Toda niña sueña con tener una mamá y un papá amorosos que la hagan sentir segura y protegida. Se imagina la casa hermosa del sueño americano, en la que la tratan como a una princesa. Pero cuando esa no es su realidad, algo ocurre en el interior de la niña. Le destroza el corazón y va por la vida buscando en otros lugares el amor que debió haber tenido en el hogar.
Yo lo sé, porque me ocurrió a mí. Buscaba desesperadamente el amor, la aceptación y el apoyo de mi mamá. Quería oír, aunque fuera una sola vez: “Te amo. Estoy orgullosa de ti”. Oír esas palabras habría sido tan importante para mí, pero eso nunca pasó.
Rechazada por mi mamá, me creí la mentira de que yo debía de ser detestable. Por lo que parecía, o no era lo suficientemente bonita o lo suficientemente talentosa como para ganarme el amor de mamá y nada que pudiera hacer iba a cambiar eso.
Comencé a tener esa mentalidad a los cinco años y la conservé incluso de adulta. Me facilitaba el manipular y controlar a los demás y me llevó a hacer muchas cosas lamentables que me provocaron mucho dolor.
Con cada nuevo rechazo, el odio por mí misma se arraigaba cada vez más en mi corazón y en mi mente. Me culpaba a mí misma por todo lo que me sucedía, incluso el abuso sexual que no pude evitar de niña, la violación a la que fui sometida cuando era adolescente y el abuso físico que permití siendo adulta.
Recuerdo haber presenciado el momento en que mi padrastro adoptó a mi hermana, que me hizo pensar: “Debo de haber hecho algo mal. Mamá no quiere que me adopte a mí también”. Estaba segura de que yo era la culpable y de que Dios me estaba castigando por las cosas malas que hacía.
Necesité un encuentro con el demonio en el lecho de muerte de mamá para darme cuenta de la verdad, respecto de quién era Dios realmente. No era un Dios distante y enojado que se complacía en hacerme pasar por situaciones dolorosas. Él era un Dios de amor.
Mi mamá estaba en una residencia geriátrica, a punto de morir. Sabía que me quedaba poco tiempo con ella y necesitaba que me reconociera como hija. De modo que me apuré para ir a su lado, me incliné hasta casi rozar su rostro y comencé a hablarle en voz alta. Le dije cuánto sentía no haber sido la hija que ella quería que fuera. Le rogué que me perdonara y le dije una y otra vez cuánto la amaba.
Sabía que ella no podía responderme, pero esperaba algún indicio—quizás un ademán con la mano, una sonrisa, un abrazo o un guiño—que me diera a entender que yo sí le importaba. Pero no hubo ninguna respuesta de su parte. Una vez más, mi corazón quedó totalmente destrozado.
A menudo he oído a la gente contar cómo un ser amado había dejado este mundo en paz. No fue el caso en la muerte de mi mamá. No puedo imaginar un paso de la Tierra a la eternidad más horroroso. Fue una lucha violenta hasta el final. Incluso apareció una presencia demoníaca que me empujó de la cama y me tiró al piso. ¡Créame que me volví loca del miedo!
Nunca había pensado demasiado en la vida después de la muerte, ni en el Cielo ni en el infierno. La mera mención de Dios o de la iglesia era un tabú en nuestro hogar. Pero este incidente me provocó una impresión que nunca voy a olvidar.
Mi mente quedó obsesionada con lo que había visto. La presencia demoníaca que encontré allí me atormentó durante meses. La única manera que se me ocurría de poner fin a esa agonía era quitarme la vida. No quería morir, pero tampoco quería vivir en tal estado de angustia.
Pero no sabía adónde iría después de esta vida y eso era lo que más temor me provocaba.
Después de una intensa lucha emocional y algunos intentos fallidos de suicidio, finalmente clamé a Él, diciéndole que estaba segura de que me odiaba. Alabado sea Dios; Él vino a mí en mi dolor y me salvó. Sin duda, mi salvación llegó en el momento más oscuro de mi vida.
Dios se me reveló y Su amor disipó mi dolor y desterró la oscuridad que se había apoderado de mi mente. Es difícil describirlo, pero el amor de Dios me envolvió y me mostró al verdadero enemigo de mi alma: Satanás.
Durante todos esos años, había sido Satanás quien había tenido el propósito de destruirme (Juan 10:10). No Dios. Desde mi infancia, Satanás había usado a la gente y las circunstancias para llevar a cabo su plan y, en mi ignorancia, yo había culpado a Dios. Durante tanto tiempo había cuestionado la naturaleza bondadosa de Dios. Pero Dios no era la fuente de mi dolor; Él era la respuesta a ese dolor.
De pronto, supe que Dios era bueno. También supe que me había perdonado, aun cuando en ese momento mi vida estaba inmersa en pecados graves. Él era un Dios de compasión y Su compasión fue mayor que la condena que merecía (Santiago 2:13). Le agradezco a Dios cada día por Su intervención.
Ojalá pudiera decir que mi vida ha sido perfecta desde ese momento. Pero no ha sido así.
Mi mente necesitaba mucho trabajo de restauración. Tenía tan arraigado el miedo al rechazo, que siempre había afectado mi relación con todo el mundo. Me había esforzado toda la vida para ganarme el cariño de quienes me rodeaban. Como nueva creyente, continué con esta mentalidad en mi relación con Dios.
Tenía muchísimo miedo de que mi Padre Celestial me rechazara y abandonara como lo habían hecho mis padres terrenales. Satanás no quería que comprendiera lo verdaderamente profundo y ancho que es el amor de Dios por Sus hijos (Efesios 3:18), ni quería que supiera que nada podía apartarme del amor de Dios (Romanos 8:35–39). Satanás quería que creyera que debía ganarme el amor de Dios para que continuara en la fase de esforzarme, en lugar de confiar en lo que ya tenía. Yo todavía no entendía que no se puede conquistar el amor de Dios.
Me ha tomado muchos años (y muchas lágrimas) aprender a confiar en el amor de Dios. Pero hoy en día, por fin puedo mirar el espejo y ver lo que Dios ve: una persona valiosa. Me liberé de la búsqueda interminable del amor. Lo encontré en Cristo cuando acepté el regalo de Su amor, que no tiene precio.
Buscar el amor y el afecto de alguien es agotador y usted lo sabe. Lo que es peor, es inútil. La realidad es que algunas personas no tienen la capacidad de amar. No tienen amor para entregar.
Ese fue el caso de mi mamá. Ella arrastraba su propia carga pesada de dolor, enojo y amargura, y eso le impedía amarme de la manera que Cristo pretende que una madre ame a sus hijos. Buscar permanentemente su aprobación era una búsqueda inútil que en definitiva me impedía acercarme al Único que podía darme todo lo que necesitaba y mucho más (Efesios 3:20).
Me pregunto: ¿Ha recibido el amor incondicional e infinito de Dios? ¿O todavía busca la aprobación a toda costa? Es hora de abandonar la búsqueda. Tal vez las personas no pueden amarlo de la manera que usted desea que lo amen. Pero Dios ya lo ama mucho más de lo que pueda llegar a imaginar jamás.
Lo mejor de todo es que no tiene que esforzarse para conquistar el amor de Dios. Él lo acepta tal como es. Puede dejar de buscar el amor imperfecto y la aprobación de los seres humanos y simplemente confiar en el amor perfecto de Dios. Empiece una relación íntima con Él y llegue a conocerlo por experiencia propia.
El amor de Dios es eterno y cura todos los males de la humanidad. Su amor puede llevar hasta a la persona más destrozada y herida a un lugar de sanación. Nadie está excluido.