Mi vida casi terminó antes de que aprendiera a caminar y hablar. A los dos años, estuve a punto de envenenarme por comer unas bayas, me traumatizó un perro grande y tuvieron que hacerme reanimación artificial cuando casi me ahogué en una piscina local. Estoy seguro de que mis padres se sintieron aliviados al enviarme a la guardería, donde corría menos peligro.

Pero pronto tuvieron otras preocupaciones. Lanzaba puños, mordía a mis maestras, golpe­aba a mis compañeros y destruía mis juguetes. Nadie podía calmarme.

Mis padres intentaban enderezarme con todo lo que se les ocurría, pero sus castigos, nacidos de la frustración, se convirtieron en abuso verbal y físico. Las palizas eran terribles, pero las palabras de mi madre enojada me dolían más.

“No eres normal”, decía. “Algo anda mal contigo”. Para mí, eso significaba: “Estás lleno de defectos y no mereces que te amen”.

Cuando tenía nueve años, mis padres anunciaron que se divorciaban. La noticia fue terrible y supuse que yo tenía la culpa. Seguro de que mi familia estaría mejor sin mí, intenté suicidarme. Eso me llevó a una institución psiquiátrica, pero salí de allí peor que antes.

Regresé a la escuela pública, pero al poco tiempo me echaron y me enviaron a una para niños con discapacidades emocionales. Detes­taba que me etiquetaran de “diferente”. Eso solo confirmaba lo que ya sabía: algo andaba mal conmigo.

Llevé en mis hombros una gran ira durante muchos años.

Los pandilleros locales se fijaron en mí cuando mi mal genio hizo que tuviera muchas peleas. Los había admirado desde hacía mucho y ahora ellos me animaban. Me volví dependiente de sus aplausos; los anhelaba como un adicto a las drogas.

Me uní a una pandilla a los 12 años. Peleé y robé sin importar la persona para ponerme a prueba y conservar el respeto. Los elogios del hombre me convirtieron en un monstruo brutal. Cuanto más reconocimiento recibía, más despiadado me hacía. Mi inseguridad y orgullo me transformaron en peón del diablo. Estaba dispuesto a hacer su trabajo sucio, el que fuera, para tener la aprobación de esos tipos.

Pero mientras hacía mis suciedades en la calle, Dios me enviaba personas para guiarme hacia Él. No me crié en un hogar cristiano, pero creía en Dios. Extraños de todo tipo, incluso viejecitas, se detenían para hablarme de Él. Mi mamá se había acercado a Dios en esa época y también me invitaba a buscarlo. Me llevaba a la iglesia, oraba por mí y me aconsejaba con insistencia que cambiara mi forma de ser.

Durante una de las veces que estuve en el reformatorio, mamá me animó a leer la Biblia. “Solo pregúntale a Dios qué quiere que leas, hijo. Él te responderá”, me aseguró. Intenté leer, pero al principio nada tenía sentido. Decidí hacer lo que mamá decía.

“Está bien, Dios, ¿qué quieres que lea?”, pregunté. Inmediatamente, la palabra Mateo cruzó mi mente. Abrí mi Biblia en el evangelio según Mateo y allí encontré a Dios por primera vez. Sentía como si estuviera sentado en mi celda conmigo.

Las palabras de Jesús en Su Sermón de la Montaña me conmovieron con una profundidad especial (Mateo 5–7). El Espíritu Santo de Dios me habló directamente sobre mi vida y me convenció de mi pecado. Por primera vez, me di cuenta de mi pobreza de espíritu; vivía se­parado de Dios y con la necesidad desesperada de tener un Salvador.

Con mi Biblia aún abierta, me planteé seguir a Jesús. Pero luego pensé en toda la diversión que todavía quería tener. ¡Solo tenía 15 años! Tal vez debía esperar. Apenas había tenido ese pensamiento cuando mis ojos se posaron en las palabras de Jesús al final de Mateo 7.

“Todo el que oye mis palabras y no las pone en práctica es como un hombre insensato que construyó su casa sobre la arena” (v. 26 NVI). Eso me asustó. No quería ser como ese tonto cuya vida entera se derrumbó cuando llegó una tormenta (v. 27).

