Cuando yo era niño, normalmente los cumpleaños no se festejaban. Así que pueden imaginarse mi entusiasmo cuando al entrar al departamento de mi padre me regalaron una hamburguesa de McDonald’s y una torta helada Carvel. Y además, era un menú completo, no la Happy Meal a la que estaba acostumbrado. En ese momento, la vida no podía ser mejor. Recuerdo mi séptimo cumpleaños, sentado en la cabecera de la mesa con mi Quarter Pounder with Cheese como si fuera ayer.

Pero del entusiasmo pronto pasé a la confusión cuando un instante después, Papá quiso tener una conversación de hombre-a-hombre con mi hermano y conmigo. Se estaba mudando a Puerto Rico. Me sentí destruido. Recordando el momento, entiendo el significado de ese Quarter Pounder—Papá nos estaba dejando y nos convertíamos en los hombres de la casa.

Mis padres estuvieron casados durante 13 años y en muchos de los recuerdos que tengo de ellos había discusiones. Pero sé que nos querían y que se ocupaban de nosotros de la mejor manera que conocían y siempre los voy a respetar por eso.

Mi padre hacía dinero timando en las calles del Bronx. Su estilo de vida lo acercó al dinero, las drogas, las armas y las chicas. Pero cuando se mudó a Puerto Rico, perdió ese estilo de vida temerario y glamoroso y terminó siendo pobre. Mi hermano y yo nos dimos cuenta de la realidad cuando lo visitamos y estaba en esas condiciones.

Mi mamá trabajaba mucho y hacía todo lo que podía para protegernos de malas influencias. Trabajaba para la ciudad de 9 a 5, nos mantenía ocupados haciendo deportes y nos enviaba a una escuela católica privada. Hizo muchos sacrificios por nuestra familia.

A los 14 años, conseguí un trabajo en un restaurante del Jardín Botánico de Nueva York, vendiendo hot dogs en un carro ambulante. ¡No podía creer cuánta gente estaba dispuesta a pagar $2 por un hot dog! Yo quería ganar dinero así de fácil y decidí vender mis propios hot dogs en ese mismo carro. Parece que yo también tenía algo de timador.

Preparé un plan e hice que mis amigos me lanzaran por sobre la cerca del Jardín los paquetes de salchichas baratas que había comprado. Entonces cocinaba esas “salchichas impostoras” y las vendía, guardándome todas las ganancias. Sin embargo, no le llevó mucho tiempo al dueño del carro darse cuenta de que todos los días volvía con el mismo inventario con el que me había ido.

Fue increíble, pero no me echó, ni siquiera me acusó de robarle; en cambio, me mandó a la cocina para trabajar de lavaplatos.

Ese acto de generosidad que cambiaría mi vida, me puso en contacto por primera vez con una cocina industrial. Allí observaba con asombro cómo el chef principal manejaba los sectores de comidas y bebidas. Supe que algún día también quería ser chef.

Puedo ver cómo Dios usó a varias personas para ayudarme a cumplir el plan que Él tenía para mi vida. Por ejemplo, Dios usó al Chef Tom para alentarme a ir a la escuela de cocina, donde podría desarrollar mis dotes culinarias.

A mi familia no le resultó fácil entender que eligiera esta carrera, ya que nunca habían conocido comidas refinadas. Sin embargo, fui a la escuela de cocina y se me abrieron muchas puertas. No mucho tiempo después, comencé a trabajar en la Bolsa de Nueva York, donde estuve rodeado de influencias culinarias de todas partes del mundo. Indudablemente había progresado desde que cocinara esas salchichas impostoras.

Todo esto suena fantástico en principio—un joven en situación de riesgo descubre su pasión por las artes culinarias y tiene experiencias positivas en su vida. Pero de lo que todavía no les hablé es de la doble vida que estaba llevando.

El mundo de la gastronomía tenía un aspecto oculto a los demás: una vida de diversión que a mí me atrajo. La fama, el dinero, el brillo, el glamour—todas las cosas a las que mi padre había tenido acceso cuando yo era niño ahora las tenía al alcance de la mano y me acerqué a ellas con voracidad. El estilo de vida como chef exigía mucho trabajo y me permitía divertirme mucho más aún. Sin dudas, era una vida vacía.

Mi novia se dio cuenta inmediatamente de todas las cosas negativas de las que me estaba rodeando y me dejó. Con el corazón destrozado, decidí irme de Nueva York. Renuncié a mi empleo, compré un mapa y me dirigí a la ciudad más alejada que parecía interesante: ¡San Diego! Una vez más, Dios me estaba marcando el camino y yo ni siquiera me daba cuenta.

Mi experiencia en Nueva York me permitió conseguir el puesto de chef principal del Hipódromo Del Mar. Con apenas 19 años, estaba a cargo de 25 cocineros. Preparábamos comida para miles de personas por día. Después de ese trabajo, tuve la posibilidad de representar a los Estados Unidos en la Feria Mundial que tuvo lugar en la Expo ’98 de Lisboa, Portugal. Allí tuve el puesto de sous-chef ejecutivo. Preparábamos comida para 3000 personas todas las noches.

