Me desperté con una mañana de niebla, a mitad de camino entre el invierno y la primavera. La lluvia visitó las plantas que nacían y dejó gotas sobre hojas de un verde brillante. Los brotes de nueva vida en los árboles desnudos me recordaron el compromiso de Dios de revivir Su creación. Sin embargo, en mi interior aún estaba la obstinada esterilidad de la estación fría. Con un suspiro, oré para que Él me renovara.

Consumida por la tristeza y la preocupación, estaba atrapada en la red del creciente problema de mi esposo con la bebida. Los pegajosos hilos de engaño y manipulación del licor me envolvían en un miedo paralizante. Aun así, me guardaba todo.

Pero un día en un estudio bíblico para mujeres, no aguanté más. No quería ser de esas personas que cuentan demasiado, pero tenía que dar voz a la tormenta que se agitaba dentro de mí desde hacía mucho tiempo. Cuando terminé, esperaba palabras cálidas y reconfortantes, o al menos algunos abrazos inseguros.

En cambio, una mujer me soltó: “¿De verdad crees que deberías trabajar con adolescentes impresionables?”. Al parecer, me consideraba a mí inestable y a mi familia demasiado problemática para el voluntariado que yo hacía en la secundaria local. Esa persona indicó que debía renunciar a mi puesto de líder en el estudio bíblico devocio­nal para estudiantes. Me sentí atónita y desanimada al ser vista como inadecuada.

¿Alguna vez lo han descartado con el argumento de no es apto? ¡Duele!

La idea de no estar a la altura me dejó frustrada y luchando contra una sensación de rechazo. Pero luego recordé que el Señor mismo dice: “Mi gracia es todo lo que necesitas; mi poder actúa mejor en la debilidad” (2 Corintios 12:9 NTV).

La Biblia da muchos ejemplos en los que Dios usa a quienes el mundo rechaza (1 Corintios 1:27). Pienso en Rahab, que creía en Dios, aunque su vida no lo reflejaba. Sus faltas anteriores no la excluyeron de unirse al plan de Dios cuando los israelitas llegaron a Jericó. De hecho, el Señor la honró al incluirla en la genealogía de Jesús (Josué 2:1–22; Mateo 1:5). Pienso también en Pedro, quien negó conocer a Cristo, pero más tarde predicó a multitudes que recibieron la salvación (Marcos 14:66–72; Hechos 2:14–41).

Agradezco que Dios use a las personas a pesar de sus dudas, debilidades, faltas pasadas y circunstancias problemáticas, puesto que yo soy una de ellas.

El caos que conllevaba el abuso del alcohol empeoró y, a menudo, me sentía agitada y sola. De vez en cuando, me sorprendía pensando en formas malsanas de recuperar un sentido de pertenencia o simplemente de sobrellevar la situación. Pero me aferraba a las Escrituras que me recordaban quién era.

La Palabra de Dios dice que Él me elije (Juan 15:16) y que se deleita en mí (Salmo 18:19). Yo soy Su obra maestra (Efesios 2:10) y Él me creó para vivir con abundancia en Su poder (Juan 10:10; Efesios 3:20). Yo decidí creer en la Palabra del Señor por encima de mis pensamientos más negativos y sentimientos más apremiantes.

Dios sabe lo fácil que es para nosotros arruinar nuestras vidas, pero eso no le impide tomar nuestros pecados pasados, presentes y futuros, y darnos Su justicia (2 Corintios 5:21). Él nos hace justos en Su gracia por medio de la cruz.

Toma nuestras preocupaciones, flaquezas y temores también, y los cambia por Sus propósi­tos redentores. Puede que nosotros no entendamos ese propósito, pero Él sí. Por eso es crucial permanecer cerca del Señor.

Con la fuerza de Dios, continué trabajando con jóvenes en diversos roles. La fortaleza interior y la paz que crecieron en mí gradualmente me afianzaron en un sentido de valía que nunca hubiera alcanzado por mí misma o con ayuda de nadie. Aprendí que esa valía no depende de cómo me ven los demás. Es permanente por lo que Cristo ha hecho por mí.

Cuando reconocemos a Cristo como nuestro Salvador, nuestra valía también es permanente. No importa quiénes seamos o lo que hayamos hecho, Dios igual va tras nosotros y quiere utilizarnos. Nuestras acciones no nos hacen indignos de Su amor y perdón. Su muerte y resu­rrección hace mucho tiempo saldaron la deuda contraída por nuestro pecado.

Al recibir Su sacrificio como propio, compla­cemos a Dios, quien nos acepta a plenitud. Entonces, incluso en el caos, Él nos hace aptos para compartir esta gran esperanza con los demás.

 

JANICE MARIE MEIDEL es esposa, madre, abuela y autora de libros infantiles. Ha trabajado con la organización Youth for Christ en tutoría de chicas adolescentes. Actualmente es escritora colaboradora de varias revistas e intenta animar a otros por medio de la Palabra de Dios.