Según el Salmo 32, soy un hombre bendecido, aunque en mi vida he cometido muchos pecados graves. Por ellos merezco la muerte y la condena (Romanos 6:23). Pero Dios, en Su inmensa misericordia, decidió perdonar mis pecados, cubrirlos con Su sangre y no volver a castigarme por ellos. Es un regalo demasiado increíble como para comprenderlo.

Crecí en Culiacán, Estado de Sinaloa, México. Mi padre murió a los 40 y algún años, dejando a mi madre sola para criar a sus ocho hijos, de los cuales yo era el menor. Éramos muy pobres y la vida era difícil.

Como no teníamos una figura paterna en el hogar, mucha gente le faltó el respeto a mi familia y abusó de nosotros. Incluso de pequeño, entendía la injusticia de nuestra situación y las grandes necesidades de nuestra familia. Crecí sintiéndome solo e inseguro, pero no lograba expresar mis emociones a los demás, ni siquiera a mi familia. La gente se burlaba de mí por mi incapacidad para transmitir mis sentimientos.

A menudo me preguntaba qué sería de mi vida. ¿Siempre sería pobre y estaría a merced de los que me rodeaban? Pero a los 12 años, algo me dijo en mi corazón que mi vida de adulto sería buena. Me guardé esa sensación para mí solo.

Llegué a los Estados Unidos a los 23. Ya estaba muy influenciado por los cárteles de la mafia en mi país. Un amigo mío y yo empezamos a trabajar para un hombre muy poderoso, pero su gente tuvo problemas y él tuvo que dejar el país. Me quedé en Estados Unidos para trabajar y así poder ayudar a mi familia, que seguía en mi país.

Pronto vi la posibilidad de hacer mucho dinero llevando una vida criminal y comencé a vender kilos de cocaína con un amigo. No mucho después, pasé a hacerlo solo. El dinero no llegaba tan rápido como yo había pensado, así que empecé a aceptar “trabajos suicidas” de mayor riesgo.

Se me conocía como un hombre honesto y de palabra, alguien que hacía el trabajo. Incluso les salvé la vida a algunas personas cuando sus enemigos intentaron asesinarlos. Esto me abrió la puerta para conseguir clientes más importantes, que compraban cantidades inmensas de droga. Pronto tuve mucha gente a mi cargo y otras personas que querían trabajar para mí. Me buscaban jefes de la mafia muy poderosos, pero cuando hay mucho dinero de por medio, también hay mucha envidia. También empezaron a buscarme enemigos grandes y poderosos. Me estaba encaminando a la destrucción—que, por supuesto—era lo que había planeado el demonio desde el principio (Juan 10:10).

Cuando estaba en la cima de mi carrera delictiva, ocurrió algo extraño. Un día conocí a una pareja en la calle. Apenas había hablado con ellos durante un instante, cuando la mujer le dijo a su esposo que el Señor le estaba pidiendo que me ungiera. Sacó un pequeño frasco de óleo y me preguntó si podía ungir mi frente. Acepté, pero yo no era un hombre que creyera en Dios. Se fueron unos minutos después y jamás volví a verlos. Fue un encuentro extraño, sin duda, pero ahora entiendo que fue la mano de Dios en mi vida. Él ya me estaba preparando para su obra buena.

A la semana me arrestaron y enviaron a la comisaría del condado de Maricopa en Arizona. Parecía que había Biblias por todas partes: en las mesas y en el piso. Estaba tan aburrido que tomé una y empecé a leer el libro del Génesis. Me sorprendió lo que leí y me gustó.

A través de la Biblia, Dios empezó a enseñarme sobre Sí mismo. Muchos versículos me hablaban directamente a mí, pero Isaías 45:1–7 hizo que mi corazón pegara un salto. Cuando leí sobre la habilidad que Dios tenía para abrir puertas y utilizar a Sus siervos para Sus grandes propósitos—incluso a aquellos que no lo conocían—fue como si algo traspasara mi corazón. Es tan difícil de explicar, pero lo mismo me sucedió cuando leí sobre los planes de bienestar para Sus hijos en Jeremías 29:11. Estos versículos me recordaron esa sensación de mi juventud respecto de que tendría una buena vida.

No me entregué a Dios en ese preciso momento, pero sí comencé a comprender que Él existía.

Me enviaron a la cárcel por cinco años. Como no había servicios cristianos con frecuencia, quedé desconectado de lo que había aprendido sobre Dios en la comisaría. Dejé de leer la Palabra de Dios y solo pensaba en mi forma de vida y lo que tenía para ofrecerme. En mi ignorancia, le pedí a Dios que me diera otra oportunidad de seguir trabajando en el mundo de la droga: le prometí que solamente vendería marihuana, no las drogas más peligrosas. ¡Estaba tan equivocado y era tan ingenuo!

Una vez en libertad, busqué inmediatamente a mis antiguos clientes y reorganicé mi negocio. Se me presentaron oportunidades importantes, como me había pasado antes, pero alguien que se decía mi amigo me tendió una trampa y me arrestaron por segunda vez. Fue el arresto que me salvó la vida.

Cuando llegó el vehículo del comisario que me llevaría a la comisaría, me llamó la atención el número de la patente: 666. Había leído la Biblia lo suficiente como para recordar que esos eran los números del demonio.

Fue casi como si Satanás se estuviera burlando de mí, diciéndome: “¡Te tengo otra vez!”.

Me enojé mucho al entender de pronto que había permitido que el mal gobernara mi vida. Satanás se había propuesto destruirme a mí y a mi familia desde el principio. Comencé a pensar en esos versículos que había leído en Maricopa y la promesa de Dios respecto de un buen futuro. Parado allí, con las esposas puestas, dije: “¡Demonio, te metiste con el tipo equivocado! ¡Te voy a perseguir con todo!”.

Ya basta de dejarme engañar y arrastrar por caminos de destrucción.

Cuando llegué a la comisaría del condado la primera noche, participé en una reunión de estudio bíblico para los detenidos. Acepté el perdón de Dios por mi pecado y le entregué mi vida a Él. Allí mismo, en esa comisaría, mi vida miserable quedó purificada y bendecida para siempre por la sangre de Jesús. Me convertí en hijo de Dios, Su heredero y por fin estaba listo para Su plan mejor. Estaba listo para ir a la guerra y enfrentar al enemigo invisible que estaba manejando mi vida. A los ojos de Dios, yo no tenía mancha. (Ver Efesios 1:4.)

Muchas personas en el mundo me observarán y dirán que no tengo nada. Después de todo, soy un hombre que está preso, que no tiene riquezas materiales ni poder. Pero están equivocadas. Soy rico en todos los aspectos, porque tengo a Jesús. Perdonó todos mis pecados e hizo que pudiera estar en una relación correcta con Dios. Me ha garantizado el futuro eterno y me abrió las puertas para que mostrara a Sus hijos perdidos el camino a casa.

Estoy viviendo los planes buenos que Dios me reveló en mi juventud. Todos los días continúan apareciendo planes nuevos. Espero regresar a mi tierra un día y compartir la Buena Nueva de que Jesucristo ama y salva. Quiero ayudar a que las personas entiendan el deseo de Dios de tener una relación, no una religión. Mientras tanto, Dios me está preparando: Él me está enseñando a pelear la batalla buena de la fe y me está abriendo los ojos sobre la guerra espiritual que ocurre cada día en este mundo. Es una guerra que estoy ganando ahora.