En la Segunda Epístola a los Corintios 5:17 dice: “todo el que pertenece a Cristo se ha convertido en una persona nueva. La vida antigua ha pasado; ¡una nueva vida ha comenzado!” (NTV). Descubrí esta promesa cuando estaba en la penitenciaría del condado. A menudo venía gente que visitaba a los presos para compartir con nosotros cómo Cristo había transformado su vida. Yo los escuchaba en silencio, guardándome sus historias en el corazón. Por medio de ellos, Dios me estaba enviando gotitas de esperanza de que mi vida también podía ser distinta.

Un jueves a la noche, un hombre que se llamaba Elder John hablaba con todo entusiasmo sobre el Señor y Su poder de transformación. Nos decía que a medida que creciera nuestra relación con Jesús, la gente nos vería de una manera distinta. De la manera que Dios quiere.

Me llamó la atención la idea de una transformación increíble. “¡Vaya!” pensé. “Podría ser una persona nueva y tener una vida mejor!”. Necesitaba desesperadamente ser un hombre distinto de él que estaba sentado en esa celda de la cárcel. Había tomado muchas decisiones malas en mi camino destructivo.

Cuando era preadolescente, a mí y a dos de mis hermanos nos enviaron a vivir con un familiar, mientras mis padres y mi hermano mayor servían al país en el exterior. Mientras estuve ahí, sufrí abusos físicos y psíquicos.

Les conté a mis padres sobre los abusos, pero el familiar acusado dio otra versión de la historia para salvarse y me pintó como un adolescente rebelde. Al final, el hogar que me habían buscado para vivir siguió siendo el mismo.

Parecía que toda mi familia estaba en mi contra. Me sentí traicionado y abandonado, empecé a deprimirme y a sentir enojo. Decidí que era hora de cuidarme solo. Pensé que para que hubiera algún cambio, tenía que buscarlo yo mismo. Así que me fui a la calle y juré no recordar el pasado nunca más.

Me rodeé de gente que pensé que entendería cómo me sentía y que me apoyaría. Los muchachos de la calle pronto se convirtieron en mis héroes. Mis ojos jóvenes y decepcionados veían que se las estaban arreglando bien. Por supuesto, no pasaban por mi mente sus costumbres de robar y matar. Todo lo que me importaba era que había encontrado una familia nueva que me aceptaba.

Ser aceptado y sentir que me necesitaban eran cuestiones muy importantes para mí. Necesitaba tener una sensación de pertenencia. En la calle, sentí que me necesitaban. Los muchachos me ofrecieron trabajos—aunque eran ilegales—que me hacían sentir importante. No tenía muchos amigos, así que hacía cualquier cosa que me pidieran para conservar los amigos que pensé que tenía.

Cuando tenía 16 años intervinieron mis padres, que me enviaron a Job Corps, pero cuando salí, me enviaron otra vez a la casa del mismo familiar. Continuó el abuso. Me quedé allí durante un año antes de volver a la calle. Esta vez, empecé a consumir drogas.

Comencé a recorrer aquel camino de destrucción, cometiendo delitos sin pensar y todo para conseguir aceptación. Estuve peligrosamente cerca de la muerte varias veces. Solo me mantuvo con vida la mano de Dios. Cuando cumplí los 20, ya tenía más de 35 delitos menores en mi haber. Mi vida se había descontrolado totalmente.

Me buscaba tanta gente que decidí irme a vivir con mi hermano en la base militar Fort Rucker de Alabama. Mientras estaba ahí, conocí a una chica. Pasamos mucho tiempo juntos en Panama City, Florida, visitando a un primo de ella que vivía cerca de la playa. Por medio de él, conseguí drogas para uso personal. Un día me dijo: “Oye, ¿quieres conseguir marihuana y ganar algo de dinero?”.  Parecía un buen negocio, así que empecé a traficar drogas para él en otros estados.

No pasó mucho hasta que me agarraron llevando 140 kilos de cocaína de Florida a Alabama, un delito federal que tiene una pena de 100 años. Me arrestaron y me pusieron en la cárcel.

Y esa era mi situación cuando conocí a Elder John.

Mi pecado de orgullo y rebeldía me había llevado a lo que parecía ser un destino final de desesperanza. Pero en esa situación sin salida, Dios por fin consiguió que le prestara atención. Utilizó a Elder John para mostrarme que en Jesús había esperanza de tener una nueva vida.

Di un paso de fe hacia Jesús que cambiaría mi vida y se la ofrecí. Le pedí que perdonara mi pecado y que me convirtiera en un hombre nuevo, como Elder John dijo que Él podía hacerlo.

Cuando llegó el momento de que me sentenciaran, no sabía demasiado sobre Jesús, pero tenía fe y la Biblia dice que la fe, aunque sea tan pequeña como una semilla de mostaza, puede mover montañas (Mateo 17:20). Confiaba en que mi vida estaba en manos de Dios y que Él abriría los ojos del juez para que viera el nuevo hombre que yo era en Cristo y me juzgara en consecuencia.

