sufrimientos,

“Y (nos regocijamos)…en nuestros sufrimientos, porque sabemos que el sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter, esperanza” (Romanos 5:3–4).

La llamada del médico llegó a una hora fuera de lo convencional y con malas noticias. Una biopsia del gran fibroma que me habían extirpado días antes en una histerectomía total había revelado un cáncer.

No recuerdo mucho la conversación. Colgué el teléfono en shock. ¿Cáncer? Qué locura. Solo tengo 43 años. Estoy sana. Tiene que ser un error.

Mi esposo, Sean, y yo nos pusimos a orar de inmediato. No sabíamos a qué nos enfrentábamos, pero confiábamos en que Dios lo tenía bajo control. Su intervención divina ya me había salvado de otras malas situaciones. El cáncer solo sería algo más a lo que el Señor me sometería para Su gloria.

Una segunda biopsia confirmó que tenía sarcoma endometrial estromal de alto grado estadio 4, una forma de cáncer uterino agresiva y rara que, según lo que se sabe, se propaga rápidamente. La cabeza me dio vueltas cuando me llevaban a una segunda cirugía, esta vez para extirparme los ovarios.

Luego vino el pronóstico sombrío: pocos pacientes con ese grado y estadio sobrevivían más de un año. Me aferré a mi fe y me negué a aceptar la noticia. No soy como la mayoría, Dios está de mi lado.

Comencé la quimioterapia, optimista y decidida a creer en el buen plan del Señor para mí. ¿Cómo no iba a confiar en Él? Seis años antes de este diagnóstico de cáncer, Dios había sacado mi existencia de un hueco. Había perdido casi dos décadas por las pastillas y el alcohol llevando una vida frenética en Las Vegas.

Mi adicción había consumido mi mundo y me había robado lo que más amaba: mis dos hijos. Perdí su custodia después de dar positivo en las pruebas de drogas ordenadas por la corte, y me sentía abrumada por la culpa y la vergüenza. Aun así, seguí arrastrándome por el lodo para reunir desesperadamente lo que me permitiera mantener mi consumo diario. De no haber sido por la intervención de Dios, no habría sobrevivido.

Cuando finalmente decidí recuperar la lucidez, el Señor me llevó directamente de un centro de desintoxicación de Las Vegas a una cama de Phoenix Rescue Mission (PRM), un programa de recuperación basado en la fe de largo plazo, ubicado cerca de mi madre y mi hermana en Arizona. Ingresé el 10 de agosto de 2017 y comencé mi camino con Jesús.

Estar rodeada de personas de fe era intimidante. Todos parecían entender la Biblia y tener resuelta su relación con Dios. Aún no entendía bien el asunto con el Señor. Había ido a la iglesia muy pocas veces.

Entregarle mi vida a Dios y confiarle los detalles fue un proceso lento. Yo era terca y dura de corazón, pero Dios fue paciente. Hice preguntas y oré para poder entender. Quería superar mi incredulidad (Marcos 9:23–24).

También oré por mis hijos y los puse al cuidado del Señor. Sabía que tenía que convertirme en una versión más saludable de mí misma si quería llegar a tener una relación con ellos.

Con el tiempo, el Espíritu Santo me ayudó a sanar mi corazón y mi mente, y a liberarme de mis adicciones. En 2018, completé el programa de Phoenix Rescue Mission con mujeres increíbles y piadosas que aún son mis mejores amigas.

Liberarme del poder de las drogas y el alcohol me abrió un mundo nuevo. Me esforcé para recuperar el privilegio de estar en la vida de mis hijos. Hice mi parte y confié en que Dios haría lo que solo Él podía.

Salir con alguien era lo último que buscaba, pero Dios trajo justo a quien necesitaba en el momento adecuado. Vi la cara de mi futuro esposo por primera vez en una parrillada de alumnos de PRM. Sean era egresado y miembro del personal del programa para hombres. Su carácter y fe eran fuertes. Salir con él era fácil porque no era un caos; me sentía segura. Cuando a los seis meses me propuso matrimonio, acepté.

