Ignoré los límites durante años. Me rebelaba contra todo lo que mis padres me habían enseñado. Y también me salía con la mía, porque ellos creían todas mis mentiras.

Tuve que pagar por mis excesos en mi último año de secundaria cuando un compañero nos delató al equipo y a mí por fumar marihuana en los terrenos de la escuela fuera del horario laboral. Al final, a mis dos mejores amigos y a mí nos expulsaron del equipo de baloncesto y la institución educativa.

De la noche a la mañana, me convertí en un leproso moderno. Mis amigos me abandonaron, mi novia me dejó… Bueno, su padre le prohibió verme más y ella obedeció. Me retiraron las ofertas de becas de la División 1, lo que aplastó mis sueños de jugar tanto en la universidad como en la NBA.

Sentí que mi vida estaba acabada.

Mis acciones también afectaron a mi familia. Mis padres eran personas religiosas que siempre me brindaban el amor y la gracia de Dios, sin importar qué tan lejos yo llegara. No merecían la vergüenza que les causé y el rechazo de sus supuestos amigos, muchos de los cuales iban a la iglesia donde papá servía como líder de alabanza.

Mis padres dieron una batalla muy pública por mí y lograron que los representantes de la junta escolar me dejaran reincorporarme tras una suspensión de 10 días. Pero no habría más baloncesto.

Enojado y ofendido por lo que consideraba una injusticia, me negué a volver a la escuela. Con la bendición de mis padres, tomé los exá­menes necesarios, obtuve mi certificado GED y me puse a trabajar con mi padre en su empresa de construcción, colgando paneles de yeso.

Me dieron una segunda oportunidad en el baloncesto universitario cuando un hombre me vio jugando en una liga local para adultos. Quedó impresionado por mis habilidades y dijo que llamaría a una universidad local en mi nombre si yo creía poder alejarme de los problemas. Prometí comportarme lo mejor posible.

Este hombre cumplió su palabra y me consiguió una prueba. Unas semanas después, me ofrecieron una beca completa. Mi familia y yo agradecimos la oportunidad.

Me adapté rápidamente a la vida universitaria, especialmente a las fiestas. Con más tiempo libre y estando lejos de la atenta mirada de mis padres, llevé mis actividades nocturnas a un nivel totalmente nuevo. Mi entrenador me advirtió que me controlara, pero no lo hice. Y al poco tiempo, me enviaron al banquillo.

Sin embargo, no fue algo que hice lo que terminó con mi carrera en el baloncesto, sino algo que no hice. Sucedió durante una práctica el día antes de nuestro primer juego. Sabiendo que sería algo suave, no me molesté en atarme los zapatos. No habría sido un gran problema si no fuera porque salté para clavar la pelota, caí sobre el pie de un compañero y me lesioné todos los ligamentos del tobillo.

Ese descuido me dejó fuera de juego durante toda la temporada. Me sentí tan estúpido. Sin embargo, en ese tiempo frustrante, descubrí lo que finalmente me condujo al propósito que Dios me dio: la guitarra.

Primero tomé la guitarra acústica de mi compañero de cuarto por puro aburrimiento. El equipo estaba de viaje y necesitaba distraerme. En cuanto la sostuve, sentí que me encontraba con un viejo amigo. Sabía que siempre estaríamos juntos.

Ansioso por aprender, compré un manual para principiantes en la tienda de música local. Mi primera canción fue “Knockin’ on Heaven’s Door” de Bob Dylan.

La siguiente vez que fui a casa, le pregunté a papá si podía llevarme su guitarra Epiphone de 12 cuerdas a la universidad. Dijo que sí, pero no sin antes de reírse de mi seguridad. Supongo que la mayoría no toma una guitarra de 12 cuerdas y aprende a tocar así de fácil. Todavía no éramos conscientes del don que Dios me había dado.

Regresé a la cancha de baloncesto cuando sané para conservar mi beca. Parecía lo mejor, pero para entonces, mi amor por la música eclipsó el que sentía por el baloncesto.

