Mi madre siempre y sin ocultarlo prefirió a mi hermana. Sin embargo, nunca me enojé con esta última. La amaba y, de adulta, en su momento le salvé la vida. En cuanto a mi padre, sabía que me quería, pero rara vez estaba en casa, y su ausencia por trabajo le quitaba calidez a su cariño.
Tampoco estaba resentida por el favoritismo y rechazo de mi madre, aunque sí me dolía su falta de amor. De algún modo, mi joven corazón estaba de acuerdo con lo que imaginaba que ella creía: que yo era insignificante, sin atractivo e inaceptable. No encajaba en el círculo de sus afectos.
Aprendí a ponerme una máscara con la esperanza de ganarme su aprecio. Me convertí en una pequeña artista. Canté mi primer solo de “Noche de paz” en español durante mi graduación de jardín de infantes sin una pizca de miedo escénico. La atención y los aplausos alimentaban mi deseo de ser vista y aceptada, de ser amada.
Ganar reconocimiento fuera de casa hizo que mi madre me valorara un poco. Podía ver que estaba orgullosa de mí a medida que progresaba en el teatro y la oratoria. Me aceptaron en una de las mejores universidades de arte dramático.
La gente decía que tenía talento, pero el día de mi primera audición universitaria, me paralicé. Los pensamientos negativos asaltaban mi mente. No perteneces aquí. Nunca te aceptarán. No te necesitan. No sabes nada.
Les presté atención a esas voces y salí del auditorio sin postularme para una sola obra. Derrotada, comencé a fumar marihuana e ir a clases por inercia. Además, me volví promiscua. Estaba tan ansiosa por llamar la atención que regalaba mi cuerpo a cambio de nada.
Dejé los estudio dos años después cuando un chico me pidió que me mudara con él. Imaginen el dolor de mi padre cuando se enteró de cómo había desperdiciado mi herencia, mi propia persona y las oportunidades que se me habían brindado. Pero al igual que el padre de otra alma joven y tonta que está en la Palabra de Dios (Lucas 15:11–32), el mío simplemente me amaba.
A los 20 años, por fin dejé a ese hombre. Me puse a trabajar de camarera y me mudé a un apartamento tipo estudio en el centro de la ciudad. Papá se sintió aliviado. Un día, me sugirió: “¿Por qué no pruebas con la radio? Hay un programa vocacional aquí que hice a tu edad. Incluso salí al aire en Paducah, Kentucky. Tienes una gran voz. ¡Vas a estar fantástica!”.
Intentaba lograr esa meta cuando conocí a un joven en el restaurante donde trabajaba. Me cubrió de poesía y flores, me dijo que me amaba y que nos casaríamos. Yo también lo quería.
Vivimos juntos hasta que yo completé mis estudios. Conseguí un empleo en una radio de una población cercana y pasé un año volviendo a casa con él los fines de semana. Y entonces surgió una oportunidad: me contrataron en las Ciudades Gemelas, una plaza importante. A los 23 años, se materializó mi relanzamiento.
Tres meses después, quedé embarazada. Al principio no me preocupé mucho; seguramente, nos casaríamos. Pero un día mi prometido me dijo con naturalidad: “No es el momento. Aborta, y lo intentaremos de nuevo más adelante”.
Otros me aseguraron que era la mejor decisión. Ni siquiera me pregunté qué quería. Al igual que en aquella audición, me paralicé al imaginar la vergüenza de estar soltera y embarazada. Pero a estas alturas, sabía interpretar el papel y apegarme al guion.
Me desconecté de mi mente y emociones ese trágico día, pasé por ese drama como si le estuviera sucediendo a otra persona. Estuve tranquila hasta que una asistente me tomó de la mano cuando el procedimiento estaba por empezar y me preguntó si estaba bien. Su pequeño gesto me despertó y supe que lo que estaba a punto de ocurrir estaba mal.
