. Dejé de mojar la cama y asistía a la escuela con regularidad.

La tía Ann me llevaba a la Primera Iglesia Bautista cada domingo. Me encantaba aprender acerca de Dios y Jesús, sobre todo en la escuela dominical. Memorizaba versículos de la Biblia y aprendía a rezar el Padre Nuestro.

A los 12 años me bauticé. No entendía mucho, pero sabía que la Biblia decía que Dios amaba tanto al mundo entero (¡incluyéndome a mí!) que había dado a Su Hijo, Jesús, para que muriera por mí de modo que pudiera tener la vida eterna (Juan 3:16). Quería que Dios me amara, así que en mi fe de niña, le pedí que me perdonara por mis pecados y confié en que siempre estaría conmigo.

Estar separada de mis hermanos dejaba un gran vacío en mi corazón. También extrañaba a mi madre. La quería mucho, a pesar de que no me había protegido. Estaba segura de que algún día ella me amaría a mí.

Por eso me emocioné cuando, tres años después, vino a llevarme a casa. “¿Dónde está mi niña? Vamos, Neen, te quiero. Vienes conmigo”. Neen era el apodo que me daba.

Tenía 14 años y, por fin, escuchaba esas tres palabras tan anheladas: Te quiero.

De repente, desaparecieron todos los malos recuerdos de mi infancia. Emocionada, empaqué mis cosas y me fui con mamá ese día sin pensarlo dos veces.

Pero al caer la noche, me di cuenta de su verdadero motivo para venir a buscarme.

“Neen, ya regreso”, dijo mientras salía por la puerta y me dejaba sola con los tres niños pequeños que había traído al mundo desde nuestra separación. Mamá necesitaba una niñera; no me quería ni me echaba de menos.

Al entender eso, me convertí en una niña de 14 años enojada y desafiante. Me sentí atrapada e inmediatamente comencé a beber más sobras de tragos para enfrentar la vida. “No le importas a nadie”, me decía a mí misma mientras adormecía lo que sentía. Dejé la escuela y traté de trabajar, pero beber era mi prioridad.

Un año después, uno de los amigos de mi madre me tomó cariño. No me importaba que fuera siete años mayor que yo ni quería escuchar lo que dijeran de él. Pensaba que mi príncipe azul había venido a rescatarme. Nos casamos cuando yo tenía 17 años y tuvimos un hijo poco después.

Me encantaba ser esposa y madre. Por primera vez, tuve sueños y sentí que tenía un propósito en la vida. Pero todo eso duró poco cuando comenzó a golpearme. Mi vida de nuevo era oscura y fea.

Una amistad me inició en el crack. ¡Eso sí que aturdía! Me enganché de inmediato. Poco después, mi esposo me abandonó con un niño pequeño de un año y una adicción que crecía rápidamente. Amaba profundamente a mi hijo, pero no estaba preparada ni en lo emocional ni en lo financiero para ser madre soltera.

Mi exmarido me dio un golpe devastador cuando me quitó a mi hijo y se fue de la ciudad con otra mujer. El sufrimiento me desmoronó. No había nada más doloroso que no saber dónde estaba mi hijo o cuándo lo volvería a ver. Y a esas alturas, ya había pasado por muchas cosas.

Sabía que tenía que dejar de drogarme, pero la voz de mi adicción ahogaba la de la razón. Me convencí de que podía parar cuando quisiera, pero no lo lograba.

Mis problemas se multiplicaron y me hundí más en la oscuridad. Ya no consumía para sentirme mejor; necesitaba drogas para ser funcional. Lo que había comenzado siendo como un mono en mi espalda se transformó en un gorila que intentaba quitarme la vida.

Tuve otros cinco embarazos en los años siguientes. Uno terminó en aborto y otro, en muerte fetal. Servicios sociales me arrebató de las manos a tres de mis bebés en cuanto di a luz. No me consideraron apta como madre.

Perder a cada niño me arrancaba un pedazo de corazón, y la vergüenza me abrumaba.

Allí estaba yo, repitiendo el mismo patrón de abandono y sufrimiento que tanto me había lastimado a mí de pequeña. Pero como adicta, me sentía impotente para ayudarme a mí misma, y más aun con mis hijos. Me desesperaba saber que crecerían sintiéndose tan poco amados y deseados como yo.

Los días eran confusos. No podía decir qué día de la semana era o cuándo me había duchado por última vez. Inhalaba, fumaba y me inyectaba drogas. Mentía, engañaba y robaba para tener mi siguiente dosis. Vendía mi cuerpo de modo aleatorio para drogarme. A diario usaba agujas sucias y corría otros riesgos locos con mi vida. Estaba totalmente fuera de control.

En mi trayectoria de 19 años en esas calles, acumulé 83 arrestos y 66 condenas. Cada vez que me liberaban en mi viejo territorio, el ciclo de locura se reiniciaba. Vivía donde podía: casas abandonadas, sitios de encuentro de adictos y bajo puentes. Me sentía más segura allí.

