Lo que estoy por contar ocurrió hace diez años, cuando yo era adolescente. No es una historia linda, pero es mi historia. Sin embargo hoy, gracias al amor redentor de Dios, puedo hacer un repaso de todas las situaciones desagradables de mi vida y estar agradecido.

Crecí en un hogar de clase media con mi mamá, mi padrastro y dos hermanas. No era para nada un chico perfecto, pero creo que, en términos generales, era bastante bueno. No me metía en problemas, no tomaba alcohol ni consumía drogas peligrosas y tenía una relación muy buena con mis padres y hermanas. Si en casa había algún problema, yo no sabía nada.

Pero cuando tenía unos 13 años, me di cuenta de que no se estaban pagando las facturas, había discusiones fuertes y mi mamá y mi padrastro se ausentaron durante días. La mayoría de mis parientes dejó de venir a casa y las reuniones familiares como las fiestas de cumpleaños se convirtieron en algo del pasado. En la escuela aprendí que estos eran síntomas de abuso de drogas. Me sentí impotente al observar cómo mi familia se caía a pedazos delante de mis ojos.

Un día mi padrastro no lo soportó más, hizo sus valijas y nos dejó a mamá (que para entonces era una adicta empedernida al crack) a mi hermana menor y a mí. Mi hermana mayor ya había dejado el hogar. Dos días después, al llegar a casa encontré a mi mamá muy cómoda en el sofá con otro hombre. Aunque solo era un adolescente, sabía que eso no estaba bien. Mi padrastro acababa de irse de casa. De todos modos ¿quién era este tipo?

Mamá me presentó a su nuevo novio y a las tres semanas, vino a vivir con nosotros. Se veían venir momentos difíciles. Para mí, que tenía 16 años y pesaba 120 libras, Steve era un tipo gigante y me aterraba. Medía 6 pies y pesaba casi 240 libras. Le gustaba la bebida blanca y tenía ataques de furia. Comprobé muy pronto que mis miedos estaban justificados.

La vida en nuestro hogar se tornó violenta en poco tiempo. Lamentablemente, los años de abuso de drogas y desconfianza entre miembros de la familia hicieron que nadie estuviera cerca de mi hermana y de mí cuando más los necesitábamos. No les guardo rencor a nuestros familiares ni a las autoridades, pero en ese momento no pude entender por qué nadie venía a rescatarnos. La gente sabía de la violencia y las drogas en nuestro hogar. Habían oído nuestros gritos pidiendo ayuda. Se había notificado a la policía y al departamento de menores y servicios sociales (DCF), pero nadie hizo nada para ayudarnos.

Muchas veces traté de adivinar por qué. Quizás no querían verse involucrados. Las personas tienden naturalmente a escapar de las situaciones complicadas y la nuestra era un desastre. Tal vez tenían miedo o no querían que los molestaran. Quizás hasta pensaban que el problema se resolvería solo. No conozco las respuestas y no me co­rresponde a mí juzgar. Pero sí siento que mi vida podría haber sido distinta si alguien se hubiera ocupado. A pesar de todo, Dios dispuso todas las cosas para bien. (Romanos 8:28).

Pero sí vino gente el día que Steve estaba en el piso sangrando tras las puñaladas.

Steve había vuelto a casa totalmente borr­acho y furioso. Tiraba puñetazos al aire. Saqué un cuchillo instintivamente. Sabía que si lo dejaba dar un paso más, iba a lastimar a mi mamá o a mi hermana. Me agarró y me apretó tan fuerte que pensé que me iba a desmayar. Por miedo, empecé a darle puñaladas.

No las conté, pero resulta que le di 21 puñaladas hasta que me soltó y cayó al piso. Cuando cayó, había sangre por todos lados. Mi mamá estaba histérica cuando llamó al 911. Steve murió una hora y media después.

A los 15 minutos, había autoridades por todas partes en nuestra calle. DCF intervino inmediatamente y nos incorporó a mi hermana y a mí al sistema. A ella la pusieron al cuidado de nuestro tío y a mí me llevaron a la cárcel. Allí me imputaron por homicidio en segundo grado.

