Alguna vez se ha preguntado por qué Dios le permitió nacer? ¿Ha sentido que su futuro no tiene esperanza, que su vida no tiene propósito y que no sirve de nada seguir luchando?

Yo me sentí así durante mucho tiempo. Incluso consideré morir como una opción mejor que vivir. Estuve a punto de perecer por no conocer el amor de Dios hacia mí y Sus promesas, que era lo que Satanás quería. Él es un ladrón que busca robar nuestra identidad en Cristo, y matar nuestras esperanzas y sueños (Juan 10:10).

Fui vulnerable a las tácticas engañosas de Satanás durante años. Como resultado, me perdí gran parte de la vida bendita que Jesús me dio y por la que murió. Eso incluía la paz mental y el gozo. Pero no tenía por qué ser así, y tampoco tiene por qué ser así para usted.

Según Su Palabra, el Señor tiene un propósito divino para cada uno de nosotros. A través de Su Hijo, Jesús, ha abierto un camino para que vivamos victoriosamente a pesar de las circunstancias difíciles (Jeremías 29:11; Filipenses 4:13). Pero yo no lo sabía de niño, así que caí en la confusión.

Mis dudas sobre mi valía y el plan de Dios comenzaron cuando tenía ocho años y mi abuela me llamó al estudio y me dijo que no era mi madre. Sonaba absurdo e irreal. Pero luego continuó: “Tu verdadera mamá es Mary, mi hija. Soy tu abuela, pero igual puedes llamarme mamá”.

¿Qué? ¿Cómo puede ser esto? Me pregunté. ¿Y quién es esta Mary de la que habla? La abuela me explicó entonces que mi tío me había traído a vivir con ella y mi abuelo cuando yo tenía dos años porque mi madre estaba enferma.

Esa noticia me generó todo tipo de emociones y preguntas. Me causaba ansiedad pensar cómo era mi madre y me preguntaba si todavía estaba enferma. ¿Por eso no había vuelto a buscarme? Sobre todo, me preguntaba si alguna vez regresaría.

Y sí lo hizo, dos años después. Recuerdo vívidamente que mi abuela me llamó desde el interior de la casa y me presentó a una mujer delgada y hermosa, y a otra niña que estaba a su lado.

“Deborah, estas son tu madre y tu hermana mayor”, dijo la abuela con naturalidad. Yo estaba en shock, pero a la vez emocionada. Mamá era bella y no podía esperar a que todos la vieran. ¿Había venido por mí?

Mis esperanzas se desvanecieron cuando, aproximadamente una hora después, ella y mi hermana salieron por la puerta. A partir de entonces, todos los días me preguntaba dónde estaba y por qué no me había llevado con ella. Mis abuelos me habían criado bien. Me habían dado el mundo y los amaba. Pero quería a mi madre.

El que no reapareciera destruyó mi autoestima. Mi mente de diez años llegó a la conclusión de que yo debía tener algo malo. Si mi propia madre no me quería, debía tener algún defecto. Satanás aprovechó esta oportunidad para aplastar lo que pensaba que valía.

Me sentí aun más insignificante cuando, en sexto grado, los otros niños comenzaron a molestarme. No se lo dije a mis abuelos. En cambio, me entregué a un festín de autocompasión. Por supuesto, los únicos invitados éramos el diablo y yo, y créame que él reafirmó lo miserable y sola que me sentía.

Esos pensamientos llenos de mentiras me esclavizaron durante años y me impidieron entender lo que verdaderamente valía ante los ojos de Dios y mis abuelos. Un día llegaron mis calificaciones. Había reprobado y tendría que repetir mi segundo año.

Esa era toda la evidencia que necesitaba.

¡No tiene sentido!, gritaban las voces dentro de mi cabeza. Será mejor que te decidas a matarte. De todos modos, tu vida no vale nada. Usa el auto. Destrózalo. Acaba con tu miseria. Nadie te echará de menos.

