Una parte de mí siempre quiso ser popular. En la secundaria eso solo requería que me vistiera como los chicos de onda, así que me ponía los pantalones caídos y usaba ciertas camisetas. No parecía algo de mucha importancia, sin embargo, fue el comienzo de una vida desenfrenada
que casi me quitó la vida. El simple hecho de cambiar mi vestimenta me impulsó en un viaje de tratar de ser alguien que no era. 

En el bachillerato, la vestimenta simplemente ya no era suficiente, así que comencé a fumar mariguana. Después de un tiempo, me uní a una pandilla. Luego comencé a vender droga. Quería lo que los demás parecían tener—dinero, respeto, el sentido de pertenecer. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para conseguirlo. Terminé el bachillerato sin lograr nada bueno. 

Mis padres me suplicaron que regresara a la iglesia, que buscara a Dios. Pero la iglesia no era para mí. Todos ahí se veían perfectos, como si jamás hubieran co​metido un pecado o se hubieran divertido. Yo quería divertirme. Quería salir, fumar, tener sexo, y hacer dinero fácil. Ya que los cristianos no deben hacer esas cosas, yo evitaba el cristianismo. 

Pero fue una decisión costosa. Ya para los 22 años, había sido arrestado 6 veces. Me sentía como un completo fracaso. Estaba seguro de que yo era la peor persona de mi familia y que nadie daría ni un dólar por mí. Veía muy poca esperanza para mi futuro—era indocumentado. Mi familia me había traído de Colombia a los Estados Unidos cuando tenía sólo cinco años de edad, pero nunca comenzaron el proceso para documentarme. Eso indicaba que no tenía oportunidades para realizarme. Ni siquiera podía conseguir trabajo a menos que me pagaran bajo la mesa. 

Mi vida continuó en decadencia. La madre de mi hijo lo tomó y me abandonó, diciendo que no quería estar con un dro­gadicto. Sintiéndome más solo que nunca, hallé consuelo en las precisas cosas que ella detestaba—mariguana y pastillas.

Caminando a casa una noche, me topé con unos amigos que supieron que yo era un traidor. Estaban listos a darme una lección. Traté de dar una explicación, pero me golpearon y comenzaron a cortarme con un exacto. Al principio no sentía las cortadas por la adrenalina que fluía en mí, pero luego la sangre comenzó a correr por mi rostro. 

Les grité, “¿Qué han hecho? ¿Porqué me harían esto?” Pensaba que eran mis amigos. Se retiraron y corrí hacia mi casa. 

Un hombre en las afueras de mi departamento vino a mi rescate. Me acostó sobre el suelo, aplicó presión sobre mis heridas y llamó al 911. De no haber sido por él, pude haber muerto. Después me platicó que estaba listo para salir cuando sintió que algo le decía que volviera al departamento. Entiendo ahora que el Espíritu Santo lo puso ahí para ayudarme a mí. Dios estaba cuidando de mí, aun ahí en mi rebeldía y el punto más bajo de mi vida. 

Después de esa experiencia, me di cuenta que debí haber escuchado a mis padres. Pero en vez de buscar a Dios, me alejé más de él. Me había aferrado a todo menos al único que realmente podía ayudarme a ser la persona que debía ser—y nada me había funcionado.

Recuerdo un versículo de la infancia: “Busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas” (Mateo 6:33 NVI). ¿Sería cierto? ¿Si buscara a Dios y viviera mi vida para él, se encargaría de proveerme todo lo necesario en la vida? 

Decidí darle una oportunidad. Le dije, “Dios, te voy a escuchar y haré todo lo que me pidas. Voy a confiar que todo lo que dice tu palabra es verdad. Quiero conocerte y vivir una vida de santidad. Pongo mi vida en tus manos.” 

Me sometí a su palabra y a su voluntad. Dejé de fumar y me aparté de mis ami­s­tades, ya que sabía que sólo me jalarían de vuelta a una vida desenfrenada. Comencé a leer la Biblia y me arrepentí de mis pecados. Me bauticé en el nombre de Jesús. Hice todo lo que me indicó Dios que hiciera, y él cumplió su palabra fielmente. Conforme me enfoqué en él, él me dio todo lo que necesitaba y deseaba y me abrió muchas puertas. 

En el 2012, por la gracia de Dios, me concedieron residencia por medio de la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA). Mis antecedentes penales debieron haber impedido la aceptación de mi solicitud. Aun mi abogado tenía la certeza que mi solicitud sería denegada. Pero confié en Dios en vez de confiar en mi abogado y Dios obró un milagro. Ahora tengo un buen trabajo en un hospital cristiano donde puedo compartir su esperanza y amor con otros. 

No sólo me ha bendecido Dios con cosas materiales, también me ha llenado de su Espíritu Santo. Sigue derramando su amor y llenándome de paz y gozo. Gracias a él, ya no tengo ansiedad ni depresión. Ya no me siento solo ni me avergüenzo de mi vida. 

Hoy, a la edad de 27 años, mi vida está llena de esperanza, a pesar de mi pasado. Por años, el mundo me dijo que no podría tener una vida exitosa, pero Dios les mostró lo contrario. Él creyó en mí, aun cuando los demás se dieron por vencidos. Él ha restaurado y preservado mi vida, y me ha bendecido sobreabundantemente. No necesito nada más. Él es suficiente. 

Él es suficiente para ti también. Dios no tiene favoritos. Lo que hizo por mí, lo hará por ti. Dale la oportunidad. “Deléitate en el Señor, y él te concederá los deseos de tu corazón” (Salmo 37:4). †