Todo el mundo siempre creyó que cuando yo creciera, me dedicaría a algo que me haría famosa. Mi abuela estaba segura de que iba a ser actriz. Tenía tanta energía y era siempre el centro de atención cuando era pequeña. Pero la actuación no era para mí.

Hace falta convertirse en otra persona y no sé esconder mi verdadero yo demasiado bien.

Tengo tal exceso de emotividad recorriéndome el alma, que inevitablemente se derrama sobre el mundo que me rodea. Así es cómo funciono. Si estoy enojada, se va a dar cuenta. Si estoy contenta, también se va a dar cuenta. Y si me emociono hasta las lágrimas…va a ver esas lágrimas. Muchas. A veces son lágrimas de felicidad; otras, lloro por la situación del mundo.

Recuerdo el día en que la corrupción en el mundo del deporte me hizo llorar y cambió el rumbo de mi vida. En ese momento, yo era la única periodista mujer en los canales del SiriusXM College.

Ese día, las noticias que llegaban desde el deporte me revolvieron el estómago. Justamente estábamos en medio de los escándalos de la Univ. Estatal de Pensilvania y de la Universidad Baylor. Las noticias de todos los días se referían a cuestiones que castigaban duramente al deporte. Esto me tenía mal. Conocía a tantos entrenadores y jugadores universitarios que realmente eran buenas personas que estaban haciendo cosas extraordinarias por sus programas. ¿Por qué nadie hablaba de esas historias? En cambio, las cadenas más importantes no daban a conocer más que las noticias negativas.

No mucho después, estaba en la boutique de mi mamá y oí por casualidad a una mujer que decía: “Los jugadores universitarios de fútbol americano son todos un montón de _______”. Póngale la mala palabra que falta. Algo dentro de mí me impulsó a contestarle: “No, señora, no es así. Son esposos, padres, son hijos. Es verdad que algunos tomaron malas decisiones, pero eso no significa que todos sean iguales”.

Al poco tiempo, se hizo viral un artículo que escribí para GridIronNow.com, “El fútbol americano universitario me está rompiendo el corazón”. Esto me llevó a pensar que tal vez podría ayudar a jugadores y entrenadores a hacer un cambio, para que no hubiera solo noticias negativas. Podía enseñarles a crear y proyectar una historia de vida positiva y a utilizar sus programas de deportes de manera que dejen una huella favorable en el mundo.

Comencé un movimiento llamado “Estoy cambiando la historia” y escribí un proyecto para atletas. Al principio, lo diseñé para atletas de escuelas secundarias y más tarde, entrenadores de universidades como la Estatal de Florida y la Clemson querían oírme hablar. Este movimiento pronto se extendió más allá del atletismo para llegar a escuelas y corporaciones y ahora va en camino al sistema carcelario.

Mi mayor gozo es ayudar a los demás a cambiar sus historias de vida. Pero tal vez se pregunte cómo aprendí a hacerlo. Fue el resultado del proceso de tener que volver a escribir la historia de mi propia vida.

Como muchos, perdí el rumbo durante mi adolescencia y emprendí un camino oscuro que casi me destruyó a mí y a quienes me rodeaban. Francamente, pude haber aparecido muerta en una zanja, después de consumir drogas ilegales durante casi una década. Pero gracias a Dios, no fue así. Ese callejón sin salida no era el fin de mi historia y el motivo fue Dios.

Dios me persiguió y Él me rescató. Me dio una identidad nueva como Su hija, reparó mi corazón destrozado y mi mente confundida y tuvo paciencia para amarme hasta que recuperé mi integridad con Él. Después, Él me ayudó a escribir una nueva historia. Y hasta el día de hoy, Él sigue escribiendo capítulos nuevos, con giros imprevisibles que exceden por mucho mis sueños y expectativas más delirantes (Efesios 3:20). Mi mayor privilegio es ayudar a que otras personas experimenten esta vida de aventuras con Dios.

Sé lo que es sentirse ahogada por la vergüenza y la culpa todos los días. Es una carga pesada que no le deseo a nadie. También sé lo que es liberarse de ese peso muerto. Y lo que quiero es ayudar a que otras personas descubran esa libertad; tal vez, incluso a usted.

