En las primeras horas de una mañana de junio, me desperté por la respiración irregular de mi marido. Con los ojos cerrados y todavía medio dormida, me estiré para empujarlo.

“Es solo una pesadilla, amor. No pasa nada.”

No era la primera vez que su respiración me despertaba. Sus ronquidos siempre fueron notorios. Normalmente le daba un codazo y eso bastaba para despertarlo lo suficiente como para que se diera vuelta y comenzara a respirar tranquilo otra vez.

Pero esa mañana, no se dio vuelta. ¿Pasaron segundos? ¿Un minuto? No estoy segura, pero cuando estuve bien despierta, me di cuenta de que no era algo que hubiera oído antes. Inmediatamente supe que algo andaba muy mal.

“¡Dan! ¿Me oyes?” grité,  moviéndome por encima de él en la cama. Metí un dedo en su boca para ver si se estaba ahogando. Le hice preguntas y cuando no respondió, entré en pánico.

Como si hubiera sido por voluntad de Dios, el aire acondicionado de arriba se había roto el día anterior y todos, menos dos de mis hijos, estaban durmiendo en el living, al lado de mi habitación. Me habían oído gritarle a Dan y ahora estaban conmigo en el dormitorio.

“Nick, llama al 911.” Empecé a dar ins­trucciones. “Seth, ve a buscar al Sr. Gillmore [nuestro vecino bombero]. Rachel, lleva arriba a Annalise y Matt.”

Cuando la operadora del 911 respondió, le expliqué la situación. Me dijo que iniciara tareas de resucitación. “Va a tener que darme instrucciones” le dije, enojada conmigo misma por no haber actualizado mis conocimientos de RCP. Sacamos a Dan de la cama y lo pusimos en la alfombra. Nick sostenía el teléfono en altavoz mientras la operadora de emergencias nos daba instrucciones. Coloqué mis manos en el pecho de Dan y comencé a contar. Luego paré, cubrí la boca de Dan con la mía y le di dos respiraciones rápidas.

Me devanaba los sesos tratando de entender lo que estaba sucediendo. ¡No es posible que le esté haciendo RCP a mi marido, la roca de mi familia, el hombre al que besé antes de ir a dormir hace apenas un par de horas! Pero sí.

Dan y yo nos habíamos conocido en un grupo juvenil. En esa época era Danny, un surfista alto con abundantes greñas color caqui. Ya en la escuela secundaria éramos buenos amigos, parte de un grupo de chicos y chicas que nos juntábamos en los vestuarios entre una clase y otra, almorzábamos juntos y pasábamos juntos los sábados en la playa.

Una noche, Dan trajo una invitada a nuestro grupo juvenil. Tenía el cabello rubio por la cintura y ahí fue cuando decidí que la amistad ya había durado demasiado. Le hice saber a todo el mundo que si Danny Appelo me invitaba a salir, no le iba a decir que no. Funcionó. En menos de una semana, tuvimos nuestra primera cita.

Seguimos de novios durante el secundario y después de entrar a la facultad. Nos casamos cuando estábamos en tercer año de la universidad y continuamos nuestros estudios de posgrado. Comenzamos nuestras carreras profesionales, compramos nuestra primera casa y empezamos a formar una familia. Dan quería tener dos hijos; yo quería tres. Al fin y al cabo tuvimos siete y siempre le agradecimos a Dios que hubiera impuesto su voluntad por sobre la nuestra.

En un hogar de nueve personas y con tantas tareas, la vida era complicada y por cierto, los problemas no faltaban. Tuvimos dificultades de pareja y en la crianza de nuestros hijos, momentos de problemas económicos y épocas difíciles en su trabajo y en el mío. No llevábamos una vida extravagante ni de lujo, pero las cosas comunes, buenas y bellas de esa vida eran todo lo que cualquiera de los dos podía desear.

Por eso en esa oscura mañana de junio, cuando me encontré contando compresiones en el pecho del único hombre con el que había salido en mi vida, le dije a Dan que lo amábamos. Si era lo último que iba a oír, si todavía podía oírme, quería que lo supiera.

Llegaron los paramédicos. Pusieron a Dan en la ambulancia, todavía inconsciente y yo fui arriba para ver a nuestros hijos antes de seguirla. Jamás olvidaré cuando entré a la habitación de los varones y los vi llorando abrazados. Cada parte de mí quería asegurarles que papá iba a estar bien, pero mientras elaboraba las palabras a punto de salir de mi boca, me di cuenta de que no podía prometerles eso. Entonces hice lo único que pude: oré con ellos. Luego los abracé y les dije que regresaría a casa.

Llegué a la sala de guardia e inmediatamente supe que las novedades no eran buenas. Me llevaron a la parte de atrás, a la sala donde uno nunca quiere entrar. Allí, un doctor me explicó que habían intentado todo, pero no habían podido revivir a Dan.

Fui a verlo por última vez. A besarlo y memorizar cada detalle del rostro que había amado durante 26 años. Le quité el anillo de bodas y me dirigí a casa en una mezcla de shock, como en medio de una nebulosa y dolor insoportable, para decirles a siete niños que su papá jamás volvería a casa.

En esos momentos, entendí mejor que nunca de qué se trataba el matrimonio. Génesis 2:24 dice que esposo y esposa “se funden en un solo ser.” Éramos uno solo, en verdad, y me habían arrancado parte de mí. Nuestras esperanzas, sueños, peleas, reconciliaciones, hijos, dificultades, tristezas y la vida juntos nos habían fundido en uno solo. Ahora los planes para mañana, la lista de la próxima semana, los sueños que teníamos para nuestra familia—quedaban desperdigados como miles de fragmentos imposibles de reparar.

