Tenía diez años cuando decidí que ya era hora de buscarme una mamá que me quisiera. Un domingo a la mañana salí para ir a una iglesia muy cerca de donde vivía… y el Espíritu del Señor llevó mis piecitos directo hasta quien sería mi mamá.

Era la esposa del pastor y era muy hermosa. Escribí en un pedacito de papel: “¿Quieres ser mi mamá?”. Y luego puse la nota en sus manos.

Esa maravillosa santa de Dios leyó mi nota, se inclinó y con todo amor me tomó entre sus brazos. Me dijo que ser mi mamá la llenaría de orgullo. Después del servicio, Mildred Postell me llevó a su casa y luego fuimos a hablar con mi tía.

Mi tía había heredado hacía poco el rol de guardiana de mi abuela, que había hecho todo lo que pudo para criarme. Algunos años antes, mi madre me había llevado a casa de mi abuela y había dejado en claro que no quería tener nada que ver conmigo. Se refería a mí como su “hija bastarda”. Ese título hizo que tuviera una visión distorsionada de mí misma durante décadas.

Mi tía estuvo de acuerdo en dejar de tener la responsabilidad de criarme y así como así, me convertí en la pequeñita de Mamá Mildred Postell. Por fin tenía mi propia familia, bien completita con un papá y una mamá que eran personas de Dios, un hermano amoroso y tres hermanas increíbles.  Cada uno de ellos me dio la bienvenida a su hogar y me trató como a una más de la familia.

Las cosas anduvieron bien hasta que llegué a la adolescencia. Entonces me rebelé. No era que dudara del amor que sentía la familia Postell por mí: sencillamente, yo no me quería a mí misma. El rechazo, el abandono y el abuso que había experimentado de parte de mi madre y otros integrantes de la familia durante esos años de formación en mi infancia, me habían llevado a odiarme y a tener poca autoestima.

En Mateo 22:37–39, Jesús dice que el mandamiento más importante es “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” y “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Pero yo no sabía nada de eso. No me amaba a mí misma, así que ¿quién podía esperar que amara a los demás?

Francamente, tenía problemas para aceptar el mismísimo concepto de Dios. Como yo lo veía, Él había permitido cada situación de abuso, abandono y rechazo que había sufrido cuando era niña. ¿Cómo podía decirme que Él me amaba? Yo sentía como si fuera Su hija bastarda también. Si Él era un Dios tan lleno de amor ¿por qué había permitido que no me amaran los primeros diez años de mi vida? ¿Por qué Él no impidió que sufriera todo ese dolor y rechazo?

Con esos pensamientos que prevalecían en mi mente, me encaminaba a la autodestrucción. Comencé a bailar en clubes de striptease, a beber y consumir drogas ilegales. Me hundía más y más en una vida de pecado.

Destrocé el corazón de Mamá Mildred, pero ella no dejó de creer en mí. Siguió amándome y rogando que el Señor atrapara mi corazón. Le pidió que me convenciera de mi pecado y que me incitara a tener una relación de verdad con Él. Dios respondió a sus oraciones y en Su momento, Su bondad me llevó al arrepentimiento (Romanos 2:4).

Sin embargo, antes de que eso ocurriera pasé por momentos terribles. De hecho, traté de quitarme la vida más de una vez. Mi corazón estaba completamente desolado. Aunque tenía una familia amorosa, sentía que no tenía motivo para vivir.

Mi último intento casi tuvo éxito. Me ahogué en una piscina. Resucité, estuve en coma durante un mes. Pero Mamá Mildred, parada junto a mi cama en el hospital, le ordenó vivir a mi cuerpo sin vida. “No vas a morir, hija” dijo. “¡Dios tiene un plan para tu vida!”. Oró fervientemente por mí y las oraciones fervientes de esa mujer piadosa tuvieron grandes resultados (Santiago 5:16).

Para sorpresa del médico, salí del coma. Era evidente que el Señor me había salvado la vida. Comencé a preguntarme si después de todo Él sí me amaba. Tal vez Él sí tenía un plan para mi vida, como Mamá Mildred insistía.

Hacía años que oía hablar del amor de Dios. Había ido a la iglesia con Mamá Mildred y escuchado a Papá Preston predicar con toda el alma, pero nunca había dejado que mi corazón absorbiera lo que oía. Siempre me había cerrado a Dios y a Su amor.

Pero después del coma, las cosas cambiaron. Por primera vez, dejé que mi corazón se abriera al amor de Dios. Dejé de ir a la iglesia porque era lo que esperaban de mí. En cambio, fui a aprender sobre Aquel que me había salvado.

Quería conocer a Dios por lo que era realmente, no como la deidad distante que siempre había supuesto que era. Y quería tener la experiencia de los planes buenos que Mamá Mildred (y Jeremías 29:11) me habían asegurado que Dios tenía para mí.

En la iglesia, reconocí mis errores, le pedí a Dios que perdonara mis pecados y puse mi fe en Jesucristo, Su Hijo. Fiel a Su Palabra, Dios me salvó. Comenzó a sanar mi mente y me ayudó a amarme a mí misma, para que también pudiera amar a los demás.

No fue fácil: todavía tenía mis luchas con las relaciones y los hábitos autodestructivos, pero ahora necesitaba a Jesús más de lo que necesitaba el alcohol o la cocaína o mi vida como bailarina. Lo necesitaba a Él más que a cualquiera de esas cosas, y Él me ayudó a alejarme de ellas. También quería que Mamá Mildred se sintiera orgullosa de mí.

Cuando mi corazón y mi vida cambiaron, el Señor puso en mi vida a Bobby Tyson, un maravilloso hombre de fe. (Vea página 14s.) Mamá Mildred quedó encantada con Bobby apenas lo conoció. Sus sentimientos por las personas y su amor por Jesús eran innegables. Bobby daba de comer a los sin techo, ayudaba a los niños enfermos y visitaba presidiarios que atravesaban momentos difíciles.  Servía a la gente de la misma manera que lo hacía Jesús.

También me encantaban los sentimientos de Bobby y—créase o no—le pedí que se casara conmigo. Ya hace 18 años que nos casamos. Lo que más nos gusta es compartir el amor de Dios con hombres y mujeres que—como yo—fueron rechazados y abandonados. A menudo nos pueden ver entrando en la Harley de Bobby a las cárceles para ayudar a que otros descubran el amor de Dios y el poder del arrepentimiento.

Mamá Mildred falleció hace unos pocos años. Estoy tan agradecida de que Dios le permitió ver que Sus planes perfectos se cumplían en mi vida antes de que ella volviera a Su lado. Espero con ansias el día en que volvamos a vernos; pero mientras tanto, continuaré mostrando el amor incondicional de Jesús a todas las personas que conozca, tal como Mamá Mildred me lo mostró a mí.