No mucho después, escuché el evangelio predicado durante un servicio de la iglesia y decidí que quería el perdón de Jesús. Declaré mi fe en Él y nací de nuevo (Juan 3:3; 1 Pedro 1:23), allí mismo en el reformatorio.

No me sentí muy diferente después, pero mi mamá notó de inmediato que algo había cambiado. Me vio cruzar la sala de visitas para abrazarla, luchando por contener las lágrimas, y dijo: “¡Veo a Jesús en ti!”.

Después de mi liberación, me esforcé por no perder el camino, pero no me tomé con suficiente seriedad el lugar de Cristo en mi vida. Todavía quería hacer las cosas a mi manera. No pasó mucho tiempo antes de que mi antiguo yo y mis malos hábitos reaparecieran.

Con un pie en la iglesia y el otro en el mundo, caí. Cada vez que terminaba en la cárcel, tomaba la Palabra de Dios de nuevo y me ponía a leer. Mi relación con Él crecía mientras estaba adentro. Sin embargo, en cuanto me liberaban, volvía a mi caos (Proverbios 26:11).

Una tía me dijo que le preguntara a Dios cuál era Su llamado para mi vida. Sentí que el Señor me llamaba a hacer ministerio entre los jóvenes con problemas. Me pareció irónico, dada mi situación.

Las cosas mejoraron un poco después de que cumplí 18 años. Salí con una buena cristiana, conseguí un gran trabajo y asistía a la iglesia con regularidad. Pero aquello no duró. Estaba atrapado en un ciclo que no sabía cómo romper.

Después de maltratar verbalmente y engañar a mi novia, ella rompió conmigo. Me sentí rechazado, aunque sabía que era mi culpa. Impulsado por la ira y una sed de violencia renovada, volví a la pandilla, en rebeldía contra Dios y Su llamado en mi vida. Actué como si nunca lo hubiera conocido.

Pero mientras huía del Señor, los detectives de homicidios corrían detrás de mí. Era el principal sospechoso en dos casos de homicidio distintos, y esos oficiales no dejaban piedra sin mover para encontrarme.

Dios incluso intentó llegar a mí a través de una completa extraña. Una mujer me miró directo a los ojos mientras robaba a su familia a punta de pistola y dijo: “Dios todavía te ama. Todavía tiene un plan para ti”. El Espíritu Santo me habló mediante esa señora y me hizo estremecer hasta la médula.

En Su gracia, Dios fue muy paciente conmigo. Su amor y bondad me siguieron (Salmo 23:6), y no había lugar donde pudiera esconderme (Salmo 139:7–10). Tampoco había sitio donde pudiera esconderme de la policía.

Mi reinado de terror terminó tres días después de que esa señora me hablara. Un enjambre de policías y un equipo S.W.A.T. me derribaron y me ingresaron en la cárcel del condado de Maricopa en Phoenix por un cargo de homicidio en primer grado y dos de agresión agravada.

Unos días después, Dios me despertó alrededor de las 3:00 a. m. para hacerme una pregunta. “¿Ya puedes oírme?”. Sus palabras me recordaron esos viejos comerciales de teléfono celular.

“Sí, Señor, te escucho”.

Su siguiente interrogante me sorprendió. “¿Quién eres?”.

“Mmmm, ¿no lo sé?”. Eso era cierto, pero nunca lo había admitido ante nadie, ni siquiera ante mí mismo.

“Es hora de permitirme mostrarte quién eres realmente”. Y en ese caluroso día de agosto de 2001, desde la cama superior de una litera en una celda de la cárcel de Arizona, finalmente entregué mi vida al Dios que me había perseguido sin descanso.

El Señor comenzó a despojarme de las capas de mi falsa identidad, revelado las mentiras que había estado viviendo. Había perdido un tiempo valiosísimo y les había causado un daño indescriptible a otros. Estaba listo para dejar de buscar la aprobación de la gente y vivir para algo de valor eterno: Jesucristo. Después de todo, Él murió por mí. ¿Cómo podía yo no vivir para Él?

