“Si quieres romper conmigo, lo entenderé”, dije, mirando su rostro en busca de cualquier señal de que quisiera hacerlo.

Kim no se merecía lidiar con mis problemas. Ya había pasado por un matrimonio difícil y un divorcio. Y ahora, ahí estaba yo, causándole más dolor.

“Anoche estrellé mi auto después de beber de más”. Para mi sorpresa, no me gritó ni se fue. En cambio, me escuchó con atención y me dio su gracia en vez de abandonarme.

Alguien definió la gracia como recibir algo bueno que uno no merece. Es una idea compleja y un regalo a veces difícil de aceptar. Siempre le agradeceré a Kim haberme dado ese inmerecido presente de amor, perdón y aceptación después de mi falta.

No era la primera ni la segunda vez que me salvaba de las consecuencias de conducir ebrio. Por suerte, sería la última.

Mi primer accidente ocurrió en mi último año de secundaria cuando salí de fiesta con algunos chicos mayores que yo. El segundo, ya con más de 20 años, se produjo al final de un día de bebida en un picnic de una empresa. Y el último, un volcamiento, pasó al final de una noche de tragos con un amigo.

Quien me conocía jamás habría adivinado que tenía problemas de bebida. Ninguno de los incidentes anteriores había terminado en arresto o una multa por conducir bajo los efectos del alcohol, así que nadie estaba al tanto. Hacía bien el papel de buen muchacho, trabajador y religioso, que, además, era un hijo primogénito responsable y capaz.

Sabía lo que debía hacer porque lo había visto de niño. Tuve padres amorosos que nos llevaban a mis hermanos y a mí a la iglesia todas las semanas. También nos inculcaron una excelente ética de trabajo. Mamá se encargaba de cuidar de los niños en casa mientras papá trabajaba intensamente hasta tarde para mantener a su familia.

Sin embargo, después de la iglesia, a menudo visitábamos a nuestras muchas tías y tíos. Allí, veía el modelo de otra cosa: los hombres se reunían para beber cerveza y emborracharse. Para mi pequeña mente, eso era lo que hacía un hombre.

Las cosas cambiaron para mi hermano, Mike, y para mí cuando nuestro hermano, Brian, nació con síndrome de Down. Ahora, no me malin­terpreten, amaba a mi hermano, quien me enseñó el valor de cada vida. Pero al mismo tiem­po, sentía que habíamos perdido a nuestra madre. Yo tenía diez años.

Ella estaba muy ocupada, así que aprendí a negar mis emociones. Cuando era adolescente, descubrí que beber me ayudaba a evadirme de mis sentimientos negativos. También me daba una sensación de pertenencia. Mis padres ignoraban todo.

Después de que me confirmaran en la iglesia a los14 años, dejé de ir a los servicios con regularidad. Y cuando obtuve mi licencia de conducir, empecé a trabajar los domingos para no asistir en absoluto.

¿Qué importaba? Sentía que ya tenía todos los requerimientos de fe para llegar al Cielo. No tenía idea de lo que decía la Biblia sobre ser cristiano, un seguidor de Jesús, o cómo tener la vida eterna. No entendía el regalo de la gracia de Dios, lo que significaba tener una relación con Jesús, o por qué debía querer o necesitar tenerla.

Años más tarde, en la universidad, conocí y me casé con mi primera esposa. Ella estaba estudiando medicina. Queríamos tener hijos, pero sabíamos que su trabajo lo dificultaría. Cuando nació nuestro hijo, acepté quedarme en casa para cuidarlo. Cuando tuvimos a nuestra hija, nuestra familia parecía completa.

Me encantaba ser un padre presente, pero no me daba cuenta de que había problemas importantes en mi vida. Para empezar, incluso después de dos accidentes automovilísticos, no se me había ocurrido que bebía demasiado. Tampoco veía que tenía dificultades matrimoniales.

En 1988, un par de años después del nacimiento de nuestra hija, mi esposa y yo nos divorciamos. Yo me acercaba a los 40 años, comenzaba de cero y negociaba un acuerdo de custodia compartida. Esta nueva situación afectó a nuestra familia. Pero en medio de esos retos, comencé a darme cuenta de lo sagrado del matrimonio, y de mi necesidad de Dios y una compañera cristiana.

Cuando los niños tenían siete y cinco años, fueron a una escuela bíblica de vacaciones (VBS, como se le conoce en inglés). Les encantaba: jugaban, hacían manualidades y aprendían sobre Dios. Regresaban a casa queriendo que los bautizaran.

Yo tenía años sin ir a la iglesia, quizás solo por una boda o un funeral, pero acepté lo que pedían. A la semana siguiente, los bautizaron en la iglesia donde mi hija cursaba preescolar. Comenzamos a ir juntos a los servicios.

En 1991, en una fiesta de Navidad, unos amigos en común me presentaron a una dama llamada Kim. Nos identificamos gracias a experiencias compartidas y nos ayudamos a recuperarnos de nuestros respectivos divorcios, criar a nuestros cuatro hijos y cultivar nuestra fe. Al poco tiempo, nos casamos.

Educábamos a nuestros niños en la iglesia y desempeñábamos varios roles allí. Pero ninguno de los dos tenía una relación perso­nal con Dios. Sí, ambos habíamos profesado que Jesús era nuestro Salvador, pero no lo conocíamos como Señor de nuestras vidas. Para mí, la fe todavía significaba obedecer las reglas y ser una buena persona. Dios aún no había transformado mi corazón.

Casarse por segunda vez es complicado, aunque se tenga todo el amor del mundo. Llevar una familia mixta, sostener dos carreras profesionales y lidiar con asuntos pendientes de matrimonios anteriores crea tensiones que pueden amenazar hasta los vínculos más fuertes.