Dejé una nota para mis abuelos, pero en lugar de utilizar el auto como sugerían las voces, tomé una sobredosis de unas pastillas de mi abuelo. Agradezco a Dios Todopoderoso que la abuela me encontrara a tiempo. Su misericordia me salvó la vida.

Un día después, nos enteramos de que había habido un error en mis calificaciones. Después de todo, sí había aprobado el año, pero daba igual. Me sentí tan derrotada que dejé los estudios en tercer año. Mi profesor de matemáticas, el Sr. Thomas, me rogó que me quedara, pero las mentiras en mi cabeza no me dejaban escuchar su consejo.

Siguieron las malas decisiones. Quedé embarazada a los 19 años y me fui a vivir con el padre del bebé. Estaba tan asustada. No tenía ni idea de cómo cuidar a un pequeño. Pero la abuela, como siempre, estuvo a mi lado y me enseñó a cuidar a mi hija.

Ser madre me cambió. Era increíble que no pudiera reconocer mi propia valía, pero de alguna manera podía verla en mi hija. Sin embargo, mi relación con su padre iba cuesta abajo y, después de siete años, volví a vivir con mi abuela. No había terminado de cometer errores, todavía desconocía el valor que tenía en Cristo. Pero cada vez que me he equivocado, Dios ha tenido la lealtad para perdonarme.

En 1992, el Señor me bendijo con un esposo. Un año después, tuvimos una hija. Nuestro matrimonio tuvo muchos altibajos, y a menudo oraba para que Dios me ayudara.

Había ido a la iglesia de niña y visto a mi abuela orar. Así que supe que era lo que debía hacer. Pero solo lo hacía para que Dios respondiera a mis necesidades y deseos. No pensaba en Su voluntad ni en lo que Él pudiera sentir por mí. ¿Y cómo lo iba a saber? No leía la Biblia ni iba a la iglesia.

Eso cambió cuando una amiga me invitó a un servicio. Llevé a las niñas conmigo, ¡y les encantó! Empezamos a ir con regularidad.

Mi niña menor esperaba con ansiedad ponerse sus zapatos de domingo cada semana. A la mayor le encantaba el momento de oración. Lloraba durante la parte musical y el mensaje de adoración, a menudo me rogaba que fuéramos a orar en el altar. A menudo me preguntaba por qué, pero igual la acompañaba.

Un día, cuando la menor quiso orar, traté de escabullirme. No quería llevarla al altar porque las oraciones de las mujeres siempre se volvían hacia mí.

Con el tiempo, Dios usó a mis preciosas hijas y esas guerreras de la oración para que entendiera que necesitaba un Salvador.

En 1996, hice una profesión pública de mi fe en Jesucristo, pero me tomó algún tiempo madurarla. Tuve un punto crucial una tarde cuando oraba en casa. Me quedé dormida y Dios me dio un sueño en el que pude ver vívidamente las palabras de Romanos 12:1–2. Cuando desperté, leí el pasaje:

Por lo tanto, amados hermanos, les ruego que entreguen su cuerpo a Dios por todo lo que él ha hecho a favor de ustedes. Que sea un sacrificio vivo y santo, la clase de sacrificio que a él le agrada. Esa es la verdadera forma de adorarlo. No imiten las conductas ni las costumbres de este mundo, más bien dejen que Dios los transforme en personas nuevas al cambiarles la manera de pensar. Entonces aprenderán a conocer la vo­luntad de Dios para ustedes, la cual es buena, agradable y perfecta. (NTV)

Me quedé impresionada al darme cuenta de que Dios me suplicaba que le entregara todo mi ser (mente, cuerpo y espíritu) como sacrificio. Ser seguidor de Cristo no es solo ir a la iglesia, leer la Biblia y citar las Escrituras. Es rendir todo nuestro ser a Dios y tener una relación con Él.