Me inicié en ese camino oscuro cuando me enteré de que era adoptada. Era una adolescente cuando mi papá, David Baribeau, comentó que no me conocía de toda la vida. La idea de que yo no era su hija biológica me golpeó como una tonelada de ladrillos.

Atormentada, corrí a la casa y enfrenté a mi mamá. Parecía algo confundida y me dijo: “Cariño, ¿no recuerdas? Te dijimos que eras adoptada cuando eras pequeña”.  La magnitud de lo que me habían dicho obviamente no había tenido sentido en mi mente de niña de cinco años. Pero como adolescente, cambiaba todo. De pronto, tenía tantas preguntas.

¿Por qué se había ido mi papá biológico? ¿Por qué nunca había vuelto para conocerme? ¿No me quería? Me hice a la idea de que era una persona detestable, aunque mi mamá y mi papá adoptivo me habían amado incondicionalmente. Incluso él siguió apoyándome después de divorciarse de mi mamá; pero en ese momento, no tenía ningún valor para mí.

Decidida a descubrir mi verdadera identidad, encontré a mi papá biológico y a mis medios hermanos. Ese evento tumultuoso sacudió aún más mi mundo destruido. Amaba a Dios y sabía que Él me amaba; había puesto mi fe en Él durante un campamento en la secundaria. Pero el tema de mis padres era una carga pesada en mi alma adolescente y me llevó a la confusión. Y después mi mamá volvió a casarse, y otra figura paterna apareció en escena. Para calmar mi caos interno, comencé a experimentar con drogas y alcohol.

Terminé la secundaria, me fui de casa para ir a la universidad y me dediqué de lleno a la juerga. Sin embargo, también me estaban pasando muchas cosas buenas. No me di cuenta en ese momento, pero Dios me estaba iniciando en una carrera en el mundo de las transmisiones deportivas, que más tarde Él iba a utilizar para llegar a muchas vidas.

Todo comenzó cuando ingresé al equipo Ojo de Halcón en la Universidad Auburn. Nuestra tarea era informar lo que ocurría en el campus. Me encontré cubriendo partidos de fútbol americano y entrevistando a jugadores. Me enamoré de todos los aspectos del fútbol americano y de las transmisiones. La intensidad del juego, el crujir de los cascos, la velocidad del juego, la adrenalina, los gritos de los aficionados: lo percibía todo y era algo que me intoxicaba. Pedí más trabajo en eventos deportivos y me lo dieron.

Mi carrera en los medios de difusión fue rápida, pero tenía una doble vida. Vivía de juerga los fines de semana. Al poco tiempo, los “buenos momentos” se extendieron a los días de semana. Poco después, necesitaba la pequeña dosis de cocaína que me diera la confianza para enfrentar cada día. A veces pasaba la noche de juerga y hacía mi programa de radio al día siguiente. Esa doble vida era desgastante.

Créame que Satanás, el enemigo de mi alma, me recordaba a diario el desastre que era. Y yo también le creía; estaba tan avergonzada de mi vida. ¡Mis padres no me habían criado para vivir así!

Mi papá adoptivo era un militar que me enseñó a vivir con disciplina y me transmitió el gusto por la aventura, ya que vivimos en distintas partes del mundo.

Mi mamá me había enseñado la importancia de tener integridad y proteger mi nombre. Me había inculcado el amor por la lectura y el aprendizaje. Por sobre todo, me había enseñado a tener una relación con Jesucristo. Mi mamá buscaba a Dios con vehemencia, dejando al descubierto sin vergüenza alguna sus errores, su dolor y desesperación para que Él pudiera restaurarla. Él siempre la recibió en sus brazos misericordiosos.

A pesar de tener el amor de mis padres y del Señor, elegí mi propio camino. Estaba segura de que podía llenar el vacío de mi corazón con lo que el mundo me ofrecía. Pero eso era como intentar llenar con arena un balde sin fondo. Nunca acabaría mi tarea.

Viví así durante casi diez años y a los 29, ya no pude más. Estaba tan cansada de intentar ser importante. Mi loco estilo de vida me había pasado factura; ya ni siquiera me reconocía en el espejo. Era una escuálida que, además, no tenía palabra para nada.

Pero una noche, el Señor me reveló las consecuencias inevitables de mis elecciones. A través de una visión me mostró que, si no cambiaba, terminaría destruyendo a mi familia, o en la cárcel, o muerta o mataría a alguien. Me vi como un tren sin maquinista que se dirigía por la vía equivocada hacia el peligro a toda velocidad. Esta visión me dio miedo; no quería que mi vida terminara de una manera tan trágica.