Llevábamos alrededor de ocho años juntos cuando a Kim y a mí nos invitaron a un retiro en nuestra iglesia. Durante el fin de semana, nuestra fe de repente se volvió real y personal.

Finalmente entendimos que nuestra posición ante Dios no dependía de nuestras buenas obras, servicios o asistencia a la igle­sia. Solo se basaba en lo que Jesús había hecho por nosotros (Efesios 2:8–9). A través del Espíritu Santo, Dios nos ayudó a descubrir la verdad de Su gracia y nos liberó de distintas emociones que nos impedían avanzar con Él.

En mi caso, eran el orgullo y la ira. Kim se liberó de la culpa de un aborto que había tenido antes de conocernos. (Lea su historia en la página 19s).

Poco después, nos invitaron a servir en el ministerio Kairos Prison. Los líderes me pidieron contar a los encarcelados lo que significaba ser cristiano. Hablé de mi pasado como hijo pródigo y mi actitud superficial ante la fe. También conversé de mis tres accidentes de auto por la bebida, con cuidado de señalar que no era alcohólico ni nada así.

Un miembro del equipo me llevó a un lado en silencio y me dijo: “Bruce, tienes un problema. Incluso un solo accidente relacionado con el alcohol es una gran señal de alerta. Por favor, no te arriesgues a que eso vuelva a suceder”.

Dios usó sus palabras para mostrarme mi pecado y convencerme de que dejara de beber. Pero no fue fácil. Mi trabajo corporativo implicaba grandes cantidades de alcohol, cigarros y clubes de estríperes. ¿En parte no se basaba mi éxito profesional en mi capacidad para integrarme al grupo?

Recordé a un jefe de años anteriores que había señalado a un compañero de trabajo diciéndome que era cristiano. Ese hombre no bebía ni participaba en las actividades extracurriculares. Pensé que si él podía soportar la presión, yo al menos podría intentarlo.

Comencé a estudiar la Biblia con más ahínco. En lugar de leer un breve devocional, cerrar el libro y seguir mi camino, me sumergía en las Escrituras para buscar, con la ayuda de Dios, su significado.

Cuando leí la sabiduría de Efesios 5:18, me la tomé en serio. Dice: “No se embo­rrachen con vino, porque eso les arruinará la vida. En cambio, sean llenos del Espíritu Santo” (NTV). Dejé de beber por completo.

También dejé de ir a clubes de estríperes para hacer reuniones de trabajo y evité las películas con clasificación R después de leer Mateo 6:22–23. Me reveló que el ojo es la lámpara del cuerpo, lo que quería decir que lo que veía influía en mi vida.

Establecer esos nuevos límites me mantuvo bajo la luz del amor de Dios y fuera de la oscuridad. Me acerqué más al Señor y me alejé de mi antiguo yo mientras armonizaba mi vida con Su Palabra. Kim experimentaba lo mismo y nuestro matrimonio pronto cambió para mejor.

El Espíritu Santo nos llevó a ambos a un lugar de libertad (ver Juan 8:36; 2 Corintios 3:17). Por ejemplo, Dios acabó con mi ansiedad permanente con respecto al dinero cuando confié en Él para tener mi pan de cada día (Mateo 6:11).

También me liberó de mi sentimiento de culpa cuando le pedí perdón por mi participación en dos abortos en relaciones anteriores. A través del ayuno y la oración, el Señor me dijo que esos preciosos hijos estaban con Él. Les di nombres para dar honor y dignidad a su memoria.

Han pasado 32 años desde que le confesé ese accidente automovilístico a Kim. Hoy nuestro matrimonio es más fuerte que nunca. A los dos nos apasiona servir al Señor y Su pueblo, así como amar a nuestros nueve nietos.

Durante las últimas dos décadas, el ministerio penitenciario ha sido mi principal propósito, después de la fe y la familia. Como presidente estatal del ministerio Kairos Prison de Arizona, tengo la bendición de servir a las preciadas pose­siones de Dios que están tras las rejas y ayudar a otros a hacer lo mismo.

No soy diferente de los que cumplen condena por delitos graves, simplemente a mí no me atra­paron. No voy a la cárcel a predicar; estoy allí para escuchar y amar.

Uno de los pilares del ministerio Kairos es que Cristo cuenta con nosotros. Él es el único que puede cambiar un corazón. Y cuando lo hace, le debemos a Él mostrar nuestro amor en el servicio a los demás. Debemos sacrificarnos por el bien de los otros y de Dios (Romanos 12:1). Eso significa desechar la lujuria de la carne y los ojos, y la soberbia de la vida (1 Juan 2:15–16). Dios nos ayudará a rechazar incluso las cosas más difíciles.

Con el tiempo, el Señor incluso me dio corazón para servir a mi padre. Me convertí en su cuidador después de que sufriera una sobredosis de cocaína y alcohol. Tenía demencia por el licor y comienzos de Alzheimer. Entendí que sin Dios también podía terminar así.

Tuve que trazar límites firmes con papá, y hacer­lo me enseñó que la gracia también requiere de la verdad. Con la ayuda de Dios, estuvo a mi lado sin sustancias varios buenos años antes de su fallecimiento.

La gracia de Dios es asombrosa. Nos da tantas cosas maravillosas que no merecemos: vida eterna y una existencia plena en la tierra. La gracia que da al pródigo, el superficial, el adicto y el santo es profunda. Y Él nos llama a compartir esa bendición con el mundo.

 

Bruce Ketola se desempeña como presidente estatal del ministerio Kairos Prison de Arizona. Junto a su esposa Kim tiene cuatro hijos y nueve nietos. Su mayor alegría y deseo más profundo es que otros tengan una relación personal con Jesús. Obtenga más información en kairosofaz.org.