“Sra. Best, le recomendamos interrumpir este embarazo”. Mamá estaba de cinco meses al oír esas palabras.
Fue duro desde el principio. Ser una mujer de color soltera, pobre y encinta en los años sesenta ya era difícil, y entonces empezó a tener fuertes náuseas matutinas. Mamá trataba de sobreponerse mientras trabajaba en los campos de tabaco del este de Carolina del Norte junto a su familia, pero era complicado.
Mi venida no fue un motivo de celebración. Mamá ya tenía tres hijos, pero sus padres la apoyaban en todos los sentidos.
Una amiga le ofreció un medicamento llamado talidomida para aliviar sus síntomas, y mamá agradeció el alivio. Pero lo que ella, su amiga y los médicos ignoraban era que ese producto me causaba mucho daño a mí, como lo hizo con más de 10 mil niños no nacidos cuyas madres lo tomaron en su primer trimestre de espera.
Cuando mamá tuvo un fuerte dolor abdominal, fue a una clínica. Pero tuvo que ir a varias consultas antes de que la enviaran a un especialista que pudiera diagnosticar el problema. Él le informó de mis discapacidades congénitas y las complicaciones potencialmente mortales que podía enfrentar si continuaba el embarazo. Salió del consultorio devastada.
Recurrió a su fe para tomar la decisión más difícil de su vida. Mamá creía firmemente en los principios de la Biblia y se apegaba a sus convicciones con respecto a la vida, pese a que teníamos las probabilidades en contra. Después de mucho orar, decidió arriesgar su vida por la mía.
Luché para llegar a este mundo el 19 de enero de 1968, desgarré la placenta de mi madre y sufrió una hemorragia interna. Había un denso silencio en el aire cuando los médicos y enfermeras me limpiaban y examinaban, y entonces el médico le dio la noticia a mamá.
“Sra. Best, el cuerpo de su hijo tiene muchas deformidades. Nunca tendrá una vida normal. Le faltan huesos de ambos hombros, y no puede doblar los brazos y piernas. Su mano derecha parece débil y la izquierda es muy deforme”. Añadió que tenía las dos rótulas invertidas y que mis dedos izquierdos eran solo muñones.
Mi madre, una mujer tranquila y amable, ya había oído suficiente. “¡Tráiganme a mi hijo!”, exigió. Abrazándome con fuerza, les dijo a mis tías: “El Señor sabe lo que hace. El nombre de este bebé es Frederick Ronzelle Best”. Significa gobernante pacífico.
Me quedé en el hospital después de que mamá salió de alta para que pudieran hacerme más pruebas. Ella aprovechó ese tiempo para preparar a mis abuelos, tías, tíos y mis tres hermanos para mi llegada.
Su familia se agrupó para cuidarme. Los Best son un clan muy unido que valora el esfuerzo. Venimos de una larga línea de trabajadores de la tierra que han pasado por muchas dificultades.
Mi condición se volvió el tema de conversación del pueblo, y muchos se acercaban para echar un vistazo. Pero la mayoría solo fingía felicitar a mi madre. Murmuraban cosas horribles a nuestras espaldas.
Algunos decían que estaba maldito. Otros decían que Dios había castigado a mamá al darle un hijo así. Pero ella los ignoraba, prefería creer en el Señor y Sus promesas. Mientras yo estaba en su vientre, el Señor le había dicho que yo no era diferente a los demás niños. Estaba segura de que Dios tenía grandes planes para mí. Queridos amigos ratificaron Su promesa: “Dios te ha confiado un regalo especial, Sylvia. Eres bendecida”.
Criar a un niño con necesidades especiales no era una tarea fácil. Mamá recurría al Señor a diario para encarar sus temores y apuros con gracia, dignidad y feroz determinación. A menudo caían lágrimas de sus ojos al ver mi pequeño cuerpo esforzarse para hacer lo que otros bebés hacían con facilidad.
Los pequeños hitos como darme vuelta, sentarme y dar mis primeros pasos se celebraron como grandes victorias; y aprendí a comer yo mismo contra todas las predicciones del médico. Me encantaba hacer las cosas por mí mismo. Mamá estaba muy ocupada, yo quería ayudarla en todo lo que pudiera.