Me tuvieron durante 15 meses en una unidad juvenil de la cárcel del condado mientras aguardaba el juicio. Allí terminé los dos últimos años de la escuela secun­daria. También aprendí algunas cosas que los libros no podían enseñarme, como que hay gente buena en este mundo. Lo aprendí de un hombre mayor que era cristiano y me visitaba en la cárcel todas las semanas. Este señor, que era un completo extraño, dejaba a su familia para compartir la palabra de Dios y sus experiencias de vida conmigo. Fue la persona más agradable que jamás haya conocido.

Después de la cárcel, Dios continuó poniendo personas como este hombre en mi vida para mostrarme su amabilidad y amor, para hacerme responsable y mostrarme cómo librarme de mi pasado. Él ofrecía programas de fe y para el fortalecimiento de la personalidad, así como orientación a través del programa Nuevo Destino en el Correccional de Marion, un programa implementado por Xtreme SOULutions.

Dios también me envió otros presos—personas que habían hecho cosas horribles—para mostrarme su camino mejor. Al principio, cuando los veía leyendo la Biblia y yendo a la capilla, pensaba: “¡Qué idiotas son todos! Si Dios es tan bueno, entonces, ¿por qué están aquí?”

En realidad, lo que preguntaba era: “Si Dios es tan bueno, entonces, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué tuve que pasar por situa­ciones tan difíciles? ¿Por qué nadie—la gente, las autoridades, Dios—intervino?”

Estaba tan enojado con Dios. Es gracioso cómo podía estar enojado con alguien a quien ni siquiera conocía. Jamás había hablado con Él, ni leído su palabra, no había ido a la iglesia ni había orado. No sabía absolutamente nada de Dios, pero suponía que mi vida se había convertido en lo que era por su culpa.

Dios usó a esos ministros y presos para ayudarme a comprender que Él no era el origen de mi dolor; Él era la respuesta. Y Él me demostró que esos presos cristianos que leían la Biblia no eran idiotas; eran hombres inteligentes que habían encontrado algo real, y eso se notaba en sus vidas.

A diferencia de otros hombres que estaban llenos de odio y luchaban todo el tiempo contra el mundo, estos presos sonreían y manejaban situaciones complicadas en la cárcel con bondad. Me atrajo su carácter piadoso y la alegría, el amor y la paz que demostraban. Decidí que quería seguir a Jesús yo también.

Ahora, que haya puesto mi fe en Jesús no significa que todo se hizo fácil por arte de magia. Tampoco significa que de pronto tomé todas las decisiones correctas y que tuve buenos pen­samientos. Tenía mucho que trabajar para madurar espiritualmente y eso implicó una serie de elecciones que debí hacer cuidadosamente todos los días.

Debía estudiar la palabra de Dios, obedecerla incluso cuando no quería, poner en manos del Señor mi pasado desagradable y mi futuro incierto. Debía optar por dejar ir a las personas y liberarlas de la deuda que pensaba que tenían conmigo. Debía tomar la decisión de no odiar a la gente y perdonarla por lo que hicieron y por lo que dejaron de hacer.

También tenía que elegir perdonarme a mí mismo. Le había quitado la vida a un hombre.

Para todo esto necesité mucha ayuda de Dios. Y me llevó tiempo. Pero finalmente mi corazón endurecido y enojado comenzó a suavizarse y a sanar. Me sentí menos frustrado, menos presionado y más agradecido, incluso por las cosas difíciles en mi vida, como estar preso. Con la ayuda de Dios, pude ver como la cárcel me había salvado la vida y la vida de mi familia. Esos hechos dramáticos en nuestras vidas nos proporcionaron lo que necesitábamos para despertar. Hoy en día a mi hermana le va muy bien, tengo el sobrino más hermoso y mi mamá está limpia desde hace años. Dios ha restaurado la relación entre nosotros.

Tal vez usted sienta lo mismo, respecto de estar enojado con Dios y la gente por las circunstancias en su vida. Tal vez le haya costado mucho poder perdonar. Sé que no es fácil, pero con la ayuda de Dios, se puede. La elección de dejar el pasado y a todos los que le haya causado daño en manos de Dios lo hará libre para vivir. No se torture más viviendo con odio y amargura.  Empiece a disfrutar de esa vida mejor que Dios tiene para usted. ¡Se debe a sí mismo el derecho a la libertad!