Pero de alguna manera, sin importar adonde fuera o cuanta droga consumiera, los recuerdos de lo que me habían hecho y dicho cuando era niña seguían atormentándome. Quería olvidar, pero no podía. Quería morir, pero mi cuerpo continuaba respirando.

Sin embargo, como aún tenía aliento, ¡todavía había esperanzas para mí!

Una cosa es estar deprimido y otra es no hallar forma de levantarte. Así estaba yo cuando finalmente toqué fondo.

Acostumbraba a tirarme en el suelo bajo ese puente a escuchar a las personas que pasaban por encima. Me preguntaba si sabían del mundo que había debajo de ellos. ¿Sabría alguien que yo existía? ¿Estaría dispuesto a ayudarme a encontrar mi camino hacia una vida mejor?

Recuerdo el día en que me enteré de que Alguien sí sabía que yo existía. Y Él se interesaba en mí.

El día no empezó bien. De repente, un hombre al que había robado antes me agarró y me llevó a un lugar apartado, donde me golpeó y violó. Abrí los ojos justo a tiempo para verlo levantar una enorme roca sobre su cabeza.

Justo antes de que pudiera aplastarme la cabeza, grité: “¡Jesús!”.

Increíblemente, el tipo detuvo su movimiento en el aire, tiró la piedra al suelo, me ayudó a levantarme y me llevó de vuelta al vecindario sin decir una palabra más.

Este asombroso encuentro me conmovió hasta la médula. Sabía que Jesús era la única razón por la que no me habían matado.

Pero ¿por qué?

Después de eso, empecé a hacerme nuevas preguntas. ¿Acaso Jesús, Aquel que me había amado de niña, seguía queriéndome después de todo lo que había hecho y vivido? ¿Me había visto debajo de ese puente? ¿Estaba dispuesto a ayudarme? Era demasiado increíble para imaginarlo.

Sin embargo, incluso con ese encuentro sobrenatural y esa revelación, no dejé de consumir drogas ni de delinquir en las calles. En la primavera de 2004, estaba embarazada de nuevo y huía de la ley por una violación de libertad condicional. Un cazarrecompensas me encontró y arrestó, y pronto estaba de vuelta en una celda.

Una familiar sensación de derrota y desesperanza me recibió en esa prisión, a la vez que el recuerdo de todos mis bebés perdidos inundaba mi mente. Pensé en la criatura que llevaba dentro. Ya le había dado un nombre: Orlandra. Me angustiaba la idea de perderla a ella también.

Alguien me habló de un programa llamado T.A.M.A.R.’s Children, que ofrecía tratamiento individual para encarceladas traumatizadas. T.A.M.A.R. es un acrónimo que en español significa “Trauma, Adicción, Salud Mental y Recuperación”. El nombre proviene de la historia bíblica de la hija del rey David, Tamar, a quien violó su medio hermano.

Este programa era único porque abordaba los traumas que las participantes habían experimentado. Si me aceptaban, se me permitiría quedarme con Orlandra. Eso facilitó mi decisión. Estaba decidida a enmendar los errores que habían hecho que me quitaran a mis otros hijos, y a cuidar y proteger a esta bebé. Solamente necesitaba que alguien me enseñara cómo hacerlo.

Yo era una candidata perfecta para T.A.M.A.R., pero el alcaide no me dejó asistir porque estaba en prisión por una violación de libertad condicional, lo que me descalificaba automáticamente. Sin ese programa, seguramente perdería a Orlandra en el sistema de hogares de cuidado de menores en cuanto naciera.

Alguien me dijo una vez: “Si todo lo demás falla, mira hacia arriba y pídele a Dios”. Ahora, sé que debemos recurrir al Señor en todo momento, no solo en tiempos difíciles, pero Él usó esa frase para recordarme que debía buscarlo a Él.

El 15 de marzo de 2004, me acerqué con valentía a Su trono de gracia (Hebreos 4:16) y abrí mi corazón ante el Señor. Desde una posición fetal en el suelo de mi celda en la Institución para Mujeres de Maryland en Jessup, me sinceré con Dios y conmigo misma por primera vez, sabiendo que necesitaba algo más que ayuda; necesitaba un Salvador.

“Dios, si estás escuchando, soy Tonier. No sé si prestas atención a la gente como yo, pero quiero cambiar mi vida. Por favor, ayúdame. Tú eres el único que puede. Si me permites quedarme con mi bebé, Dios, te la devolveré”. Con esas palabras, puse todas mis preocupaciones, mi vida y la vida de mi hija por nacer en Sus manos.

Ese día nació una nueva Tonier Cain. Antes de levantarme de ese piso, supe que algo era diferente. De pronto creí que Jesucristo de verdad me quería y que Su amor había lavado las viejas manchas de mi vida anterior.

No sabía cómo Dios respondería a mi oración, pero creía que lo haría. Y eso me dio la fuerza suficiente para levantarme, poner un pie delante del otro y comenzar a caminar con el Señor.

