El tiempo que pasé en el ejército me dejó heridas emocionales profundas. Sufrí de trastorno por estrés postraumático (TEPT), ansiedad, depresión y tuve pensamientos suicidas. Empecé a tener adicciones cuando luchaba por sobrevivir a la desesperanza que sentía cada día.

Mis problemas mentales, sumados al hecho de que estaba alejado de Cristo, destruyeron mi matrimonio y me impidieron ser un buen padre. Se instaló en mí la sensación de que era alguien insignificante cuando empecé a ver cómo otro hombre ocupaba el lugar de padre de mi hijo. Pensaba que ni siquiera servía para ser papá. No creía que hubiera esperanza para mí o que yo fuera una persona valiosa.

En 2016 un amigo del ejército me permitió quedarme con su familia mientras trataba de organizarme. Intenté trabajar y volver a la universidad, pero la depresión me hizo las cosas difíciles. Una noche me encontré de rodillas, llorando desconsoladamente. Estaba listo para terminar con mi vida. Clamé a Dios y le pregunté por qué mi vida era así. ¿Por qué debía luchar contra el TEPT y la depresión?

En ese momento, fue como si el tiempo se hubiera detenido. Sentí la presencia de Dios tan fuerte. Su paz me sobrecogió y no pude moverme ni hablar. Luego oí una voz que me decía:  “Brandon, estás donde estás porque has tratado de hacer todo por ti mismo. Te amo. Tengo un plan y un futuro para ti. Quiero hacerte progresar, pero debes seguirme y permitirme que quite el peso de tus hombros. Entrégate y déjame entrar en tu vida.”

Mis lágrimas de tristeza se volvieron lágrimas de alegría. No era una persona religiosa, pero supe que había tenido un encuentro con Dios. De pronto comprendí que mi vida tenía un propósito y que con Dios podía vencer cualquier obstáculo.

Al día siguiente, la depresión intentó volver. Sin embargo, antes de que pudiera instalarse, grité: “¡No!” Recordé el encuentro de la noche anterior. Dios se había comunicado conmigo. Me había prometido una vida mejor en Él y yo quería esa vida. Pero Satanás estaba al acecho, tratando de apoderarse de mi mente.

Todavía no entendía la guerra espiritual, pero sabía que se estaba librando una bata­lla. Era como una fuerza que me impedía leer la Biblia. Desesperado por ganar, oré: “¡Dios, ayúdame! Estoy haciendo un esfuerzo para leer tu palabra. Ayúdame para sentirme motivado y tener disciplina para estudiar la Biblia, no importa cómo me sienta.”

Días después, un amigo me llamó para contarme que tenía problemas en su matrimonio. Vinieron a mi mente pasajes bíblicos sobre el amor y el matrimonio y los compartí con él. Me llamó todas las noches durante una semana y juntos nos sumergimos en la palabra de Dios. El Señor usó la situación de mi amigo para motivarme a estudiar.

Cuanto más leía la Biblia, más hambre tenía de conocer la verdad de Dios. Luego, al mantenerme firme en la palabra, Dios comenzó a cambiarme. Eliminó mis adicciones y me ayudó a concentrarme en Él. Transformó mi mente y me dio pensamientos de paz, no de desesperación. Saber cuánto impacto Él había tenido en mi vida hizo que quisiera compartirlo con otros. Dios utilizó una visita de mi mamá para que cumpliera ese deseo.

Ella me presentó a su amigo Paul, un misionero itinerante. Nunca había hablado con alguien tan apasionado por Dios; hablar con Paul alimentó mi nueva fe. Me pidió que lo acompañe en los viajes. Estaba totalmente dispuesto. El tiempo que dediqué a eso me reveló el poder de Dios, no solo para salvar las almas de las personas sino para curarlas mentalmente, físicamente y emocionalmente también.

Poco después, el Señor me guio hasta mi esposa Britney, que comparte mi pasión por hablarles a los demás sobre la bondad de Dios. Hoy en día viajamos por todo el país con nuestro hijo, guiando a otras personas hacia Cristo: el Único que puede hacernos sanar completamente. No ha sido un recorrido fácil, pero la buena batalla de la fe (2 Timoteo 4:7) es una que vale la pena pelear. Es increíble saber que usted es parte de algo más grande que uno mismo.