Pero iba a necesitar otra visión para llevarme a un lugar de entrega total. Antes de hablar de eso, quiero agregar que durante todo el tiempo que hice las cosas a mi modo, el Señor nunca dejó de hablarme, de ocuparse de mí y de recordarme de que yo había sido creada para otras cosas. Cuando me perseguía, nunca sentí que fuera como una condena, sino más bien una persuasión llena de misericordia. Hay una diferencia. Y reconocer la diferencia es lo que me permitió saber que el Señor me estaba hablando.

Una noche me desperté y vi la imagen de Jesús parado en un rincón de mi habitación. Me estaba mirando, pero no con una mirada que decía “Estoy enojado contigo”. Se veía triste. Entonces Él me dijo: “Muchacha. No te creé para esto. Te creé para tantas otras cosas. Vuelve a Mí, Rachel, te amo”. Nunca voy a olvidar la mirada de Sus ojos y la ternura de Su voz. Tocaron lo más profundo de mi alma.

Traté de consumir una vez más después de este encuentro, pero en cuanto la cocaína me llegó a la nariz, empecé a llorar. Sabía que no era lo que Dios quería para mí. Un amigo fue testigo de mi lucha y se quedó conmigo esa noche para asegurarse de que estuviera bien. Al salir el sol, corrí a la puerta y fui derecho a la iglesia de mi mamá, caí de cara al suelo en el altar y le entregué mi vida a Jesús.

El Señor me liberó de la adicción a las drogas ese día y nunca volví a caer. En cambio, busqué a Dios con vehemencia, como lo había hecho mi mamá. Me sumergí a fondo en Su Palabra para descubrir Su verdad. Y me impuse la misión de ayudar a otras personas a encontrar la libertad que Él me concedió generosamente. Sé que solo el Señor puede cambiar realmente la historia de vida de alguien. Solo Él puede sanar el corazón roto de una persona y reconstruir sus sueños destruidos.

El Señor comenzó a restaurar mi vida al poner en descubierto años de dolor, vergüenza y culpa que acompañaron una década de rebeldía. Había lastimado a tanta gente sin ninguna necesidad, sobre todo a mi mamá y mi papá adoptivo. Deseaba con todo mi ser retroceder en el tiempo y arreglar todo, pero era imposible.

Seguramente usted también tuvo situaciones que lamenta. Quizá no le dijo a alguien que lo quería y ya no está. Tal vez traicionó la confianza de alguien, o no fue el padre, hermano, hijo o esposo que debería haber sido. Todos hemos dicho y hecho cosas que lamentamos.

Pero esto es lo que el Señor me enseñó sobre las culpas:  Si no las manejaba, me iban a paralizar e impedir tener la vida que Dios deseaba para mí. Lo que pasó, pasó. No podía volver al pasado para cambiarlo. Solo podía seguir adelante y llevar una vida mejor.

El apóstol Pablo tuvo que hacer lo mismo. En Filipenses 3:13–14 dice: “Olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo que está delante, sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús”  (NVI).

Dios tenía un plan que yo debía seguir (Jeremías 29:11). Pero para cumplirlo, debía descubrir mis remordimientos y demás sentimientos que se habían apoderado de mí. Debía asumir la responsabilidad por mis errores, enmendarlos y luego ofrecérselos a Dios. Hebreos 12:1 me enseñó a despojarme del lastre que me estorba, en especial del pecado que me asedia. Solo cuando hice esto pude correr con perseverancia la carrera que tenía por delante.

Pero deshacerme de mi “basura maloliente” no fue fácil. (Así llamo a la basura emocional con la que convivía por dentro y me mantenía esclavizada). Tenía que hacerme preguntas difíciles e incómodas, como: ¿A quién lastimé? ¿Qué hice o dejé de hacer; dije o dejé de decir? ¿A quién no perdoné? ¿Qué cosa querría corregir si pudiera volver al pasado? Cuando escribí las respuestas a esas preguntas, entendí qué cosas me impedían avanzar.