Entonces llegó la pandemia. Mientras el mundo se sumergía en el miedo y la incertidumbre, Sean y yo aprovechábamos el tiempo de calidad que compartíamos como recién casados y planeábamos nuestro futuro.

Sentía tanta libertad y satisfacción. Tenía un esposo creyente, una relación restaurada con mis hijos y mi familia, y un futuro brillante. Daba gracias a Dios a diario por esta hermosa perspectiva.

A principios de 2022, me sentí un pequeño bulto y fui al médico. Tras un examen, me dijo que no tenía nada. Sintiéndome tonta y avergonzada por hacerle perder el tiempo, ignoré la protuberancia y su tamaño creciente. ¡Basta! Me dije en tono de regaño. Harás el ridículo si vas al médico. Es una contractura, no hay de qué preocuparse.

Sean y yo celebrábamos nuestro tercer aniversario cuando unos dolores horribles me llevaron a una sala de emergencias. Los exámenes mostraron una enorme masa que cubría todo mi aparato reproductor, que es lo que me condujo a la histerectomía, la biopsia y el sombrío diagnóstico.

Confiando en que Dios me sanaría, me acerqué a Él con valentía, pidiéndole misericordia y gracia (Hebreos 4:16). Otras personas también oraban, pero en lugar de mejorar, solo empeoraba. Un dolor insoportable requirió otra cirugía para extirparme más tumores.

Como mi estado no mejoraba, sentí que Dios me traicionaba y abandonaba. Mis oraciones se convirtieron en sesiones de gritos furiosos, y exigía respuestas. ¡Señor, merezco saber por qué sucede esto! ¿Cómo puede ser Tu voluntad que yo muera? ¿Cómo se supone que acepte eso?

Cansada de orar y angustiada, dejé de hablar con el Señor por completo. Igual no creía que me estuviera escuchando.

Esa actitud empeoró las cosas porque apareció la culpa. Allí estaba yo, una cristiana sin siquiera media semilla de mostaza de fe (Mateo 17:20). Me sentía una hipócrita.

No sabía cómo debía sentirse o actuar alguien con cáncer, pero estaba segura de que yo no lo hacía bien. No quería que nadie me juzgara por vivir como si estuviera agonizando, pero eso era justo lo que hacía. La negatividad y el temor me llevaron a un estado oscuro. Me aislé y alejé a los que me amaban. Dejé de intentar disfrutar de la vida. Y me preocupaba de un modo terrible lo que le pasaría a mi familia si moría.

Ya casi se había cumplido el año, el lapso en el que se esperaba que ya no estuviese viva. Me asustaba cada cita con el médico, pues siempre esperaba malas noticias.

Y entonces sucedió.

El médico me miró y dijo: “Misty, eres un milagro andante. La mayoría no supera un año como el que has vivido”. Nunca había visto a alguien con mi diagnóstico sobrevivir más de un año, pero mis tumores se estaban reduciendo. ¡El cáncer respondía al tratamiento! Aun así, no me dio garantías. Solo me dijo que debía continuar con un tratamiento agresivo y aprovechar el tiempo que tenía.

En mi corazón se encendió una chispa de luz, que disipó la oscuridad. Ni las circunstancias ni el diagnóstico habían cambiado, pero yo seguía aquí. Iba a valorar y disfrutar del tiempo que me quedara lo mejor que pudiera.

Pero primero tenía que arreglar las cosas con Dios. Dejé de agitar mi puño hacia Él exigiéndole respuestas y comencé a hablarle como a un amigo. Le hice mis preguntas humildemente y le pedí paz en mis circunstancias.

Simplemente no podía entender por qué el Señor me había salvado de vivir en un hueco, solo para hacerme enfrentar un cáncer. ¿Por qué no me había sanado aún? Todavía creía que Él podía lograrlo. Después de todo, ya había acabado con mi adicción, restaurado mis relaciones y ayudado a superar muchas cosas.

Al comenzar a releer la Biblia, el Señor me recordó el sufrimiento que Su Hijo había soportado en la cruz por mí (Hebreos 12:2–3). Si Jesús sufrió mientras estuvo en esta tierra, ¿cómo podía esperar yo salir ilesa? Jesús mismo nos dijo que las dificultades son inevitables (Juan 16:33).