Cualquiera pensaría que con todo ese éxito yo debía estar disfrutando de la vida. Pero no. Mi vida estaba vacía. Incluso dentro de esas enormes cocinas con todas esas personas, yo me sentía completamente solo. Me hacía falta una familia, compañía, alguien que me llamara por teléfono solo para preguntarme: “¿Qué tal fue tu día?” Pero el teléfono nunca sonaba.

Entonces mi hermano me llamó desde Nueva York. Le habían diagnosticado cáncer de estómago y me necesitaba. Renuncié a mi empleo y volví a mudarme a la costa este. Pasé  13 meses en el hospital con él, ayudándolo a luchar contra esa enfermedad terminal.

Allí estaba en septiembre de 2001. Perdí a mi mejor amigo Manny, bombero de la ciudad de Nueva York, a consecuencia de los ataques terroristas del 11/9. Y después perdí a mi hermano.

Me deprimí tanto que no me importaba el camino de autodestrucción que había tomado.  Trabajo, drogas, alcohol—eran todo lo que conocía.

Tuve que tocar el fondo del abismo para tener mi primera conversación real con Dios.

Yo había crecido en la iglesia católica, pero todos esos años de oír hablar de Dios no me habían ayudado a tener una relación con Él. Había ido a misa, tomado la comunión, había rezado, pero esas cosas no tenían un significado real para mí. Ahora con la pérdida de mi amigo, de mi hermano y el agotamiento propio de la vida como chef, necesitaba algo más.

Totalmente desesperado, clamé a Dios. En esa oportunidad no fue una oración que sabía de memoria. Fue un grito de dolor preguntándole: “¿Por qué, Dios? ¿Por qué tiene que ser así mi vida? ¿Por qué tuvieron que morir mi hermano y mi amigo? ¿Por qué me siento tan solo? ¿Por qué estoy atrapado en este círculo vicioso?” Le pedí a Dios que me ayudara, que le diera equilibro a mi vida y que me sacara del ciclo destructivo de trabajo y diversión en el que estaba inmerso.

No tuve una respuesta que pudiera oír, pero Él comenzó a responder a mis ruegos.

No mucho después de ese día, entró una mujer a mi restaurante en Queens. La miré una vez y supe que algún día sería mi esposa. Era tan hermosa, ¡pero también era la clienta más exigente que había tenido jamás! Sin embargo, en vez de exasperarme sus gustos excesivamente puntillosos, me di cuenta de que me provocaba curiosidad y me entusiasmaba crear platos nuevos para ella.

Un día una amiga le dijo: “Christina, a este hombre le gustas y está tratando de impresionarte con todos estos platos. Si tú no sales con él ¡yo sí!”

Christina había perdido a su padre hacía poco y para seguir adelante y entablar nuevas relaciones usaba mucha cautela y oraciones. Siguió el consejo de su amiga y aceptó salir conmigo.

En nuestra primera cita, Dios usó a Christina para poner a prueba mi fe. La llevé a un restaurante de lujo, pero ella no parecía impresionada. Lo primero que me preguntó fue:  “¿Crees en Jesús?”

Le dije algo así como, “Eh…digamos que sí. No estoy seguro.”

“Es una pregunta por sí o por no. ¿Crees en Él o no?”

Le dije que sí y ella respondió: “Bueno, entonces ven a la iglesia conmigo.”

Era algo totalmente distinto de la experiencia en la iglesia a la que estaba acostumbrado desde niño, pero Christina me gustaba, así que seguí adelante. También me gustó cómo hablaba el pastor sobre tener una relación con Jesús. Explicaba los textos bíblicos y la fe cristiana de una manera que jamás había oído antes, pero que por fin podía comprender. Absorbí la palabra de Dios y dejé que transformara mi mente. Al hacerlo, mi corazón se llenó de paz. Fui bautizado en el Señor y en Cristo encontré amor, equilibrio y libertad.

Hacía cuatro meses que salíamos cuando le pedí a Christina que se casara conmigo. El pastor nos brindó orientación matrimonial, en la que aprendí sobre la responsabilidad que tendría como esposo de ser la cobertura espiritual de mi esposa y de los hijos que tuviéramos en el futuro. Desde entonces, he tomado en serio mi rol como protector del hogar y he intentado por todos los medios de seguir las instrucciones del Señor.

Hace unos pocos años, el Señor nos condujo a Christina, a nuestros tres hijos y a mí a Florida Central. No fue un cambio fácil y a menudo nos sentíamos desanimados. A pesar de los muchos ataques que Satanás nos propinó, Dios siempre se ha mantenido fiel.

Él me dio el plan de negocios para un nuevo restaurante llamado Vida 365. Él me mostró cómo usar mis dotes culinarias para su gloria. Hoy mi familia trabaja mucho en nuestro restaurante de Florida Central para que las personas mejoren la salud física a través de la alimentación. Aprovechamos cada oportunidad que tenemos para guiar a las personas hacia aquél que los puede sanar por completo: Jesús. Dios ha traído una completitud a mi vida que el éxito y la fama no pudieron ofrecerme jamás.

Tal vez usted está atascado en un círculo vicioso destructivo y sin esperanza. El enemigo le ha robado la alegría y la tranquilidad. Está rodeado de gente, pero se siente solo. No tiene que ser así. La libertad y la familia lo esperan en Jesús. Acérquese a Él. Olvide las rutinas religiosas y ábrale su corazón a Él. Encontrará la vida que siempre ha deseado tener.