Me encanta leer sobre la mujer del pozo en Juan 4. Allí es donde Jesús le dio Su increíble regalo de gracia a una mujer con un historial de malas decisiones. Sin embargo, Él no la condenó. No la reprendió ni le hizo sentir más culpa y vergüenza. No, nada de eso. En cambio, Él le transmitió amor. Perdón. Aceptación. Y una invitación a tener una relación con el Hijo de Dios, Aquel que podría por fin llenar cada vacío en su vida para siempre.

Es maravilloso. Jesús sabía absolutamente todo lo que había hecho esta mujer; sin embargo, Él optó por pasar por alto su historial de pecado—sus pensamientos sucios, sus motivos y cada momento pecaminoso—para ver a la mujer que Él había creado. Él la invitó a seguir Su camino mejor, que llevaba a una vida de abundancia aquí en la tierra y a la vida eterna con Él en el cielo (Juan 3:16; 10:10).

Pero después, como si eso fuera poco, ¡Él la utilizó para acercar a otros a la salvación!

El Apóstol Juan podría haber estado refiriéndose a mí al escribir. Yo también tomé malas decisiones. Muchísimas. Pero, alabado sea Dios, Jesús me encontró en mi “pozo” y me entregó Su regalo de perdón y un comienzo nuevo. Me dio la bienvenida a Su familia y desde entonces—aunque no logro comprenderlo—Él me ha utilizado para acercar a otras personas a Su gracia maravillosa.

Mis elecciones pecaminosas venían de mi necesidad de amor. No recuerdo un momento de mi infancia en que me sintiera amada o segura, salvo cuando mi papá estaba en casa. Lamentablemente, sus compromisos con el ejército lo alejaban con frecuencia. Su ausencia nos dejó a mis hermanos y a mí vulnerables a las conductas abusivas de nuestra mamá, que tenía problemas con el alcohol.

Hoy, superados los años de terapia por mis propias malas decisiones, comprendo mejor la enfermedad del alcoholismo que sufría ella. Ahora entiendo que mi madre no era mala; estaba enferma. Tenía una enfermedad que afectaba en gran medida su comportamiento.

Eso no hace que lo que yo experimenté a manos de ella parezca más llevadero, pero saberlo me ayudó a perdonarla. También pude perdonar a mi padre por no intervenir como yo pensaba que debería haberlo hecho.

Independientemente de los motivos por los que mis padres actuaron así, esos años de abandono y abuso me llevaron a creer que nadie podía amarme y que yo no merecía que me salvaran. O sea, si mi madre no me amaba y mi padre no me salvaba ¿quién podía hacerlo?

En mi adolescencia, comencé a beber y a usar drogas ilegales. Estas sustancias aclaraban por momentos la oscuridad que me envolvía. Pero empecé a necesitar cada vez más drogas y distintas combinaciones de drogas y alcohol para conseguir el mismo efecto.

A los 15, entré en un club ilegal de motociclistas. Sin duda, estaba buscando el amor en el lugar equivocado. La mayoría de los hombres, incluso mi novio, no veían nada de malo en golpear a sus mujeres. Pronto quedé embarazada.

Por mi experiencia, los hijos eran una maldición. Así es como me hizo sentir mi madre. Desesperada, fui a un centro de embarazo, donde una asistente social me dijo que con 16 semanas, apenas tenía en mi cuerpo una bola de tejido. La palabra “bola” era exactamente lo que quería oír y decidí hacerme un aborto. Tenía tanto miedo de ser como mi mamá.

Después me hice otros tres abortos, pero jamás pensé que le estaba quitando la vida a alguien. Más tarde reconocí mi pecado, busqué el perdón de Dios y con terapia, fui superando las consecuencias emocionales que tiene el aborto.