Al principio, me protegió, pero cuando empecé a crecer, no me trataba de manera diferente a mis hermanos y no permitía que nadie lo hiciera.
Todos los días, mamá me inculcaba que no era discapacitado. Incluso ahora, puedo escuchar su voz firme: “No dejes que nadie te etiquete, Frederick. Puedes hacer todo lo que cualquier otro hace. Nunca dejes que te digan lo contrario”. Mi aprendizaje se aceleró cuando comencé la escuela. Mamá se aseguró de que estuviera en grupos regulares como los demás.
En los siguientes años, mamá tuvo muchos más hijos, 15 en total. Según los estándares del mundo, éramos indigentes. Llevábamos ropa de segunda mano, dormíamos cinco niños en una cama y a menudo no podíamos ir a la escuela. Pero en lo que respectaba a mis hermanos y a mí, nuestras necesidades estaban satisfechas. Teníamos un techo sobre nuestras cabezas y un hogar lleno de amor.
Pero cuando estaba en tercer grado, de repente nuestra familia se quedó sin hogar. Nos mudábamos mucho, y en esa época caótica, me violó varias veces una persona en la que confiábamos. Cargué con la vergüenza y una culpa injustificada por esos incidentes durante muchos años.
Servicios Sociales intervino después de que se denunciara la situación de nuestra familia. No teníamos idea de que la amable señora que nos visitaba hacía preguntas y traía comida con algunos meses de por medio era una trabajadora social.
En enero de 1979, justo después de cumplir 11 años, las autoridades llegaron a mi escuela. “Frederick”, dijeron—, “hoy vienes con nosotros. Tenemos permiso de tu mamá para recogerte”. Algo no estaba bien, pero fui con la esperanza de que me llevaran con mamá.
En cambio, me llevaron al edificio del Departamento de Servicios Sociales y me escoltaron hasta una habitación. Mis hermanos y hermanas también estaban allí.
“Mamá no va a estar por un tiempo”, me dijo uno de mis hermanos.
Eso es mentira, pensé. Era imposible que se fuera y nos dejara con esta gente.
Después de decirnos que estaríamos en un hogar de acogida unos meses, las autoridades se llevaron a mis hermanos en parejas. Contuve las lágrimas para tratar de darles fuerza a los demás. Muchos de mis hermanos gritaban y lloraban por mamá. Era una escena lamentable.
Después de unos minutos, yo era el único que quedaba. Uno de los trabajadores sociales señaló en mi dirección y susurró: “No encontramos a nadie que lo quiera”. Esas palabras fueron como sal en una herida abierta.
Al anochecer me encontraron un hogar de acogida. Mientras nos alejábamos del edificio, miré por la ventana, buscando con desespero puntos de referencia. Tendría que orientarme cuando me escapara.
Pasamos por un puente de acero, y lo reconocí como el que cruzó nuestra familia al entrar en Greenville. La trabajadora social se dio cuenta y comenzó a tomar diferentes caminos para confundirme.
Su plan funcionó. Y cuando perdí el rumbo, llenó mi corazón una profunda tristeza. Comencé a llorar sin control: “Quiero a mi mamá. Por favor, lléveme a casa. Quiero a mi familia”.
Cuando llegamos a un semáforo, salté del auto y traté de huir. No llegué muy lejos. La trabajadora me atrapó, me metió de nuevo en el auto y me llevó al lugar al que yo llamaría “hogar” los siguientes siete años.
Existen muchos hogares de acogida amorosos, pero yo no terminé en uno. Mi madre adoptiva me maltrataba mental, física y verbalmente. Aún oigo como la primera noche dijo sobre mí: “Es una cosita sucia y desagradable”. También abusaban de mí sexualmente otros niños de tránsito en la casa.
A menudo intentaba contarles a los trabajadores sociales lo que ocurría, pero mi pedido de ayuda caía en oídos sordos. No supe el paradero de mis hermanos durante años hasta que Servicios Sociales finalmente nos concedió un encuentro a algunos de nosotros.
Al estar por fin juntos, me enteré de las horribles dificultades y abusos que muchos de mis hermanos soportaban. También supe que uno estaba en una institución psiquiátrica, dos de mis hermanas habían sido adoptadas y que mi madre se había mudado a Baltimore tras sufrir una crisis nerviosa por la pérdida de sus pequeños.