Poco después, un terapeuta de T.A.M.A.R. fue a ver al alcaide y defendió mi caso. Lo que haya dicho le ablandó el corazón, y lo siguiente que supe fue que se me permitió entrar en el programa. Pero tendría que esperar a que hubiera una vacante.

Estaba dispuesta a hacer lo que fuera para quedarme con mi bebé.

Salí de la cárcel y fui directo al programa, donde una mujer me recibió con una sonrisa. Me llevó a mi habitación, que estaba llena de todo lo que necesitaba para proporcionar un hogar seguro a mi hija: una cuna, un moisés, un refrigerador y más. Sin duda, Dios me había preparado el camino.

Una vez instalada, me reuní con mi terapeuta de trauma, quien me ayudó a comenzar a ordenar mi pasado. En ningún momento de mi vida, me habían preguntado qué me había pasado de niña o por qué me había ido por las drogas. Pero Dios, a través de esta terapeuta, me dio un lugar seguro para purgar todos los oscuros secretos que llevaba y que me habían envenenado de adentro hacia afuera.

La terapeuta era amable y paciente, y me escuchaba durante horas. A veces, solo podía llorar sin hablar, pero el llanto me purificaba y era el modo en que Dios me ayudaba a sanar. Su Palabra me recordó que Él juntaba mis lágrimas y las ponía en Su frasco (Salmo 56:8). Dios estaba consciente de mi dolor y me amaba a través de él.

Cuando le conté de la vergüenza que sentía, mi terapeuta me ayudó a aclarar las cosas. Durante años me había culpado a mí misma de las violaciones y abusos que había sufrido. Ella me hizo ver que esas cosas no eran mi culpa. Yo era una niña inocente, incapaz de defenderse. Nunca lo había entendido, así que había ido por la vida creyéndome una mala persona.

Sesión tras sesión, enfrenté mis miedos, aprendí a reconocer mis desencadenantes y comencé a confiar en las personas. Me di cuenta de que tenía una voz digna de ser oída y aprendí formas saludables de defenderme.

Estar lo suficientemente bien como para cargar a mi bebé y ser madre también me brindó una gran sanación. Estaba tan acostumbrada a que servicios sociales se llevara a mis hijos que, cuando tuve a Orlandra en mis brazos, me llevó un minuto asimilarlo. Era mía y podía conservarla.

Dios verdaderamente me dio belleza en lugar de cenizas (Isaías 61:3). Las mujeres de T.A.M.A.R.’S Children me enseñaron a cuidar y nutrir a mi hija. A través de esta vivencia, aprendí que las personas no pueden dar algo que no han experimentado. Inesperadamente, comencé a ver a mi madre a través de la lente de la compasión en lugar del rechazo, cuando me di cuenta de que ella no podía ser quien yo necesitaba o quería que fuera.

Día a día, me hacía más fuerte en coraje y fe, y mi relación con Dios florecía. De niña, me habían dicho que Dios me amaba, pero ahora, a través de la vivencia, sabía que era verdad. El Señor había dado a Su único Hijo a cambio de una drogadicta, ladrona y prostituta como yo.

Durante todos esos años que pasé en las calles, Él me vigiló y protegió, a pesar de mis acciones cada vez más imprudentes.

Al completar el programa, me ofrecieron un trabajo y me convertí en defensora de las mujeres que han sufrido traumas. He tenido la oportunidad de viajar por los EE. UU. y el

extranjero para contar mi historia en cárceles, prisiones, centros de rehabilitación y organizaciones benéficas, e informar a las personas sobre la importancia de brindar tratamiento especializado en casos de traumas. Animo a todas las mujeres que conozco a luchar por su sanación.

Han pasado dos décadas desde que clamé al Señor desde el suelo de esa celda de prisión. Desde entonces, he estado libre de adicciones, enfermedades mentales y vergüenza.

El año pasado, Orlandra y yo celebramos hitos juntas; ella cumplió 20 años, y yo celebré 20 de haber sido liberada por el Hijo de Dios (Juan 8:32, 36). ¡Alabado sea Dios!

Quiero que usted sepa que Dios no tiene favoritos. Lo que Él hizo por mí, quiere hacerlo por usted también. Ya no tiene que ser víctima de un trauma. El Señor puede ayudarlo a levantarse de las cenizas de su pasado y experimentar una vida con la que nunca se atrevió a soñar.

No se rinda. Donde hay aliento, hay esperanza.

 

 

Tonier Cain es una experta de renombre internacional en el tratamiento de traumas tras sufrirlos en carne propia. Trabajadora incansable de este campo, da charlas por todo el mundo sobre el trauma, la adicción, la cárcel, la vida en las calles y la salud mental. Tonier alaba a Jesucristo mientras usa sus experiencias para generar cambios en quienes a menudo son olvidados. Para obtener más información, visite toniercain.com.