Al imaginar a mi prometido en la sala de espera, no sentí nada más que odio. Pero luego me vi quedándome con este niño, siendo una madre soltera obligada a trabajar. No puede ser.
Sintiéndome completamente sola y abandonada a ese destino no deseado, asentí con la cabeza a la mujer y le dije: “Estoy bien”.
Quitarle la vida a mi hijo tomó solo un momento, pero he vivido con eso desde entonces. Más tarde esa noche, tomé mi propia mano en un intento desesperado por recordar la única bondad que había recibido ese día. No encontré consuelo.
Desesperada por tener aprobación y propósito, recurrí a la radio como un escape y una fuente de redención. Me entregué al oficio, que amaba, y escalé posiciones sin ningún tipo de castidad en mi estilo de vida.
A los 28 años, tuve un deseo urgente de ser madre. Conocí a un hombre y me casé con él nueve meses después. Éramos cristianos solo de nombre y no entendíamos el amor de Jesús ni la cruz. Tampoco nos comprendíamos entre nosotros ni teníamos la fe para resolver nuestros problemas matrimoniales.
Pese a nuestros defectos, Dios nos concedió dos hermosos hijos, pero después de ocho largos y difíciles años, nos divorciamos. Sus problemas y mi codependencia nos dejaron a ambos sin esperanzas.
Ese fracaso me llevó a un grupo de apoyo, en el que me hice amiga de una mujer que me habló del amor incondicional de Dios y el regalo del perdón. Me indicó que, a pesar de que Jesús conocía cada detalle de mi vida, siempre me había amado y me había abierto un camino hacia la sanidad (Romanos 5:8).
Ella me mostró 1 Juan 1:9: “Si confesamos nuestros pecados a Dios, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (NTV). Y mi amiga luego dijo que el Señor me amaba tanto que igual habría enviado a Jesús a morir por mí…aunque yo fuera la única persona que necesitara salvación (Lucas 15:4).
Me cautivó la idea de un amor así. ¿Podía existir? ¿Cómo sería ese Jesús?
Reflexioné sobre esas preguntas durante semanas hasta que un día, finalmente cedí y creí en lo que mi amiga insistía: Jesús me ama porque eso es lo que Él es: amor.
En la fe, recibí Su regalo de amor y perdón. Hallé consuelo al saber que Dios era mío y yo, Suya. Yo le pertenecía (Juan 1:12; 1 Juan 3:1).
Poco después de eso, conocí a mi esposo Bruce, quien también se había divorciado recientemente. (Podemos leer su historia en la página 22s). Asistíamos a su iglesia, donde me instruyeron en mi nueva fe. Allí descubrí la verdad y la belleza de la Palabra de Dios, que cobró vida en mí (Hebreos 4:12).
Pero durante los primeros 10 años después de que mi fe se hiciera real y más de 20 años luego de mi aborto, me guardé el oscuro secreto de esa pérdida. No imaginaba que mis nuevos amigos, que parecían tan religiosos y rectos, me aceptarían si sabían de mi pasado.
Estaba atrapada en el sufrimiento mundano, un callejón sin salida de remordimiento y dolor. Lo que necesitaba era una tristeza divina que me condujera al arrepentimiento (2 Corintios 7:10). Descubrí ese dolor en un retiro de discipulado en 2001, en el que me desafiaron a imaginarme a mí misma en la crucifixión de Jesús y preguntarme quién representaba mejor el estado de mi corazón. ¿Las mujeres que lloraban? ¿La multitud enojada? ¿Pilato? ¿La esposa de Pilato? (ver Mateo 26–27; Marcos 15; Lucas 23 y Juan 18–19). Decidí que era más como los guardias que apostaron por el manto de Jesús.
Yo codiciaba ese manto para mis propósitos: aumentar mi valía y valor ante los demás. El peso de mi egoísmo me puso de rodillas y dije llorando: “Te he crucificado, Jesús, y lo siento mucho. No quiero que sufras por mis errores”.