Practiqué la guitarra con la misma intensidad con la que alguna vez había jugado a la pelota, y eso dio frutos. Pronto me llegaban invitaciones para tocar en bares, garajes y fiestas. Rápidamente asumí lo que consideraba la personalidad de una estrella de rock, y mis hábitos con respecto a la bebida, las drogas y las mujeres alcanzaron un nivel superior.

Pese a todas mis actividades extracurri­culares, logré graduarme en arte comercial, luego me fui a la universidad Arkansas State para estudiar diseño gráfico. Regresé donde mis padres en ese periodo y trabajé con papá.

No fue fácil ocultar mi estilo de vida de celebridad a mis padres, especialmente en el trabajo. Me presentaba volando por los aires todos los días. Sin embargo, no me preocupaba. Para mí, si podía levantarme, ir a la oficina y hacer mis tareas, mi consumo de drogas y alcohol no eran problema. Era una de las muchas mentiras que me decía a mí mismo.

Una noche, fui a escuchar tocar a una banda en un bar local. Durante su descanso, hablé con el bajista y le hablé de mi amor por la música. Para mi sorpresa, esa noche me invitó al escenario para cantar. Los otros miembros de la banda quedaron tan impresionados con mi actuación que me pidieron que me les uniera. Incluso cambiaron su nombre a Zach Williams and the Reformations. Eso fue en 2007; Tenía 29 años.

No solo significó el éxito para mi carrera musical, sino que mi vida personal también mejoró significativamente cuando vi a una hermosa chica entre la multitud. Crystal tenía una relación con un fotógrafo de la banda cuando me le presenté. Pero al poco tiempo ella misma cedía a mis insinuaciones audaces, constantes y ciertamente desagradables.

Finalmente me mudé con ella y sus dos hijos. Ojalá pudiera decir que me enderecé y los apoyé, pero no fue así. No me importaba cómo mis acciones afectaban a los demás.

Crystal estaba a punto de echarme cuando nos enteramos de que esperaba un hijo nuestro. Esa era justo la noticia que necesi­taba para reaccionar y le prometí que cambiaría. Dudo que me creyera, pero aceptó casarse conmigo de todos modos.

Como muchos que ofrecen cambiar, seguí haciendo lo de siempre. Si Crystal decía algo sobre mi comportamiento, le recordaba que sabía en qué se metía al casarse conmigo. Mis padres no tenían idea del infierno que les hacía vivir a su nuera y nietos. Crystal llevaba esas cargas sola.

Nuestra banda creció en popularidad y nos fuimos de gira por Europa durante un mes en el que nos trataron como verdaderas estrellas. Crystal sabía muy bien lo que sucedía en el viaje. Lo escuchaba en mis palabras balbuceadas, a menudo llenas enojo y maltrato cuando la llamaba. Como siempre, me disculpaba cuando recuperaba la lucidez y prometía cambiar.

Mejorar mi conducta parecía bien encaminado cuando uno de los guitarristas de nuestra banda me invitó a acompañarlo a la iglesia. Harto de la vida del rocanrol, hacía poco Robby había comenzado a asistir a los servicios e incluso se había unido a la banda de alabanza.

Al principio me asombré, pero a diferencia de otros miembros del grupo, no me burlé de él. Me pareció genial y nos sorprendió a ambos que aceptara su invitación.

Incluso hoy en día, no estoy seguro de qué me hizo decir que sí. Deben haber sido cosas de Dios. Desde mi juventud, los feligreses me habían dejado un mal sabor en la boca; siempre me había sentido juzgado y rechazado. Crystal nunca había ido a un servicio, pero estaba dispuesta a probar lo que fuera. Fuimos el domingo siguiente.

No podía creer como nos acogió la gente. No solo eso, sino que el mensaje del pastor me cautivó. Imaginé que podía experimentar una vida diferente y tuve la extraña sensación de que por fin estaba en casa.

Por primera vez en lo que llevábamos de casados, me abstuve de consumir drogas y alcohol. También era el momento perfecto, ya que poco antes recibimos la noticia de que Crystal esperaba una hija nuestra.

Pero luego vino otra gira de un mes por Europa. Crystal me rogó que no fuera, pero no podía defraudar a la banda. Le prometí que iría, haría mi trabajo y volvería a casa sin que hubiera fiestas. Estaba seguro de ser lo suficientemente fuerte como para resistir cualquier tentación. Pero pronto entendí que aunque mi espíritu estaba dispuesto, mi carne era débil (Mateo 26:41).