Todas estas noticias entristecieron mi corazón. Mamá siempre me había encargado cuidar a mis hermanos, incluso a los mayores. Me sentí impotente al volver a mi hogar de acogida, pero muy motivado a salir adelante por mi cuenta y ayudar a mi familia.
Uno de los mayores retos de estar en un hogar de acogida eran las limitaciones que me imponía la gente. Todos asumían que por tener tantas discapacidades físicas, mi mente no funcionaba correctamente.
El personal de la escuela insistía en ponerme en clases de educación especial. Tuve que luchar a diario para evitar que aprisionaran mi mente con dudas e inseguridades. Completé una educación de cuarto grado de primaria.
También intentaron negarme la oportunidad de obtener una licencia de conducir, pero saqué de quicio al instructor hasta que me dejó tomar las clases solo para callarme. Para su sorpresa, al poco tiempo dominaba un auto.
Mamá me había inculcado que rechazara la idea de que las cosas eran demasiado difíciles. Me aferraba con fuerza al recuerdo de su voz frente a los obstáculos y lo usaba como estímulo mientras esperaba cumplir los 18 años.
Cuando el reloj marcó la medianoche del 19 de enero de 1986, le agradecí a mi madre adoptiva haberme cuidado, aunque nunca había dicho un “te quiero” ni nada positivo sobre mí. Luego agarré mis maletas y salí por la puerta.
Ya por mi cuenta, estaba listo a hacer todo lo posible por reunir a mi familia. Supe que Dios me había dado una tarea divina y me dispuse a responder a Su llamado. Lo que aún ignoraba era que primero tenía que entregarle mi vida. Mi madre había plantado muchas semillas de fe en mi existencia, pero yo nunca había elegido seguir a Dios por mí mismo, y eso me dejaba expuesto a las distracciones.
Atravesé un período de oscuridad cuando intenté superar enojos no resueltos sin la ayuda del Señor. Empecé a beber, fumar y consumir drogas. Luego, después de juntarme con gente que no me convenía, terminé en la cárcel por algo que no hice. Estuve allí una semana antes de que me libraran de culpa.
Dios usó este tiempo para llevarme a un estado de rendición. Le habló claramente a mi corazón detrás de esas rejas, me recordó que fui creado a propósito, para un propósito. Me reveló que necesitaba aceptar a Jesucristo como mi Señor y Salvador para apoyarme con esos objetivos. Dios me ayudó a vencer toda la ira y la amargura que habían crecido en mi ser, una raíz que la Biblia dice que corrompe a muchos (Hebreos 12:15).
Comencé a invitar a Dios a los aspectos rotos de mi vida. Comenzó a sanarme y posicionarme para ayudar a mis hermanos a encontrar la plenitud. Uno no puede dar a los demás lo que no posee. Hasta entonces, no había entendido que necesitaba curarme de mis experiencias anteriores.
Poco a poco, entregué el dolor de mi pasado a Jesús, incluyendo las palabras y acciones de quienes abusaron de mí. Puse a cada persona a los pies de Jesús, confiando en que Él arreglaría las cosas (Romanos 12:19). Así me liberé de la esclavitud que da el no perdonar. La curación tomó tiempo, pero valió la pena el esfuerzo.
Desde que le di mi vida, Dios ha guiado mis pasos y me ha dado la fuerza y provisión para reunir a mi familia. Con frecuencia me sentía como David luchando contra Goliat al enfrentarme a poderosos organismos estatales, especialmente cuando batallé contra el estado de Carolina del Norte durante siete años por una custodia. Pero el poder de Dios se ha perfeccionado en mí donde y cuando he sido débil (2 Corintios 12:9).
He recibido muchos golpes en el camino, como el asesinato sin sentido de mi hermano George. Ese dolor casi acaba conmigo. Pero Dios me ayudó a sobrellevar esa tragedia y me ayudó a levantarme. Perder a George me motivó a luchar con aun más fuerza por los hermanos que me quedaban.
Lograr que la institución psiquiátrica me diera la custodia de mi hermano menor, Jacob, fue un tedioso proceso que requirió de una paciencia sobrenatural. Había mucha burocracia. Sin embargo, el mayor desafío fue ganarme la confianza de Jacob. Tenía diez años y yo era un extraño para él. Además, estaba el asunto de mi apariencia.