Esos versículos también revelaban la importancia de renovar mi mente con la Palabra de Dios. Tenía que dejar de permitir que Satanás influyera sobre mis pensamientos. También necesitaba caminar en obediencia a la Palabra del Señor, perdonar a los demás y confiar en Él en todas las circunstancias. Solo entonces podría convertirme en todo lo que Él deseaba y experimentar Su vida de abundancia.

En el año 2000, comencé a entregar mi mente al Señor y a andar según Su Palabra. Cinco años después, me llamó a hacer ministerio y me ordené.

Durante los últimos 25 años, la Palabra de Dios y Su Espíritu Santo me han guiado en una búsqueda de la verdad. Conocer Su verdad me ha liberado de los pensamientos de derrota, las malas decisiones y los resultados negativos (Juan 8:32).

Actualmente, tengo una hermosa relación con mi madre al igual que con todos mis hermanos. El Espíritu Santo me dio el poder para obtener mi certificado GED en 2018. Su verdad también me ha ayudado a ver a las personas y circunstancias a través de una mirada espiritual, no física.

Conocer la verdad de Dios me salvó la vida en 2021, cuando me diagnosticaron un tumor cerebral. Estaba dando clases en una escuela cristiana cuando recibí una llamada del médico. Me habían examinado a principios de esa semana porque no me sentía bien, pero no esperaba las noticias que me dieron.

Salí del aula aturdida y llamé a mi amiga pastora. De inmediato me encomendó a Jesús y me dijo: “¡Débora, vas a estar bien! Mira a Dios y declara vida ante tu situación”. Sabía que la muerte y la vida están en el poder de la lengua (Proverbios 18:21) y me recordó que debía alabar a Dios incluso en esta tormenta.

Así que levanté las manos y la voz, y agradecí al Señor. Sabía que podía confiar en el buen Dios al que servía y que nada era imposible para Él. Estaba decidida a mantenerme firme en la verdad de Su Palabra y confiar en Él, pasara lo que pasara.

Oré mucho en ese momento, principalmente pedí la alegría de la presencia del Señor (Salmo 16:11). No quería que el miedo a la muerte me atormentara. El temor es obra del enemigo (2 Timoteo 1:7), y no quería volver a caer presa de sus mentiras.

Durante el mes siguiente, me sometí a cuatro sesiones de radioterapia. La primera vez que me colocaron ese molde de plástico en el rostro y fijaron mi cabeza a la mesa del equipo de radiación, mi ansiedad se manifestó. Pero agradezco a Dios por Su Espíritu Santo, quien me ayudó a mantenerme firme en Su Palabra y Sus promesas. Me concentré en darle las gracias por Su bondad, y por mi esposo, mis hijas, mi querido yerno y los amigos que estaban a mi lado, orando y declarando la Palabra. Durante esa prueba, el Señor me mantuvo en perfecta paz (Isaías 26:3). Y, alabado sea, me ha sanado por completo.

¿Necesita usted ese tipo de paz? ¿Y qué hay de la alegría? Surgen cuando uno entrega todo su ser a Dios y renueva su mente con Su verdad. Satanás quiere que usted crea que no es nadie y que su situación no tiene remedio. Él quiere que se rinda y nunca experimente la voluntad de Dios para su vida.

¡No lo deje vencer! Comience a ver la vida con la perspectiva de la verdad de Dios. Lo que sea que esté enfrentando no tiene por qué definirlo o derrotarlo. Siga luchando en el Espíritu y ármese con la verdad (Efesios 6:10–18). El Señor abrirá un camino.

Lo que usted ve a su alrededor, mi amigo, no es el final.

 

Deborah Jones ha estado casada con su amado esposo más de 31 años. También es madre, apreciada suegra, abuela, madre de acogida y ministra ordenada. También se desempeña como anciana en su iglesia. Deborah trabaja en hogares para ancianos y es la autora de The Making, disponible en Amazon.