Conservé la fe, incluso después de oír al juez anunciar que me estaba dando 99 años por mi delito. Algo me movilizó y le respondí: “No puedo aceptar esa condena, Su Señoría. No es por lo que estuve orando”. En lo más profundo del corazón, sabía que Dios tenía otro plan.

Completamente pasmado, el juez me llamó a su oficina, y también a mi abogado y al fiscal. Allí me hizo preguntas para determinar mi estado mental y me preguntó sobre mi comentario. Le dije que sentía que Dios tenía un plan para mi vida, en el que no estaba pasar 99 años en la cárcel.

Volvimos a la sala de audiencias y la escena se repitió. Una vez más, me negué a aceptar la condena a 99 años. El fiscal se volvió loco y me acusó de burlarme del sistema judicial. Pero entonces ocurrió algo increíble.

El juez empezó a darse golpecitos en la cabeza y dijo: “No sé qué me está pasando, pero me voy a apartar del mandato federal y voy a tener piedad con usted. Sr. Daymon, queda condenado a 10 años de prisión efectiva en una cárcel federal”.  El fiscal protestó enérgicamente, pero fue inútil.

En ese mismo momento decidí aprovechar bien el tiempo que estuviera entre rejas y que pasaría el resto de mi vida honrando a Dios por su bondad conmigo. Solo Él podía haber logrado que esto sucediera.

Durante los 10 años siguientes que estuve preso, estudié la Palabra de Dios. Estaba decidido a sentar las bases sobre las que construiría una vida nueva y a conseguir las herramientas para poder compartir la Palabra de Dios de manera eficaz.

La cárcel trajo aparejados muchos desafíos, especialmente durante los primeros ocho meses en que estuve encerrado en una cárcel federal, hasta que hubo una cama disponible en la Coleman Federal. En ese entorno violento, pronto descubrí que hasta el cristiano más comprometido podía tomar decisiones por miedo. Yo no fui la excepción. Lamentablemente, perdí de vista la grandeza de Dios y Su capacidad de liberarme de ciertas situaciones y me concentré en las amenazas humanas. A consecuencia de esto, hice cosas para garantizar mi seguridad que normalmente no habría hecho.

Mi razonamiento era que Dios conocía mi corazón. Seguramente Él se daba cuenta de que no tenía más remedio que hacer esas cosas para sobrevivir. Además, quedaría libre en diez años. Le recordé a Dios que estas decisiones no eran para siempre.

Pero Dios no compraba nada de lo que yo le vendía y Su Espíritu Santo empezó a hablar conmigo, recordándome que mi modo de pensar no se basaba en la verdad de Dios.

No importa cuál fuera el costo, tenía que elegir el camino de Dios. La Primera Epístola a los Corintios 10:13 promete: “Las tentaciones que enfrentan en su vida no son distintas de las que otros atraviesan. Y Dios es fiel; no permitirá que la tentación sea mayor de lo que puedan soportar. Cuando sean tentados, él les mostrará una salida, para que puedan resistir” (NTV). Hice mío este pasaje y, fiel a Su Palabra, Dios siempre me dio una salida cuando me comprometí a seguirlo y confiar en Él.

Satanás usó el miedo, las amenazas, la manipulación y el control para intentar hacerme dudar de la fidelidad de Dios. Quería que yo observara las situaciones y le quitara la vista al Señor.  Necesité tener fuerza de voluntad en cada instante para mantener a Dios, Su verdad y Sus promesas en primer plano mentalmente y no sucumbir a las mentiras de Satanás, pero Dios siempre valoró mi decisión de seguirlo.

Salí de la cárcel en 1997. Volví en menos de un año, pero no por los motivos que usted se imagina. Esta vez entré voluntariamente para compartir la verdad y el amor de Jesucristo.

Como Elder John, quería que aquellos que buscaban una nueva vida y un camino mejor conocieran a Jesús, el Único que podía transformar sus vidas.

Desde entonces, continué compartiendo la buena nueva en las cárceles. No siempre fue fácil. Como todo el mundo, todavía enfrento desafíos. Por medio de situaciones dolorosas, Satanás continuamente intenta que me cuestione la fidelidad de Dios. Afortunadamente, he optado por entregarme a la verdad de Dios y resistir las mentiras del enemigo y continúo ganando esas batallas (Santiago 4:7).

Hace tres años, perdí a mi hijo a manos de la violencia armada. Mi corazón quedó destrozado, pero Dios me dio la fuerza para ir a la cárcel al día siguiente y darles a esos hombres el mensaje de que Dios es bondadoso, a pesar de lo difícil que pueda ser la vida. Cuando les dije que le había pedido al Señor que me permitiera ser la persona que guiara hacia Jesús al hombre que había matado a mi hijo, todos me miraron como si estuviera loco. Mi deseo no es que ese hombre se pudra en la cárcel o que también se muera; es que encuentre el camino mejor—el camino de Dios—como yo. Solo Dios puede dar un giro a la vida de ese hombre y lograr que sea fructífera.

Dios es el Único que puede dar un giro a su vida y lograr que sea fructífera también. Por favor, dé ese primer paso de fe y entréguese a Él. Él lo aceptará tal como es y Él lo transformará en una creación nueva. Soy prueba viviente de que el Señor puede transformar cualquier vida.