No tenía mucho tiempo en Europa cuando ya me atragantaba de alcohol. Llamé a casa en un enojo y me desquité con Crystal. Devastada, puso el altavoz del teléfono para que mi madre, que estaba en nuestra casa por una reunión de venta de productos de belleza, escuchara a su agresivo hijo. Mamá finalmente vio la magnitud de mi quebrantamiento y el sufrimiento por el que hacía pasar a mi familia.

Entendí lo que había hecho cuando me desperté a la mañana siguiente. No podía sentirme más bajo, especialmente después de escuchar un mensaje de voz de mamá. Dejó bastante en claro su decepción con respecto a mí y su apoyo a Crystal. La culpa y la vergüenza me ahogaban.

Había arruinado todo de nuevo. Había defraudado a todos, incluyendo a Dios. El miedo y el remordimiento me decían que no merecía el amor de nadie.

Luego, en mi habitación de hotel, grité: “Dios, si existes…si eres quien dices ser…si puedes mostrarme que estás allí, le pondré fin a esta vida. Me alejaré de todo y nunca miraré hacia atrás”.

Al día siguiente, me subí al autobús turístico y me acomodé para iniciar un viaje de ocho horas por España. Unas horas después, me quité los auriculares, dejé el libro que leía y miré por la ventana. El conductor de nuestro autobús comenzó a revisar las estaciones de radio y se detuvo en una canción que me llamó la atención.

La letra era diferente a la de las canciones que yo escuchaba. Describían mi estado en ese momento: aprisionado, indigno, lleno de vergüenza y remordimiento. Pero también prometían libertad y decían que no estaba obligado a ser quien solía ser. Era como si el compositor hubiera escrito esa canción sobre mí y para mí.

Esa noche, busqué la canción. Era “Redeemed” de Big Daddy Weave. La escuché varias veces, con la seguridad de que Dios se me estaba mostrando mediante la letra de esa canción. Llamé a mi esposa, y le dije que dejaría la banda y volvería a casa. Mis compañeros no compartieron su emoción. A partir de ese momento, no miré hacia atrás.

Lo primero que hice cuando regresé fue pedirle perdón a mi familia. La había lastimado de muchas maneras. Unos días después, me arrodillé y entregué mi vida a Dios.

No tenía idea de con qué palabras orar, pero ofrecí todo lo que tenía, lo que era un sincero pedido de ayuda. Estaba cansado de ser quién era, de lastimar y decepcionar a mi familia y a mí mismo. No estaba seguro de si había algo utiliza­ble en mí, pero si lo había, Dios podía tomarlo.

Mientras oraba, se me quitó un peso y por fin sentí que podía respirar. Eso fue el 10 de junio de 2012. Tenía 33 años.

Durante los siguientes seis meses, me concentré en mi relación con Dios y mi familia. Mi meta era ser mejor esposo, padre e hijo. Descubrí una nueva pasión por componer música basada en la fe, pero no la interpretaba para nadie.

Crystal me animó a ir con ella a una prisión local para compartir mis nuevos temas y nuestra historia con mujeres encarceladas. Me negué, pero ella no aceptaba un no por res­puesta. La siguiente vez que fue, me ins­cribió y ordenó ir. Arrastré a Robby, el guita­rrista que me había hecho volver a la iglesia, para que me acompañara a esa prisión.

Parado frente a esas damas, estaba muerto de miedo al cantar mi tema “Washed Clean”. Sentí que no tenía nada valioso que ofrecerles. Pero pronto entendí que no importaba lo que yo tuviera para dar, sino lo que Dios haría a través de mí. Todo lo que necesitaba era mi disposición para ponerme de pie y ser Su herramienta.

Al finalizar mi canción y testimonio, oré por esas mujeres. Cuando abrí los ojos, me sorprendió ver a 35 de ellas de rodillas, entregando sus vidas al Señor. Robby y yo estábamos llorando.

Fue un momento de una redención increíble para mí. Después de todo lo que había hecho, fácilmente podía estar cumpliendo una condena en prisión.

