Como escritora profesional, he compartido cientos, quizá miles de historias de otras personas en los últimos cuarenta años. Pero es hora de compartir la mía.

Para cuando yo tenía 7 años y mi hermana, 11, ya habíamos pasado por tres tutelas distintas. Nos habíamos mudado unas nueve veces. Habíamos experimentado las consecuencias de las adicciones, la inestabilidad y la violencia. Pero entonces llegó el día que cambió todo.

Tenía 8 años cuando volvía a pie de la escuela, pensando en las malas decisiones que tomaba la gente que me rodeaba. Me detuve al lado de una iglesia que estaba en la esquina de mi cuadra en Lakewood, Ohio y me prometí desde lo más profundo del corazón: “Cuando crezca, no voy a ser como ellos”.

Pasaron décadas hasta que entendí lo que significaba ese pensamiento o de dónde había venido ese llamado. Recién tiempo después podría ver las huellas de Dios a lo largo de mi vida. Y recién tiempo después le oiría decirme: “Te he llamado por tu nombre; eres mía” (Isaías 43:1 NTV).

De niña e incluso de joven, necesitaba desesperadamente sentirme querida y aceptada. Intenté de todo para ganarme a la gente que quería. La escuela se convirtió en mi refugio. Era como si tuviera una doble vida. Pero ni siquiera mis actividades escolares y lo bien que me iba lograban llenar el vacío en mi corazón.

No solo sentía que no me querían. Sentía que no merecía que me quisieran. Sentía que no valía nada. Sin embargo, trataba de descubrir cuánto valía y de probarlo.

Cuando estaba en la escuela secundaria, un compañero de la banda de música me invitó a participar en un estudio bíblico sobre el Evangelio de Juan. Había ido a la iglesia por un tiempo durante el segundo matrimonio de mi mamá, pero no sabía nada de la Biblia. En el estudio bíblico, hacíamos cosas que eran totalmente desconocidas para mí. Leíamos la Biblia. Cantábamos canciones sobre Dios, algunas de las cuales eran fragmentos bíblicos musicalizados. Por ser música, voy a recordar esas canciones por el resto de mi vida. Todo era nuevo para mí y aprendí que Jesús era el Hijo de Dios que había muerto por mí y que un día volvería para componer el mundo. Entendí que Él solo podía liberarme.

Fue durante ese tiempo que clamé al Señor por primera vez. Las cosas en casa estaban más tirantes que nunca y yo tenía miedo de verdad. Acostada en mi cama una noche de mucho miedo, murmuré: “Dios, cuando vengas por Tus hijos, ¡llévame contigo por favor!”. Fue todo lo que se me ocurrió decir. Dios me protegió esa noche, pero otras experiencias de mi vida me impidieron que confiara completamente en Su corazón y que creyera qué profundo era Su amor por mí.

No pasó mucho hasta que me prohibieron ir a la iglesia y perdí contacto con mis nuevos amigos del estudio bíblico. Estaba sola y empezó a flaquear mi compromiso con el Señor. No entendía cuestiones básicas como la manera de leer la Biblia y cómo aplicarla a mi vida.

Pero todavía tenía hambre de Dios. Ese agujero en mi corazón con la forma de Dios me llevó a buscar una iglesia en la primera semana de mi primer año en la universidad. Seguía desesperada porque me quisieran y sentir que valía algo, mientras que al mismo tiempo creía que tenía que ganarme el amor y el favor de Dios. Sí, me había comprometido a no repetir los errores de los que me rodeaban, pero me encontré atraída por las relaciones tóxicas, una trampa en la que caen las personas que vienen de hogares disfuncionales. Me gradué antes de lo previsto y me casé inmediatamente, aunque todavía creía que no valía nada y que nadie podía amarme.

Poco después mi esposo y yo nos mudamos de Ohio a Orlando, Florida, donde esperábamos empezar una nueva vida. Al año, en enero de 1986, recibí una llamada cuando trabajaba como editora para The Orlando Sentinel y estaba apurada por el plazo de entrega. Mi hermana se había quitado la vida. En los meses siguientes, tuve dos abortos espontáneos mientras estaba en el trabajo y mi primer matrimonio se fue a pique. Y después, una semana y media después de que acabara mi matrimonio y a seis meses del suicidio de mi hermana, mi madre se quitó la vida.

A pesar de lo difícil que fue, la pérdida de todo lo que era familia para mí eventualmente volvió a ponerme en el camino hacia Dios. Estaba lejísimos de mi familia y amigos y me sentí sola. Pero Dios me había brindado una oportunidad única de reinventarme e iniciar un nuevo camino. Me hice una segunda promesa: no me iba a permitir victimizarme otra vez. A medida que empezaron a cerrarse las heridas de mi corazón, lo dejé entrar a Jesús. No iba a seguir creyendo en las mentiras de Satanás. En Cristo encontraría el amor y el reconocimiento que había estado buscando desde hacía tanto tiempo.