Ya me harté de malgastar mi lealtad, Señor. Cuenta conmigo, oré.

Milagrosamente, me retiraron el cargo de homicidio y pude pasar un tiempo con mi familia antes de ir a prisión durante 10 años por los cargos de agresión en 2002.

Estando en la cárcel, mantuve mi mirada en el Señor y me fortalecí en mi caminar. Había pagado cuatro años cuando me acusaron de homicidio en segundo grado en otro caso. Volví a juicio y asumí la responsabilidad de mis actos. Alargaron mi sentencia, pero se sintió bien ya no huir de las cosas, sino confiar a Dios el resultado.

Cuando estuve frente a la familia de mi víctima en la corte por primera vez, el Señor me mostró el profundo dolor que había causado. Una madre, un padre y una hija se sentaron en silencio para mirarme a mí, el hombre que se había llevado a su ser querido. Salí de la corte abrumado por la tristeza y el arrepentimiento sobre los que había leído en la Biblia (2 Corintios 7:10).

Pasé las siguientes dos décadas en prisión y en ese lapso el Señor me transformó de un monstruo al firme hombre de Dios que soy hoy. Fue un proceso penoso y complejo, pero no tenía nada que perder y mucho que ganar (Filipenses 3:8–10).

Me esforzaba por evitar la dinámica de la cárcel, pero había otras pruebas y distracciones. Tenía que estar atento para no dejar que el enemigo ganara terreno (Efesios 4:27; 1 Pedro 5:8).

Mi madre y mi abuela murieron con seis semanas de diferencia y las lloré mucho. Mi mundo se sacudía, pero tenía un sólido agarradero (Salmo 16:8). Jesús fue mi roca y mi fuente de apoyo mientras luchaba con la depresión y el dolor posteriores.

Perdí a mi padre en 2017, justo antes de que me transfirieran a la unidad norte del Complejo Penitenciario Estatal de Arizona. Pero Dios me tenía una misión allí que impidió que cayera en la desesperación. Me apoyé en Él en busca de fuerza y seguí adelante.

En mi nueva ubicación, trabajé para el capellán Samuel Lee, quien se convirtió en mi mentor. Con su guía, mi formación como discípulo avanzó con rapidez. También conocí a otros hermanos en Cristo que me animaron a aceptar los regalos de Dios y mantenerme enfocado en Su misión para mí después de salir libre. Hombres como el capellán Lee y Richard Moore, que también fue mi mentor durante más de 20 años, fortalecieron mi fe cuando mi condena terminó.

En 2022, salí de la cárcel siendo un hombre libre, no porque las puertas por fin se hubieran abierto para dejarme salir, sino porque Cristo ya me había liberado por dentro de la ira, la adicción a la aprobación, y muchas otras cosas (Juan 8:32, 36).

Fui puesto en libertad para ingresar al programa de formación de discipulado para hombres de Along Side Ministries, en el que toda una comunidad me recibió con el amor de Cristo. Sentí un increíble sentido de pertenencia.

El Señor me ha bendecido de maneras que nunca imaginé: trajo a mi vida una fuerte mujer de Dios que me anima a diario. Tengo una familia en la iglesia que me apoya y una trayectoria como mentor de encarcelados. Además, trabajo con el capellán Lee en un centro de liberación en Phoenix llamado New Freedom.

¡Ayudo a los demás, tal como Dios dijo que lo haría!

Pese a mis muchos errores, Satanás no pudo descarrilar el plan de Dios para mí. Si se pregunta si es demasiado tarde para usted, puedo asegurarle que no. Dios aún lo ama y todavía tiene un plan.

 

 

Varrone White era enemigo de Dios y esclavo del diablo antes de que Jesús rompiera todas sus cadenas. Hoy les habla a otros sobre Jesús, el Salvador que murió para que pudiéramos vivir. Varrone usa sus experiencias para ayudar a los encarcelados y quienes se reincorporan a la sociedad a encontrar esperanza en sus circunstancias, como líder de Along Side Ministries y New Freedom en Phoenix.