Estando allí, escuché a Dios hablar con claridad por primera vez. Decía: “Estas son las canciones, estas son las personas, estos son los lugares, esta es la música que tengo para que compongas”.

Desde entonces, he asumido ese llamado y hago canciones sobre el amor redentor de Dios. Él ha abierto puertas, y usado mi vida y mi música de maneras que yo nunca habría soñado (Efesios 3:20).

Al cantar para Dios y responder a mi voca­ción, sea la que sea, me siento cómodo conmigo mismo. Ya no siento que deba ser ese hombre, una estrella del baloncesto o una leyenda del rock. Puedo ser quien fui creado para ser, una voz para que la gente conozca la bondad de Dios. No hay nada más liberador.

Para alguien como yo, que ha cometido tantos errores y continúa haciéndolo, es refrescante saber que las oportunidades de Dios nunca se agotan. Durante años, me castigué cada vez que me equivocaba, creyendo erróneamente que el Señor esperaba que fuera perfecto.

La verdad es que Dios y Su Hijo, Jesús, son los únicos perfectos. Dios sabía que todos necesitaríamos ayuda para hacer las cosas bien en esta tierra. Por eso, envió a Su Hijo a morir por nosotros (Juan 3:16). Dios no busca perfeccionistas; desea personas que lo busquen a Él con pasión.

Por estos días, estoy aprendiendo a ser un poco más amable conmigo mismo. No me malinterpreten; no me propongo equi­vocarme, pero inevitablemente lo hago. El apóstol Pablo tenía este mismo problema. (Ver Romanos 7:15–25).

Solía deprimirme y reprenderme durante horas, a veces días, cuando eso sucedía. Pero eso no es lo que Dios desea. Pagó un precio demasiado alto como para permitirme revolcarme en la vergüenza y la autocompasión. Lo que Él quiere es que me levante y corra de regreso a casa con Él, donde podré recibir Su regalo de perdón y otra oportunidad.

Las personas a menudo retrasan recibir el perdón del Señor porque piensan que están demasiado lejos de él. Algunas creen que deben tener todo bajo control antes de que Él las acoja. Pero no es así como Dios obra. Él nos recibe tal como somos, desastrosos y demás. El Señor se mostrará a cualquiera que se atreva a buscarlo. (Ver Mateo 7:7–8, Santiago 4:8).

Si usted es una persona que una y otra vez se equivoca, no pierda la esperanza. Dios no está sentado en Su trono en el Cielo con los brazos cruzados, asqueado de usted. Él no se arrepiente de haber ido a la cruz por nosotros. Dios va tras Sus hijos, sin importar cuán lejos o qué tan rápido corran. No se da por vencido con nosotros. Nunca lo hará.

Yo hui como el hijo pródigo durante 15 años, desperdiciando todo lo que mi familia y Dios me habían dado. (Ver Lucas 15:11–32). Pero todo el tiempo, el Señor tenía un plan para que este rebelde desenfrenado se redimiera, y con Su amor fue tras de mí.

Desde el principio, Dios vio algo en mí que yo no podía ver. Incluso cuando yo no lo sabía, Él estaba allí, guiándome. Gracias a Él, ahora puedo pararme frente a mi desorden y sonreír. Dios ha tomado todos los trozos de mi vida y ha hecho algo hermoso con ellos para Su gloria.

Y hará lo mismo por usted.

No importa lo que haya hecho, no importa cuántas oportunidades haya desperdiciado, no importa qué tan rápido y lejos haya huido… No es el fin. Dios no ha terminado con usted. Él es el Dios de las oportunidades. Y en este momento, está extendiendo Su mano hacia usted. Tómela. Yo soy la prueba de que el Señor da la bienvenida a cualquier rebelde que vuelva a casa.

 

 

Zach Williams es esposo, padre y uno de los principales artistas de la música cristiana contemporánea, con dos premios Grammy en su haber. A través de su música, Zach ayuda a los demás a descubrir el amor y la gracia de Dios. Su libro, Rescue Story, narra su viaje de vuelta con su Padre celestial y está ampliamente disponible para su compra. Visite zachwilliamsmusic.com.