Entonces fue el momento de ofrecerle mi pasado al Señor. Como el rey David en el salmo 139:23–24 (NVI), tuve que decir: “Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón; ponme a prueba y sondea mis pensamientos. Fíjate si voy por mal camino y guíame por el camino eterno”. Así lo hizo. Y luego me mostró cómo enmendar mis errores, uno por uno.

Uno de mis mayores remordimientos fue que evité a mi padre adoptivo durante mi década de rebeldía. Las fiestas y mis ambiciones habían sido más importantes para mí que estar con él. Estaba tan, pero tan equivocada. Lamentablemente, falleció antes de que tuviera la posibilidad de pedirle perdón. Nunca llegó a verme a mí, su bebita, convertirse en todo lo que él había deseado ni a saber que puse en práctica todo lo que me había enseñado. Pero sé que ahora me ve y puedo sentir cómo me alienta desde el cielo (Hebreos 12:1).

Por suerte, tuve la posibilidad de disculparme con mi mamá y que ella me perdonara.  Su amor cristiano puso un manto sobre mis errores y me abrazó como solo una madre sabe. Hasta su muerte en 2019, vivimos cada día a pleno. Pusimos el pasado en el espejo retrovisor, como corresponde.

Fue mucho más fácil dejar atrás la culpa cuando pude decir “perdón” y demostrar que mis disculpas eran sinceras. También fue más fácil seguir adelante cuando esa persona dijo que me perdonaba, como lo hizo mi mamá. Pero eso no siempre pasa.

A veces la gente muere antes de que podamos disculparnos y arreglar las cosas. Otras veces, la gente no acepta nuestras disculpas. Así, con ayuda de Dios, es cómo aprendí a manejar estas situaciones:

En caso de fallecimiento, la mejor alternativa sería ofrecerle una disculpa sincera al integrante de la familia más cercano. Escriba una carta o visite a ese ser querido (siempre y cuando sea apropiado). Honre a quienes haya lastimado y en lo posible, trate de enmendar la situación.

¿Pero qué pasa si alguien se niega a aceptar sus disculpas? Bueno, tendrá que dejarle esa persona a Dios. No puede obligar a nadie a perdonarlo si no quiere. Solo Dios puede tocar el corazón. Todo lo que puede hacer en esta situación es disculparse con sinceridad y actuar de otra manera en el futuro. Eso es todo lo que el Señor necesita.

Dios conoce su corazón y si usted está realmente arrepentido por lo que ha hecho y le ha pedido perdón a Él, Él lo ha perdonado (1 Juan 1:9). Sus transgresiones están redimidas por la preciosa sangre de Jesucristo y Él nunca volverá a recordarlas. (Lea el salmo 103 y Efesios 1:7.)

No se aferre al pasado. Suelte esa pesada carga de culpa. Dios no lo preparó para vivir con ese peso de dos toneladas colgando del cuello. Dios quiere que sea libre. ¡Él murió para que sea libre!

El demonio es quien quiere que viva abrumado por la culpa. Es esa voz en su cabeza que nunca calla y le recuerda sus errores, encadenándolo a ellos como un esclavo.

Jesús lo invita a acercarse a Él para encontrar descanso (Mateo 11:28). ¡Vamos! Entréguele toda su basura maloliente a Él. Él la tomará para que pueda irse en libertad.

Es hora, amigo, de decirle al demonio que se calle. Hágalo. Dígalo en voz alta: “¡Ya basta, Satanás! Dios perdonó mis pecados. No voy a seguir hundiéndome en la culpa y la vergüenza. Hice todo lo que pude para enmendar mis errores y ahora voy a seguir adelante con Dios de la mejor manera posible. No tienes que decirme nada más”. Después, niéguese a seguir escuchando esa voz de la derrota. No permita que la culpa lo tenga maniatado.

En cambio, que su lema de vida sea hacer todo lo que pueda con lo que tenga, de la mejor manera posible. Todos los días, busque a alguien para ayudar y ayúdelo. Si le ha hecho mal a alguien, pida perdón rápidamente: a Dios y a la persona que agravió. Luego siga adelante, esforzándose por mejorar.

No importa cómo fue su vida hasta ahora, nunca es demasiado tarde. Nunca es demasiado tarde para que Dios cambie su historia de vida. Dele a Dios la lapicera y deje que Él comience a escribir un nuevo libreto. Ofrézcale cada uno de sus remordimientos y confíe en que Él los utilizará de modo que tengan un efecto positivo en el mundo.