Si hace años me hubieran dicho que haría ministerio, no lo habría creído.
Antes pensaba que no era digna de que Dios me utilizara y mucho menos que estaba calificada para hablar en Su nombre. Pero he aprendido que Dios no busca personas perfectas que usar para Su gloria y que no necesita que lo tengamos todo bajo control. El Señor nos encuentra en nuestro caos y saca algo hermoso de nuestro quebrantamiento.
Me crié en la iglesia, asistía al menos dos veces por semana. Pero no recuerdo sentir el amor de Dios allí. Los mensajes que tengo presentes estaban llenos de las palabras “infierno”, “fuego” y “condena”. Siempre me hacían temer no estar a la altura.
Me acerqué al altar más veces de las que podría contar para asegurarme de que Dios y yo estuviéramos en paz. Pero el lunes ya me sentía un fracaso. Las semillas de culpa, miedo y vergüenza habían echado raíces profundas y me convencían de que le había fallado a Dios.
No ayudó que tuviera un trastorno por déficit de atención con hiperactividad sin diagnosticar. En la escuela, no podía mantener limpio mi escritorio, entregaba trabajos desordenados e incompletos y, a menudo, me daban con la regla frente a la clase por hablar demasiado. Un castigo físico en la escuela significaba otro en casa.
Fuera de la primaria, tenía pocos amigos. Rara vez me invitaban a volver a las fiestas de pijamas. Una niña me dijo que era porque ponía muy nerviosa a su madre. Me sentía fuera de lugar en todas partes.
Cuando tenía 15 años, me eligieron para entrar en un grupo de canto itinerante de mi iglesia. Estaba emocionada y, por primera vez, tuve la esperanza de sí merecerme las cosas. Pero cuando le confié a una amiga que había probado la marihuana, lo contó y me expulsaron del grupo. Nuestra familia se retiró de la iglesia poco después.
Ese momento de sinceridad terminó siendo decisivo. Confirmó lo que más temía: no encajaba en la iglesia y ciertamente no en el círculo de Dios.
Ese mismo año, mi madre dejó a mi padre. Nos mudamos a una vivienda para personas de bajos ingresos y comencé a trabajar a tiempo completo en una tienda de comestibles para ayudar con los gastos de casa.
A los 17 años, quedé embarazada. Aterrorizada y avergonzada, tomé la devastadora decisión de abortar. La parte más difícil fue decírselo a mi madre, mi única fuente constante de amor humano.
Esperaba su juicio, tal vez incluso su rechazo, pero en cambio, mamá me envolvió en sus brazos y lloró conmigo. Me extendió una misericordia y una gracia inmerecidas, y que nunca había recibido. Pero no podía aceptar ninguna de las dos ni podía imaginar que Dios me ofrecería lo mismo. Ahora sé que la gracia que fluyó a través de mamá venía de Jesús.
Cuando yo tenía 18 años, mi madre conoció y al poco tiempo se casó con un hombre que resultó ser abusivo. Dos años después, a los 40, quedó embarazada y luego le diagnosticaron un cáncer de mama agresivo. Los médicos le recomendaron un aborto para salvarle la vida, pero ella eligió confiar en Dios y conservar al bebé. Verla luchar por la vida de su criatura me recordó lo que le había quitado a la mía. Me sentí tan avergonzada.
En el tiempo debido, dio a luz a una niña sana y comenzó la quimioterapia. Mi padrastro, que a menudo usaba la religión como arma, me dijo que si yo tenía suficiente fe, Dios sanaría a mi madre. Pero a los tres años, ella falleció. Su muerte dejó un agujero más profundo en mi corazón ya lleno de culpa. “Si hubiera sido más creyente, mamá todavía estaría viva”, me dije. Estaba segura de que su muerte era culpa mía.
Me casé justo antes de que falleciera. Mi esposo y yo tuvimos dos hermosas hijas y comenzamos a asistir a los servicios religiosos con la esperanza de inculcarles valores. Pero la iglesia era más bien un club social y muchos líderes llevaban una doble vida. Me llené de resentimiento hacia la religión y hasta empecé a dudar de la existencia de Dios.
Posteriormente, un ascenso de mi esposo nos trasladó a una nueva ciudad. Yo trabajaba muchas horas como enfermera e intentaba desesperadamente mantenerme fuerte, extrañaba mucho mi hogar anterior. Las cosas cambiaron cuando una compañera de trabajo me invitó a su iglesia y, a pesar de mis experiencias previas, decidí ir.
En cuanto entré, algo se agitó en mi alma. El servicio no se parecía a nada que hubiera experimentado. Sentía la presencia y el amor de Dios.
Un domingo, un año después, el pastor predicó sobre Efesios 6:4: “[Padres], no hagan enojar a sus hijos con la forma en que los tratan” (NTV). Las Escrituras me sacudieron porque sabía que había estado irritando a mis hijas, exigiéndoles que se convirtieran en las niñas perfectas que yo nunca fui.
Ese día, puse todo en manos de Dios: matrimonio, carrera, hijos y mi búsqueda de perfección. Acostada boca abajo en el suelo, le rogué a Jesús que me mostrara mi verdadera identidad. De repente, recordé a mi madre. La vi con los brazos abiertos, llena de amor, gracia y aceptación.
