No fue que en mi adolescencia de pronto un día al despertarme decidí que quería ser adicta y prostituta. El abuso sexual y otras experiencias traumáticas en mi niñez me pusieron en un camino donde el choque de frente con el desastre era inevitable.

De pequeña, leí todos los cuentos de hadas con finales felices, pero pensaba que “las chicas como yo” no creían en los cuentos de hadas. No. Las chicas como yo tenían que “ponerse los pantalones” para sobrevivir en la calle.

Pronto aprendí a ser una manipuladora consumada y desarrollé muchas otras habilidades de supervivencia que eran perjudiciales. Tenía el corazón frío y endurecido y vivía en un permanente estado de negación. Justificaba mi mal comportamiento con la culpa y la autocompasión.

Mi lucha continuó durante tres décadas y tuvo muchas víctimas, especialmente en mis relaciones. No tenía nada para ofrecerle a nadie. Estaba en bancarrota mental, emocional, física y moral. Cada parte de mí estaba destrozada.

Pero entonces tuve un encuentro con Jesús, muy parecido al que tuvo el hombre en el estanque de Betesda (Juan 5:1–9). La Biblia no nos dice mucho sobre este hombre, salvo que estaba enfermo y no podía moverse. Antes de conocer a Jesús, había pasado 38 años sentado en el mismo lugar,  rodeado de los mismos enfermos, atascado en la misma mentalidad y con un patrón de circunstancias iguales.

La locura se define como hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes. Yo creo que este hombre pasó todos esos años haciendo lo mismo y esperando tener un desenlace distinto.

Jesús quería que experimentara otra cosa, algo mejor. Así que, sin minimizar los problemas de este hombre o culparlo por su desastre, Jesús fue directo al meollo del asunto con una pregunta: “¿Te gustaría recuperar la salud?”. Jesús no estaba buscando una explicación detallada de cómo el hombre había llegado a ese estado lamentable ni por qué todavía estaba allí. Solo quería saber: ¿Quieres estar bien?

El hombre respondió con oraciones plagadas de excusas y en las que culpaba a otros, como: “No puedo. Nadie me ayuda. Siempre alguien se mete en el agua antes que yo”. En su respuesta, vemos la raíz del problema. No se hacía responsable de sus dificultades.

Pero Jesús fue compasivo. No solo le ofreció al hombre un resultado distinto, sino que le dio, además, la posibilidad de participar en el plan de acción. Jesús dijo: “¡Ponte de pie, toma tu camilla y anda!”. Le dio al hombre la posibilidad de elegir: levantarse y seguir adelante o quedarse quieto y atascado.

Para poder estar sano, este hombre tuvo que salir del terreno de “lo mismo”: ese lugar mental, emocional y físico que le resultaba natural y cómodo. Tuvo que aceptar la invitación de Jesús a intentar algo nuevo. Si lo hacía, se curaría y esto le permitiría tener una vida completamente nueva. La Biblia nos dice que este hombre tomó la decisión correcta y Jesús lo sanó.

Deshacerme de mis viejas excusas también me ayudó a recuperar la salud. Como este hombre, tuve que hacerme responsable de mi vida. Tuve que dejar de sentir lástima por mí misma y de culpar a todo el mundo por el desastre en el que se había convertido mi vida. Sí, me habían lastimado de manera horrible, pero tenía que levantarme y dejar atrás la autocompasión, tomar mi camilla (las cosas conocidas a las que me aferraba) y caminar con Jesús.

Eso fue hace cinco años. Él me sacó de la oscuridad y transformó mi vida. Estoy caminando con Él desde entonces.

¿Está cansado de tener los mismos resultados una y otra vez? ¿Ha estado atascado en el terreno de “lo mismo” durante demasiado tiempo? La invitación de Jesús a sanar también es para usted.

Así que ¡vamos! Levántese. Tome su camilla. Comience a caminar en otra dirección hacia su vida victoriosa con Jesús. Hágalo hoy mismo.