Cuando tenía 18 años, fui a una escuela de cosmetología. Allí se presentaron unas personas de una escuela de modelos en busca de chicas que quisieran participar en el concurso de belleza del condado de Brevard. Una mujer me animó a inscribirme. Me dijo que era inteligente, elegante y hermosa. Nunca jamás en mi vida me habían dicho esas cosas. Me reí por dentro y estuve tentada de decirle: “Si supieras con quién estás hablando ¡me escupirías!”.

Sin embargo, sus palabras me motivaron. Entré en el concurso y me dieron el premio a Miss Simpatía. Esta experiencia y la aceptación de esas mujeres me ayudaron a creer que tal vez yo podría ser alguien especial. Decidí que volvería a presentarme en el concurso al año siguiente.

Lamentablemente, a esa experiencia positiva rápidamente le sobrevino la oscuridad y volví a mi forma habitual de pensar: yo no valía nada para nadie. No tenía nada bueno para dar. Yo era una maldición y una carga.

No volví a participar en el concurso. En cambio, me escapé con otro motero, un italiano buen mozo de piel oscura que contrabandeaba grandes cantidades de cocaína en el Estado de Florida. No pasó mucho tiempo hasta que rompió conmigo de mala manera, dejándome abandonada. Durante seis años viví en la calle, haciendo lo que fuera necesario para sobrevivir. Me arrestaron muchas veces por mis actividades y me enviaron a la cárcel. La primera vez, estuve dos años cumpliendo una condena en el Correccional de Florida.

La cárcel no hizo nada para que cambiara. Apenas me liberaron, volví a las andadas. Pocas semanas después violé la libertad condicional y me sentenciaron a dos años más en la Institución Correccional Lowell, una de las peores cárceles de mujeres en la Florida.

Mientras estaba ahí falleció mi madre. No era una persona religiosa, pero me encontré yendo a la capilla de la cárcel. Me preguntaba si se habría ido directo al infierno y me sentía aterrada por su alma.

Fui al altar y me arrodillé a orar. Me sorprendí cuando otras reclusas que estaban en la capilla me rodearon, pusieron suavemente sus manos en mis hombros y comenzaron a orar por mí. Sentí que me envolvía el amor puro de Jesucristo. Allí no había tinieblas, solo luz (Juan 1:5).

Volví a mi dormitorio y pasé dos días pensando en lo que me había pasado. Me puse de rodillas y oré: “Dios, no sé si de verdad existes. No sé si Tú puedes oírme o si Tú puedes hacer por mí lo que todo el mundo dice que puedes hacer. Pero si Tú eres quien dicen que eres y puedes hacer lo que dicen que Tú puedes hacer ¿lo harías por mí? No quiero vivir un solo día más de esta manera”.

Estaba tan cansada de andar en la calle cometiendo delitos. Las actitudes que me desmoralizaban, las relaciones abusivas, el alcohol y las drogas no me habían dejado más que dolor y  arrepentimiento. Era la desgracia de la familia, no más que una pila de basura que había que eliminar. No quería pasar un día más llevando mi pesada carga de vergüenza.

Dos noches después, soñé con mi madre. Al principio, estaba de espaldas. Me sentí rechazada y grité: “Te quiero, mamá. Perdóname”. Y entonces, ella se dio vuelta. Jamás la había visto tan hermosa y tranquila. “Yo también te quiero y lo siento” me dijo, mientras extendía los brazos. Quedé atrapada en su abrazo amoroso. Lo sentí tan real.

Ese sueño me cambió. Dios me había dado un regalo. Él sabía que necesitaba el abrazo de mi mamá y que sentir su amor y verla de otra manera iba a derretir la argamasa de dolor que había recubierto mi corazón.

No hubo fuegos artificiales espirituales, pero al despertar me sentí distinta. Comprendí que Dios existía. Y de alguna manera supe que con Él iba a poder superar el tiempo de condena que me quedaba. Necesitaba ese tiempo para sanar.