Ahora, con el espíritu más tranquilo y dispuesta a escuchar a Dios, me sentí más conforme. No aceptaba la muerte; elegía la vida. Todavía respiraba, lo que significaba que Dios aún no había terminado conmigo.

El mundo no se había terminado. Era hora de que volviera a vivir.

La realidad es que mi vida estuvo llena de milagros antes y durante mi batalla contra el cáncer. Era el momento de fijarme en esas bendiciones y dar gracias a Dios por ellas.

Eso es lo que me hace seguir adelante. Me ayuda a superar la duda y la frustración, incluso ahora que mi lucha no ha terminado. Así que quiero compartir algunas de esas bendiciones con usted.

La presencia de Dios encabeza la lista. El Señor estuvo conmigo mucho antes de que lo conociera y nunca me ha abandonado. Él me ha consolado y fortalecido en cada cirugía, hospitalización y sesión de quimioterapia. Lo único que tenía que hacer era acoger al Señor en mi situación y caminar a través de la oscuridad de Su mano.

Su lealtad es otra bendición. Incluso cuando lo ignoraba, le gritaba, le aplicaba la ley del silencio o hacía un berrinche, nunca me daba la espalda. Su amor no tiene fin (Lamentaciones 3:22–23).

Como medida adicional, el Señor puso en mi camino a personas maravillosas y leales, que me ayudaron a encarar los altibajos del cáncer. Sin importar cuánto tratara de alejar a algunas, permanecieron a mi lado, incluyendo a mi madre y mi hermana, que me han dado su amor en todo momento.

Mi maravilloso esposo ha sido el más paciente y amoroso de los cuidadores, y el mejor animador y amigo que alguien pueda tener. Dios sabía lo que se venía y me dio a una persona especial con quien hacer ese viaje.

La provisión de Dios es otra bendición. Sean y yo no hemos deseado ni necesitado nada (Filipenses 4:19). El Señor ha provisto un seguro y atención médica excelentes, un techo sobre nuestras cabezas, comida en nuestros estómagos y dinero para pagar nuestras cuentas. No ha pasado por alto ni el más mínimo detalle.

No sé qué me depara el futuro. Todavía estoy en plena batalla, pero estoy tranquila porque tengo a Dios. Él es el Príncipe de Paz (Isaías 9:6). Él tiene el futuro, y agradezco que mi vida esté en Sus manos. Me tiene sujeta con firmeza, y no me soltará hasta que llegue sana y salva a mi hogar eterno. Confío en Su plan y Su tiempo, y espero encontrarme con mi Señor y Salvador cara a cara. Solo Él sabe cuándo será.

El Señor no está obligado en lo absoluto a responder a mis preguntas y he aprendido a aceptar eso. Él es Dios; Yo no. Por lo tanto, confiaré en Su lealtad y Su promesa de luchar por mí (Éxodo 14:14).

Mientras tanto, me niego a perder un minuto más. Estoy decidida a disfrutar de mi vida y de las personas que la habitan en la medida en que mis fuerzas me lo permitan, sin importar lo difícil que sea. Seguiré dando gracias al Señor por todo lo que ha hecho por mí. Y ya no viviré como si estuviera agonizando. Trataré cada día como un milagro, porque eso es precisamente lo que es.

 

Misty McGee era esposa, madre, e hija del Rey Altísimo. Esperaba que, al contar su historia personal, otros buscaran bendiciones diarias en sus vidas, incluso frente a la adversidad.

 

TRIBUTE

El 31 de agosto de 2024, Misty partió a casa para estar con el Señor. Alabó a Dios hasta su último aliento mientras disfrutaba de un valiosísimo tiempo con sus familiares y amigos. Hoy Misty nos anima desde el Cielo, donde ahora es plena y libre. Te honramos, Misty, y decimos: “Buen trabajo”. Gracias por alentarnos con tu testimonio de fe. ¡Nos vemos pronto!