Durante años, llevé conmigo a todas partes una agenda bianual bien grande. Como era planificador de eventos artísticos y ministeriales, necesitaba tener a mano las fechas libres para reservas. La tinta en esas páginas significaba dinero en el banco. También representaba la posibilidad de cambiar vidas.

No solo manejaba los eventos de otras personas, sino que también tenía muchos eventos en los que yo mismo era el orador. Los sábados a la mañana estaba a cargo de seminarios de cuatro horas, en los que capacitaba a empresas de títulos y prestamistas para cerrar operaciones inmobiliarias. Los domingos, a menudo me subía al púlpito de algún pastor que necesitaba un reemplazo ocasional en cualquier lugar del Estado de Florida.

Tenía 53 años y estaba muy bien, cuando de pronto el mundo se me vino abajo. Fue el sábado 10 de mayo de 2008, y si usted fuera a buscar qué escribí en la página de ese día, encontraría letras gruesas en negro que dicen “¡El peor día de mi vida!”.

Comenzó como cualquier otro sábado. Estaba finalizando un seminario de capacitación en un salón de conferencias del sur de Florida, cuando apareció una empleada de atención al cliente en el fondo del salón. Me hacía señas desesperadas para que me acercara a hablar con ella. Pedí disculpas a mis clientes por la interrupción y fui a ver qué necesitaba.

“Sr. Avery, tiene una urgencia familiar. ¡Debe llamar a su casa ya mismo!”.

Salí del salón pidiendo disculpas y llamé a Anna, mi esposa. Sollozando, me dijo: “Cariño, siento tanto decirte esto, pero Heath falleció en un accidente de auto esta mañana”.

Se me paró el corazón y dejé de sentir el cuerpo. Las palabras de Anna parecían imposibles de creer.  Heath era el mayor de nuestros seis hijos; el primer niño, el que había traído tanta alegría a nuestra familia.

Volví al salón donde daba el seminario y le conté a la gente lo sucedido. Como un autómata, les entregué los certificados por completar el curso; luego junté mis cosas y me dirigí al auto. Estaba desesperado por llegar a casa en Daytona y estar con Anna y mis hijos. Éramos una familia muy unida y sabía que la muerte de Heath iba a sacudir nuestro mundo. Pero no tenía idea de cuánto iba a afectar al mío.

Cuatro horas después, estacioné el auto en la entrada al garaje. Anna estaba parada en el jardín del frente con nuestro pastor. Corrí hacia ellos y todos lloramos. Nada en la vida me había preparado para el dolor de perder a un hijo, ni para la pesada responsabilidad que sentía que debía asumir de mitigar el dolor de mi esposa e hijos.

Entré a mi casa y vi a cuatro de mis hijos y otros seres queridos, todos con los ojos hinchados de tanto llorar. (Mi hija mayor estaba por dar a luz a nuestro primer nieto en cualquier momento y no podía viajar). De pronto, se escaparon de mis labios las palabras de Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo he de partir. El Señor ha dado; el Señor ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!” (Job 1:21 NVI).

Durante los días siguientes, me aferraba estoicamente a este versículo mientras trataba de recordar todas y cada una de las muchísimas bendiciones que Dios había derramado sobre mí a lo largo de los años. Sabía que Dios era bondadoso y que tenía un plan. Sabía que Él podía tomar todo mi dolor y utilizarlo para bien.

Pero ¿quiere que sea sincero? Nada de eso logró aliviar el dolor de mi corazón en lo más mínimo.

En los días siguientes, me puse en modo “Pastor Pat”. Me aseguré de atender a cada una de las personas que se acercaron a dejarnos sus condolencias y me esforcé mucho para que se sintieran bien recibidos. Debo de haber parecido tan fuerte por fuera. Pero por dentro, me estaba cayendo a pedazos.

Como ocurre cada vez que muere un ser querido, de a poco cada uno volvió a su casa y las llamadas telefónicas fueron disminuyendo. Al desaparecer la actividad e interacción con otras personas, de pronto me encontré solo con mis pensamientos. Y no pasó mucho tiempo hasta que esos pensamientos comenzaron a llevarme por un camino oscuro y de soledad.

Durante décadas, mi tarea había consistido en poner esperanza en el corazón de los demás y hacer que eleven sus ojos a Dios, Aquel que podía ayudarlos en sus momentos de necesidad. Yo era el Pastor Pat, el hombre que daba respuestas bíblicas. Pero ahora, en mi propio dolor, esas respuestas me esquivaban. Y en lugar de hacer saber de mi dolor y preguntar a otras personas, mantenía todo enterrado en lo más profundo de mi ser y me esforzaba para atravesar cada día.

A la semana, volví a trabajar. Tenía empleados a mi cargo y eventos para organizar. Pero puertas adentro de mi oficina, era la carcasa vacía de un hombre, a merced de oleadas de furia, tristeza, dolor y culpa a las que no estaba acostumbrado. Seguramente podría haber hecho algo para evitar la muerte de mi hijo.

Mi nivel de angustia aumentó cuando empezó a rodearme la oscuridad. El dolor en mi corazón se hizo cada vez más y más intenso. Hice algo totalmente desacostumbrado para mí: fui a una tienda de bebidas y compré una botella de vodka de 750mL, con la esperanza de que ese líquido transparente pudiera hacer cesar el dolor. Salí de la tienda con una botella en una bolsa marrón en la mano y me fui a la oficina.

