Comencé mi carrera como redactora de noticias para el programa de la mañana de una estación local de noticias. Las noticias son negativas y llenas de cosas malas—pero piense qué difícil es ser quien decide cuáles dar a conocer.

Entraba a trabajar alrededor de la 1:00 de la mañana todos los días. Parte de mi trabajo era escuchar los receptores de radio de la policía durante toda la noche y acostumbrar a mis oídos a detectar palabras como “tiroteo” o “accidente”. Teníamos que definir qué historias valía la pena incorporar a las noticias. Cuanto más tiempo pasaba allí, más crecían mis miedos. El dolor traspasaba mi corazón a diario.

Hice lo único que podía hacer: construí un muro impenetrable para proteger mi corazón. No podía permitir que el dolor del mundo me rozara. Pero conservé mi muro intacto mucho tiempo después de haber dejado ese trabajo.

Durante años, observé a mujeres que lloraban por malas noticias que tenían en sus vidas: enfermedad, muerte, pérdida del empleo, dolor. Pero no se me caía una lágrima. No podía sentir su dolor. No podía tener compasión. Mi corazón estaba bloqueado.

Después, Dios me llamó para ser la directora del ministerio de mujeres en mi iglesia y me desafió  a  derrumbar ese  muro. Él sabía que yo no podía ser útil si no lograba sentir compasión.

Lentamente, ladrillo a ladrillo, dejé que ese muro se cayera y dejara mi corazón al descubierto. No ha sido fácil; hay tanto dolor en este mundo. De hecho, está gimiendo. Hace poco, mientras estudiaba Romanos 8:18–30, leí la palabra “gemir”, y cobró un significado completamente nuevo para mí. En la versión original en griego, la palabra denota un dolor que nace de saber que no es así como tenía que ser el mundo. El sufrimiento, el dolor, la angustia de este mundo: uno siente que todo está mal, porque está mal.

Fuimos creados para la perfección, pero vivimos en un mundo imperfecto. Cada dolor que experimentamos ahora nos recuerda que nos espera la eternidad. Con todo entusiasmo esperamos lo que Dios nos ha prometido: un mundo sin lágrimas, sin dolor, sin muerte y sin tristeza. (Ver Apocalipsis 21:4.)

Mientras tanto, Dios sabía que la vida aquí no sería fácil. Afortunadamente, no nos dejó abandonados a nuestra suerte para que enfrentáramos solos el dolor. Nos dio  un  Colaborador,  el Espíritu Santo, que vive en nosotros cuando ponemos nuestra fe en Jesucristo. Pero el Espíritu Santo no solo vive en nosotros; Él nos guía, nos protege, nos observa y hasta ora por nosotros.

Me encanta Romanos 8:26. Dice: “El Espíritu Santo nos ayuda en nuestra debilidad. Por ejemplo, nosotros no sabemos qué quiere Dios que le pidamos en oración, pero el Espíritu Santo ora por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras”.

Este versículo reconforta mi corazón dolorido y me recuerda que está bien si no sé qué debo decir en oración. Es lógico sentirse débil, inseguro y confundido. Dios sabe que habrá momentos en los que simplemente me sentiré abrumada por la vida.

Pablo también dice en Romanos 8 que el Espíritu Santo no solo examina los corazones y ora por nosotros, sino que ora por nosotros conforme a la voluntad de Dios. Tal vez no seamos perfectos, pero tenemos un Espíritu Santo que ora por nosotros de manera perfecta. Sabe exactamente qué necesitamos y acude con frecuencia a nuestro Padre Celestial en nuestro nombre.

Estoy tan agradecida de que Dios nos haya proporcionado lo que necesitamos en la vida. No necesitamos cerrarnos a los demás ni temer lo que pueda venir más adelante. Dios está con nosotros.

Está de nuestro lado. Y Él nos ofrece el regalo de Su Espíritu para que nos acompañe en cada paso de la vida.