Dios continuó derramando Su gracia sobre mí al demostrar Su paciencia conmigo. Había vuelto a casarme con un hombre amoroso, de buen corazón y me había convertido en mamá de un bebé. Quería más de Dios para mi familia y para mí. Así que una noche oré: “Señor, ayúdame a encontrar una buena iglesia, donde enseñen bien”.  Solo había tenido unas pocas buenas lecciones durante mi adolescencia, y tenía mucha hambre por conocer la verdad.

A la mañana siguiente, mientras buscaba en las Páginas Amarillas, sentí que algo me llevaba a llamar a una iglesia cerca de nuestro barrio. Mientras hablaba con el pastor—primero por teléfono y después personalmente—él me habló sobre la gracia de Dios, que es más grande que mi pecado. Me di cuenta de que, aunque la gente que estuvo en mi vida había pecado mucho contra mí, era solo mi pecado el que me había separado de Dios. Pero también aprendí que, a pesar de mi pecado, Dios me amaba incondicionalmente.

Me voló la mente. ¿Cómo podía amarme Dios cuando había estado tan alejada durante tanto tiempo? Su amor por mí me dejó apabullada. Su gracia me transformó. Quizá por primera vez, sentí una paz y un objetivo verdaderos. El objetivo de mi vida ya no era impresionar a las personas para que me amaran. Por fin entendí que mi objetivo era conocerlo a Él y hacer que otros lo conozcan.

Un día, mientras leía mi Biblia, me encontré con 2 Corintios 1:3–4: “Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren” (NVI).

Comprendí que Dios quería que utilizara todo lo que había experimentado para ayudar a los demás. Podía alentar a personas que habían sufrido en su niñez, que habían pasado por relaciones disfuncionales o un aborto y dar consuelo a quienes tenían seres queridos que se hubieran suicidado. Podía acercarlos a un Dios bondadoso y lleno de gracia que es nuestro sanador, nuestra ayuda, nuestro refugio y nuestra única esperanza. Y comencé a invertir en la vida de niños y mujeres jóvenes, para que pudieran conocer la victoria que Dios nos ofrece en Jesús.

Si bien me encantaría terminar mi historia diciendo “y vivió feliz para siempre”, no es así como funciona la vida en Cristo. Dios no nos evita las situaciones difíciles, pero sí hace que logremos atravesarlas. Y es un privilegio para nosotros compartir sus sufrimientos (1 Pedro 4:13). En nuestras pruebas, nos acercamos más a Dios. Crece nuestra confianza en Él y en nuestra fe cuando lo dejamos trabajar en nuestras vidas. Y tenemos más experiencias que podemos utilizar para mostrar a los demás Su fidelidad.

A pesar de problemas importantes de salud y pérdidas dolorosas, fijé la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de mi fe (Hebreos 12:2). He aprendido que no puedo controlar mis circunstancias, pero puedo controlar mi respuesta a ellas entregándome a Aquel que es perfecto en todo aspecto. Puedo elegir caminar por la fe y no por lo que ven mis ojos.

Aunque a veces la felicidad me esquiva, me doy cuenta de que siempre puedo elegir el gozo. Se hace más fácil elegir el gozo—confiar en la mano y el corazón de Dios—cuando miro el espejo retrovisor y veo mi vida. Incluso en los momentos difíciles, Él siempre estuvo allí, sosteniéndome y protegiéndome.

Encuentro consuelo al saber que Dios nunca me dejará ni me abandonará (Deuteronomio 31:6; Hebreos 13:5), al saber que nada podrá apartarme de Su amor (Romanos 8:38–39), y que en nada se comparan los sufrimientos actuales con la gloria que habrá de revelarse en mí (Romanos 8:18).

Cada día oro por oír, reconocer y obedecer el llamamiento del Espíritu Santo. No lo hago de manera perfecta y nadie se siente más frustrado que yo cuando me equivoco. Pero soy un proyecto que aún no está terminado y sigo avanzando hacia la meta, que está en Cristo Jesús (Filipenses 3:14). Él completará la buena obra que comenzó en mí (Filipenses 1:6), tal como la completará en usted, si pone su confianza en Él.

Tal vez usted es como yo: le cuesta confiar en el corazón de Dios o creer que alguien, incluso Él, pueda amarlo de manera tan completa y perfecta. Tal vez está buscando una cuerda de rescate de donde agarrarse. Dios nos ha dado esa cuerda de rescate. Su nombre es Jesús.

Dios es amor. Dios es bondadoso. Dios está cerca. Reciba Su gracia. Camine con Su verdad. Él solo puede romper cualquier cadena y poner en libertad a cualquier persona cautiva. Soy prueba de eso. Usted también puede serlo.