¿Qué se hace cuando la vida a la que estaba acostumbrada se cae a pedazos?

Nunca le pregunté a Dios “¿por qué?” pero sí le pregunté “¿y ahora qué?” ¿Qué será de mi hija menor, que lloró todos los días durante más de un año diciendo que extrañaba a su papá y que no va a tener recuerdos verdaderos de él? ¿Qué será de nuestro hijo de seis años, que jugaba como cualquier otro niño durante el día, pero lloraba hasta quedar dormido todas las noches? ¿Cómo iba a criar a tres muchachos preadolescentes y adolescentes que necesitaban a ese papá de un metro noventa para guiarlos en su viaje a la adultez? ¿Cómo en el mundo iba Dios a arreglar ocho corazones destrozados?

Confiaba totalmente en Dios en todo aspecto. A pesar de cuánto odiaba la circunstancia que me había llevado a eso, me di cuenta de que confiar totalmente en Dios era lo mejor que me podía pasar. Porque Dios solamente puede ser confiable.

El Salmo 34:18 dice: “El Señor está cerca de los quebrantados de corazón y salva a los de espíritu abatido.” En los meses que siguieron, sentí claramente la presencia de Dios cerca de mí. La oración ya no era algo a lo que dedicara mi momento tranquilo de la mañana. Era una conversación durante todo el día.

Dios trajo a mi mente citas bíblicas que yo había memorizado años atrás para aplicarlas justo cuando lo necesitaba. Me dio nuevas perspectivas sobre viejas historias de la Biblia que parecían adaptadas justo para mí. Me mostró las palabras exactas para hablarles a mis hijos. Pude sentir las oraciones de los demás por nosotros.

Un par de semanas después del funeral de Dan, salí a correr para liberar algo de toda la ansiedad reprimida. Decir que estaba abrumada es poco. Estaba lidiando con pilas de papeles de trámites y documentos de sucesión, administrando la casa y la economía, tomando innumerables decisiones, educando sola a mis hijos, sobrellevando el dolor, acompañando a mis hijos en el suyo y enfrentando un futuro incierto, que me provocaba miedo.

Esa tarde, le rogué a Dios: “Necesito que tú me guíes claramente. Te necesito a ti como los israelitas necesitaron la columna de nube y la columna de fuego. Sé que tú puedes hacerlo.” Y en aquel momento, el Espíritu Santo afirmó que si yo vivía conforme a su palabra, Él me guiaría.

Acepté la invitación. La palabra de Dios se convirtió en mi alimento. Todas las mañanas ayudaba a mis hijos a empezar su día y luego le dedicaba un tiempo a solas a la palabra de Dios. Abría una página nueva en mi agenda y escribía arriba de todo en mayúsculas: “Esto es demasiado difícil, Señor. No puedo.”

Y luego pasaba a la lectura de ese día. No buscaba determinados versículos. Dan había usado un plan para leer la Biblia en un año y yo adopté ese plan de lectura. Todos los días, sin falta, Dios mantuvo en alto mi cabeza. Me recordó de su carácter y sus promesas, de su fidelidad a cada persona y en cada generación.

Todas las mañanas le llevaba mi dolor, desesperación, miedo y debilidad y Él me daba su consuelo, fortaleza y la esperanza suficiente para hacerme cargo de mis hijos y de las tareas de ese día. No alcanzaba para toda la semana. Como el maná que Dios le daba a Israel todos los días en el desierto, solo alcanzaba para ese día. Tenía que volver al día siguiente para conseguir más.

Hace ocho años, solo podía desear que las promesas de Dios fueran reales—las circunstancias me decían a gritos todo lo contrario. Tenía que confiar en que Dios es el defensor de las viudas, el padre de los huérfanos, aunque no pudiera verlo con mis ojos (Salmo 68:5).

Ahora podría contar una historia tras otra de la fidelidad de Dios. Podría dar a conocer cómo se ha ocupado de nosotros en la práctica y en lo personal. Podría contarles cómo Él me guio en la toma de decisiones, me dio la sabiduría necesaria para educar sola a mis hijos y me sostuvo en mi soledad. Puedo contarles grandes cosas que ha hecho Dios—cosas que han hecho brotar lágrimas de nuestros ojos y que nos han dejado maravillados por su forma de actuar. Y podría contarles detalles de cómo Dios se ocupó de cosas tan personales que solo Él y yo conocíamos.

Nadie quiere pasar por situaciones extremas que nos hacen depender totalmente de Dios. Pero Dios tiene tanto para ofrecernos cuando las atravesamos. Vemos más de Él en las épocas difíciles que en los días normales. Nos damos cuenta de lo que importa y lo que no y dejamos de estar tan aferrados a este mundo y nos concentramos en la esperanza del cielo. Aprendemos que cuando los corazones quedan destruidos, Dios los puede reparar para asemejarnos más a Cristo.

Hay días en que criar sola a mis hijos es una tarea abrumadora. Veo el vacío que tienen mis hijos por la falta del papá y aunque el dolor ya no es el del primer día, siempre vamos a extrañar a Dan. Pero también me di cuenta de que confiar totalmente en Dios es lo mejor que nos puede pasar.

Sé que Dios es fiel. No se trata de que Él elija ser fiel. No. La fidelidad es la naturaleza misma de Dios. Es quien es. No puede ser otra cosa.