Al principio, Jacob me tenía miedo, pero al ser constante en mis visitas, se familiarizó con mi rostro y me permitió acercarme. Le costaba recordar mi nombre, así que le compré un muñeco de Pedro Picapiedra, cuyo nombre en inglés (Fred Flintstone) suena muy parecido al mío.
Al ver el potencial de Jacob, lo animé como mamá había hecho conmigo, recordándole que no había nada que no pudiera hacer. También hicimos un pacto: “Si tú eres mis manos y mis pies, yo seré tu mente. Juntos, podemos con esto”. Tuvimos altibajos, pero con amor y paciencia, Jacob ha superado todas las limitaciones que le habían impuesto.
En 1989, encontramos a mamá en un refugio para víctimas de violencia doméstica en Baltimore y la trajimos a casa para que estuviera con nosotros. La acogimos con amor y el corazón abierto, con la esperanza de que sanara de cualquier pesar o remordimiento que arrastrara.
Vivimos juntos en el este de Carolina del Norte hasta 2004, cuando ella partió para estar con su Señor Jesucristo. Se nos rompió el corazón, pero agradecimos que mamá pudiera ver el fruto de esas semillas de fe que había plantado en la vida de sus hijos.
La historia de nuestra familia es verdaderamente un testimonio milagroso del poder transformador de la gracia y el amor de Dios. Él tomó todo lo que Satanás quería usar para hacernos mal y lo convirtió en bien (Génesis 50:20). El Señor no ha desperdiciado ni un solo momento de sufrimiento, y nos ha ayudado a cada uno de nosotros a superar el pasado y llevar vidas bendecidas. No solo hemos sobrevivido, sino prosperado gracias a Dios.
Pienso en mi vida con asombro. Una vez que me gradué de secundaria, el Espíritu Santo me motivó a continuar mi educación. Ingresé a un colegio comunitario local para estudiar terapia ocupacional, pero pronto me di cuenta de que el Señor quería que ayudara a las personas en su andar espiritual.
Por eso, cambié de carrera e ingresé a una institución bíblica, donde finalmente me completé cuatro doctorados, dos maestrías, una licenciatura y un título de asociado. También he escrito 12 libros y tres guiones cinematográficos. Actualmente, estoy trabajando en una película de mi vida en asociación con una productora con sede en Atlanta. A Dios sea la gloria.
De todas las bendiciones que me ha dado Dios, la más preciada es mi hijo, Prince, que tuve con mi hermosa esposa antes de que falleciera en 2015. Recuerdo la bondad y sabiduría de Dios cada vez que lo miro.
Prince es un niño hermoso y talentoso que es portador de la luz de Dios para todos. En él, veo la lealtad de Dios hacia otra generación. Y pensar que el Señor me usó a mí, alguien que el mundo decía destinado a morir, para dar vida a un ser tan hermoso. Es increíble.
Mamá tenía razón: el Señor sabía lo que hacía. Y desde el momento en que me creó en el vientre de mi madre, me ha ayudado y desarrollado Su plan para mí vida (Romanos 8:28).
El Señor hace lo mismo por cualquiera que confíe en Él. Todas las cosas son posibles con Él si creemos (Marcos 9:23; Filipenses 4:13). Yo soy la prueba viviente de que Dios, no el mundo, tiene la última palabra.
No hay límite para lo que Él puede hacer en nuestra vida. Dios “puede lograr mucho más de lo que [usted puede] pedir o incluso imaginar mediante su gran poder” (Efesios 3:20 NTV). Él llevará a cabo los planes que tiene para nuestras vidas (Salmo 138:8).
Por esa razón, usted puede ser fuerte y valiente (Josué 1:9). Es por eso que puede deshacerse de las etiquetas y pensamientos limitantes, y seguir dando pasos de fe.
El mundo y sus circunstancias tratarán de convencerlo de que no lo logrará, ¡pero Dios dice que sí podrá!
El Dr. Frederick Best es un vencedor cuyo amor por Jesucristo lo obliga a compartir el evangelio con los rechazados por la sociedad. Es padre, pastor y amigo de muchos. Su autobiografía, They Said I Wouldn’t Make It, se puede comprar en Amazon. Para obtener más información, visite drfredbest.com.