Escondí la botella en un armario con llave y esperé sentado frente al escritorio hasta que las damas que trabajaban para mí se fueran. Apenas salieron y cerraron la puerta, me serví un trago. Continué sirviéndome y tomando hasta que el dolor que tenía en el corazón cedió lo suficiente como para ir a casa y enfrentar a mi familia, que estaba de duelo.

Esto se repitió durante meses. Logré ocultar mi nueva costumbre hasta el día en el que el exceso de bebida casi me lleva a la muerte. En las últimas horas de la tarde me tomé una botella entera, me desmayé y me caí de la silla de oficina. Cuando volví en mí, de algún modo logré recobrar la lucidez mental para llamar a mi esposa y pedirle ayuda.

No me puedo imaginar la tristeza de Anna al entrar en la oficina y ver que quien fuera un esposo siempre alegre estaba tirado en el piso, completamente intoxicado. Una botella vacía de vodka y el escritorio sobre el que acababa de vomitar rápidamente le explicaron el motivo.

Fue increíble, pero mi dulce esposa no me dijo una sola palabra para lastimarme. En cambio, me abrazó, me dijo que me amaba y me prometió que íbamos a salir de ese valle. Luego observé cómo Anna limpiaba la suciedad que tenía. Qué momento tan humillante.

Después, me preguntó con toda suavidad por qué me había hecho esto a mí mismo. Mi esposa y yo no bebíamos. Le dije toda la verdad: tenía el corazón destrozado y no sabía cómo manejarlo. Los dos estuvimos de acuerdo en que yo necesitaba ayuda. Pero no cumplí. En cambio, continué bebiendo para mitigar el dolor.

Pasé tantas noches sentado al escritorio bebiendo y desnudando mi corazón a Dios. “Señor, tengo el corazón tan destrozado por mi familia y por mí mismo. No pasa un solo instante sin que piense en mi hijo. Señor, ¡esto nos arruinó la vida a todos!”. Luego me hundía en la culpa y le rogaba a Dios que me enseñara qué hice mal o qué podría haber hecho para evitar la muerte de Heath. Un mes después, volví a emborracharme hasta perder el conocimiento. Y lo repetí otra vez…y otra vez más.

Recordando todo esto, estoy seguro de que trataba de matarme. Deseaba con tal desesperación que desapareciera el dolor. Anna tuvo tanta paciencia conmigo, pero la última vez me miró a los ojos y me dijo: “Cariño, no puedo seguir viviendo así. Algo tiene que cambiar”.

Sus palabras me atravesaron el corazón. Me di cuenta de que estaba lastimando a mi dulce Anna, la persona a la que más amaba en el mundo. Si no cambiaba, podía perderla a ella y a mi familia…o ellos podrían perderme a mí.

Había quedado tan atrapado en mi dolor que no me había detenido a pensar de qué manera mis actos estaban lastimando a los demás. Anna tenía razón: algo tenía que cambiar. Juntos, buscamos ayuda profesional. Dios nos guió hasta un médico que me ayudó a manejar la angustia y la depresión por la que estaba pasando. También empecé a visitar a un psicólogo cristiano, que me proporcionó un lugar seguro para descargar mis pesares. Compartí mi dolor y mis luchas con pastores amigos que se mantuvieron a mi lado y me hacían sentir responsable.

Había quedado tan atrapado en mi dolor que no me había detenido a pensar de qué manera mis actos estaban lastimando a los demás. Algo increíble ocurrió cuando dejé al descubierto la desesperación que tenía en el corazón: comenzó a esfumarse la oscuridad. Empezó a aparecer dentro de mí la esperanza de que la vida de algún modo volvería a ser buena. Se me aclaró la mente y logré concentrarme y cumplir con mis obligaciones más fácilmente. Otra vez encontré consuelo en las verdades bíblicas que conocía y en las que creía desde siempre.

Pasaron 12 años desde la muerte de Heath. Todavía me duele el corazón por mi hijo, pero ¡Alabado sea Dios!, Su gracia me ha liberado de las garras de la oscuridad. Y hoy tengo el privilegio de ayudar a otras personas a superar el dolor. “Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren” (2 Corintios 1:3–4 NVI).

Cuando me entero de que alguien ha perdido un hijo, quiero abrazarlo y decirle: “yo entiendo”. También quiero decirle que Dios entiende. Él conoce el dolor de perder a Su Hijo también. Y a Él le importa. “El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido” (Salmo 34:18 NVI).

Tal vez usted conoce la tristeza que describí más arriba y como yo, trató de esconderla o acallarla. Yo tenía tanto temor, me avergonzaba tanto dar a conocer qué profundo era mi dolor. No quería que las personas que acudían a mí para que las aconsejara supieran que tenía debilidades.

No creo ser el único pastor que ha sentido esto. Recién ahora, después de más de diez años, estoy hablando de los detalles íntimos de esa época de mi vida. ¿Por qué? Para que otros conozcan el peligro de aislarse en el dolor. También quiero que la gente sepa que hay luz al final de ese túnel oscuro y solitario de dolor y depresión.

El llanto podrá durar toda la noche, pero con la mañana llega la alegría. (Salmo 30:5). Con ayuda de Dios y la ayuda de otras personas, volverá a respirar. Volverá a reír. A sonreír. Llevará tiempo, años quizás, pero con el amor de Cristo y el amor de Su gente, ese día va a llegar. No se rinda.