Un par de semanas después, Bill Glass Ministries vino a Lowell para un evento de tres días en el patio de la cárcel. Escuché a celebridades compartir sus testimonios de cómo Jesús había cambiado radicalmente sus vidas. Las palabras animaron mi corazón y acepté públicamente a Jesús como mi Señor y Salvador. Después, me imaginé a mí misma entrando a la cárcel por mi propia voluntad algún día para ministrar a los reclusos.

Cumplí mi condena y cuando quedé libre, fui a casa. Bajé del ómnibus en Cocoa Beach y miré al cielo. “¿Ahora qué, Señor?”, pregunté. Quería una vida nueva, pero no tenía un plan para conseguirla. Pensé que tendría que ir descifrando mi vida según se me presentara. Bueno, eso sí que fue un error. Los pies arrastraron a mi cuerpo hasta una casa de crack antes de que mi cerebro supiera lo que estaba ocurriendo. Y esa decisión me llevó inmediatamente de vuelta a Lowell por otros ocho meses.

Pronto aprendí que, si uno no planifica para tener buenos resultados, fracasa siempre. Esta vez, le pedí a Dios que me revelara Su plan. Hebreos 12:13 dice: “Tracen un camino recto para sus pies, a  fin de que los débiles y los cojos no caigan, sino que se fortalezcan” (NTV).

Me enteré de un hogar de tránsito que me brindaría apoyo, seguridad, rehabilitación y el camino hacia Dios. Terminé mi condena en Lowell y fui directo al Resurrection Ranch. El apoyo piadoso en el Ranch me mantuvo firme durante mi transición.

Pocos años después, me casé con el administrador del programa. Servíamos a Dios y a los demás con toda pasión en el Ranch, pero nos olvidamos de cuidarnos el uno al otro. A consecuencia de esto, se terminó nuestro matrimonio después de diez años.

Por soledad, me deprimí mucho y tuve una recaída. Hacía 15 años que estaba limpia. Fue una experiencia humillante y sentí como que había defraudado a mucha gente, incluso a Dios. Por suerte, Dios me persiguió con Su amor y me ayudó a levantarme otra vez.

Han pasado varios años desde esa recaída. Con la ayuda de Dios, me mantuve limpia. Pasé por varias pruebas que podrían haberme hecho caer nuevamente, pero Dios me ha protegido mientras transitamos un día a la vez, juntos. Es un Dios bueno, un Padre amoroso y mi amigo fiel.

Hace dos años, Dios me dio la sorpresa de mi vida. Me había caído en la escalera de mi casa y tuve fracturas graves en una pierna. Obligada a quedarme en casa por varios meses, necesitaba que me cuidaran en todo momento. Fue increíble: Dios trajo de nuevo a mi vida a mi ex esposo para que fuera mi cuidador. Durante esos largos meses de recuperación, tuvimos muchas conversaciones profundas y terminamos perdonándonos.

Estoy maravillada, no solo por la forma en que Dios sanó mi cuerpo, sino también la relación con mi esposo. Volvimos a casarnos el 5 de octubre de 2018, la fecha original de nuestro aniversario. Estoy tan agradecida de servir al Dios de la segunda oportunidad, al Dios que arregla lo que está roto.

Tal vez como yo, usted tiende a cometer errores. Anímese: nuestro Dios es el Dios de la segunda oportunidad. Su amor no conoce límites, ni fronteras, ni fechas de vencimiento.

Tal vez piense que ya es demasiado tarde y que no hay lugar para usted en el Reino de Dios. Es lo que el demonio quiere que crea. Rechace esas mentiras que vende el enemigo y sacúdase la culpa. Dios siempre le extiende Su mano. Él nunca va a dejar de creer en usted. “Él perdona todos tus pecados” (Salmo 103).

Acepte Su invitación a una nueva vida y haga un plan en el que esté el apoyo piadoso. Luego viva día a día con Él. Juntos pueden lograrlo.