Me uní a un grupo de estudio bíblico para mujeres y me sumergí en la Palabra de Dios. Comencé un diario y escuché Su voz. Su Palabra cobró vida dentro de mí y mi corazón revivió cuando supe de Su bondad y lealtad. Por primera vez, vi que Dios no me veía con frustración ni me consideraba un fracaso. Me amaba y anhelaba liberarme de las muchas mentiras que creía sobre Él y sobre mí misma.
Cuando me hice más madura, me invitaron a enseñar. Una clase llevó a otra, y pronto tuve un pequeño grupo de mujeres que iba regularmente a mis sesiones. Pero con el tiempo, dejé que la enseñanza definiera mi identidad y me volví orgullosa. Un sabio pastor me animó a hacer marcha atrás. Aunque fue difícil, lo escuché.
Dos meses después, servicios sociales nos pidió a mi esposo y a mí asumir la custodia temporal de dos hijos de alguien a quien queríamos mucho. Uno era un niño pequeño, el otro un bebé. Nuestras vidas cambiaron de la noche a la mañana.
Ese periodo fue extremadamente difícil para nosotros, y nos llevó a mi esposo y a mí al límite. Los niños tenían importantes necesidades emocionales y de desarrollo, y nosotros teníamos cincuenta y tantos años. Yo trabajaba a tiempo completo mientras trataba de cuidarlos. A pesar del reto que representaba, finalmente se nos otorgó la custodia permanente.
Cada uno de nosotros lo manejaba de diferentes maneras. Mi principal mecanismo para hacerlo era el control. Trataba desesperadamente de resolver problemas y proteger a mis seres queridos. También intentaba que todos recurrieran al Señor en busca de ayuda. Pero al hacerlo, alejaba a mis seres queridos tanto de Dios como de mí.
Las necesidades de uno de los niños se complicaron tanto que nos dijeron que nunca podría ser funcional en un entorno escolar tradicional. En el trabajo, cambié a tiempo parcial, y comencé a educar en el hogar y buscar respuestas. Entonces, un día, alguien mencionó una escuela especializada que ofrecía justo el apoyo que necesitábamos. Dios susurró: “Te veo. Solucionaré esta situación”.
Pero aun así, mi matrimonio sufrió las consecuencias. Cuando nuestro hijo menor cumplió 18 años, decidí que la mejor muestra de amor que podía dar era separarme de mi esposo. Entonces, después de 44 años de unión, puse mi matrimonio en manos de Dios y me fui. Fue la llamada de atención que ambos necesitábamos.
A los tres meses, con terapia, fe y mucho esfuerzo, nos reconciliamos. Hoy, gracias a la bondad de Dios, nuestro matrimonio es más fuerte que nunca. Estamos retirados, disfrutamos el uno del otro, y servimos y adoramos al Señor juntos. Dios restauró lo que creí perdido.
Finalmente la vida transcurría sin problemas, hasta que hace unos tres años, me diagnosticaron un deterioro cognitivo leve. Estaba destrozada y clamé a Dios: “¿Por qué?”. Pero entonces escuché a CeCe Winans cantar “La bondad de Dios”.
La letra me llegó a lo más profundo del alma al recordarme que toda mi vida, pese a mis decisiones, Dios me había sido leal. Lloré mientras los ejemplos de Su fidelidad se me venían a montones. En una conferencia poco después, vi un cojín con las mismas palabras. Sentí que Dios me besaba en ese momento. No me había abandonado, estaba allí recordándome, susurrando: “Siempre he estado contigo, Margaret”. (Ver Isaías 41:10; Mateo 28:20).
No sé lo que me depara el futuro. Cada vez me es más difícil pensar, planificar y recordar. Pero con cada desafío, más me confío a Dios y más reafirmo la decisión de declarar Su lealtad. Mientras tenga aliento, quiero hablarle a la gente de todas partes de la bondad del Señor y decirle que Él todavía está allí, amándola y cuidándola, y deseando conocerla y utilizarla como herramienta.
Ojalá usted sepa que esta buena noticia lo incluye. Usted no es su peor error. No es una mercancía dañada. Como ha visto, yo no soy perfecta, pero de todos modos Jesús me eligió, no porque fuera buena, sino porque Él es bondadoso.
Romanos 5:8 revela una verdad asombrosa. Dice: “Dios mostró el gran amor que nos tiene al enviar a Cristo a morir por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (NTV). El Señor mandó a Su Hijo, Jesús, a morir por nosotros antes de que llegáramos a hacer una sola cosa bien. ¡Qué profundo es Su amor! Nunca se da por vencido con nosotros, incluso cuando nosotros sí nos damos por vencidos con Él.
Si usted no sabe personalmente lo leal y bondadoso que es Dios, ojalá hoy abra su corazón para recibirlo. Solo pídale: “Jesús, muéstrame quién eres”. Él lo hará.
No se preocupe, no tiene que limpiarse. Venga tal como está. Él ya ha hecho un camino para que no esté sucio y lo aceptará. Está listo para reescribir su historia como lo hizo con la mía.
Dios convirtió a esta mujer quebrantada, insegura, perfeccionista y llena de vergüenza en un testimonio viviente de Su gracia. Él también puede hacer eso por usted.
Margaret Mangum sirve en su iglesia local y es voluntaria en Victorious Living. Escribe cartas a los encarcelados, y comparte su historia en cárceles y prisiones. Es una esposa, madre, abuela y bisabuela que da a conocer la bondad de Dios a todos.