Mi corazón se rompió al pensar en la valentía de Cristo, que dio Su vida por nosotros. Me dio el coraje para cruzar una línea y declararme responsable de todo. Esperé un largo rato, esperando ser juzgada, pero en cambio, escuché al Señor susurrar en lo más íntimo de mi ser: “Ahora di a los demás que los amo”.
“Pero, Señor”, contesté, “¿después de todo lo que he hecho?”. ¡No era digna de hablarles a otros acerca de Él!
“Sí”, afirmó. “Entiendes la profundidad de mi amor. Anda. Diles que los amo”.
Por primera vez, me di cuenta de mi valor ante los ojos de Dios. En toda mi vida, nunca me había sentido amada. Pero ahora lo veía: merecía contarles a otros del amor de Jesucristo (un afecto muy valioso) porque lo había experimentado.
Al día siguiente, una mujer me relató que había perdido un hijo por un aborto. Ya sin vergüenza, le dije que yo también me había hecho uno. Lloramos juntas mientras el milagro de la gracia nos inundaba y nos aseguraba que Jesús contenía a nuestros hijos en el Cielo.
Desde entonces, Dios me ha permitido compartir Su amor en muchos lugares y con muchas personas, incluso en retiros de fin de semana organizados en prisiones a través del ministerio Kairos Prison.
Con el paso de los años, el Señor ha seguido sanando las heridas de mi pasado, incluyendo mi relación con mi madre. Dios me dio el regalo de cuidarla al final de su vida, un tiempo durante el cual ella me reveló cómo se había visto obligada a abortar con tan solo 17 años. Seis décadas después, aún la afectaba en lo más profundo de su ser el trauma de enterrar a su hijo, sola y asustada.
Mucho más adelante, Dios me indicó que el rechazo de mi madre hacia mí podía reflejar su decepción al no recibir un hijo para reemplazar al que había perdido cuando era una adolescente temerosa y desesperada. Cargada de compasión, la perdoné por completo. Hoy, espero con ansias nuestro bendito reencuentro en el Cielo.
Poco después de la muerte de mamá, me convertí en donante de riñón en vida en beneficio de mi hermana. Mediante ese acto, pasé de ser una persona que había quitado una vida a una que dio un regalo que salvó otra.
Muchas mujeres y hombres han confesado su participación en abortos, especialmente en cárceles y prisiones. Anhelan la gracia, el perdón y la sanidad de Dios, pero les cuesta recibirlos porque se aferran a su sufrimiento y vergüenza como una forma de no dejar ir a pequeñas vidas que partieron demasiado pronto. Es lo único que tienen. Otros piensan que hundirse en la vergüenza honra al niño que lastimaron.
Pero esa no es la voluntad de Dios. Hacer esas cosas nos lleva a rechazar la gracia y misericordia del Señor, y nos mantiene en un ciclo de autocastigo constante. Ese dolor no es el plan de Dios para ninguno de nosotros. Él pagó por todos nuestros pecados, incluso el del aborto, en la cruz (Romanos 3:21–31). También abrió un camino para que volvamos a ver a nuestros hijos en el Cielo. Si creemos en Jesucristo, tenemos el regalo de la eternidad junto a nuestros pequeños. Podemos llorar con esperanza.
Si usted ha estado cargando el peso de la vergüenza, el arrepentimiento y el dolor por un aborto, o cualquier otra acción, lo animo a que lo ponga, de una vez por todas, al cuidado del Señor. Reciba Su presente de misericordia y gracia.
Usted es merecedor de perdón y amor, ¡pase lo que pase!
Kim Ketola es capellana y defensora de la postura provida. Es una escritora y locutora galardonada cuya experiencia trasmite a los heridos por el aborto. La segunda edición de su libro, Cradle My Heart, Finding God’s Love After Abortion, está disponible en Amazon. Obtenga más información en cradlemyheart.org.