Tenía 21 años la primera vez que recuerdo que mi mamá me haya dicho que me quería.

Estaba sentada frente a mí en una sala de visitas de una cárcel en Carolina del Norte. “Hijo ¿cuándo te vas a enderezar y a hacer las cosas bien?” me dijo, sacudiendo la cabeza. Después agregó: “Te quiero”.

Sus palabras me tomaron tan por sorpresa que me levanté de la silla y les pedí a los guardias que me llevaran de vuelta a mi celda. Tenía que salir de esa sala. La idea de que mi mamá me quería me desestabilizó. Nunca había sentido que me quisiera.

Ella y mi padrastro bebían mucho, no se ocupaban de mi hermano y de mí y abusaban de nosotros. Nos comportábamos de la mejor manera que sabíamos, pero igual éramos objeto de sus abusos.

Mi padrastro dejó en claro que me odiaba. A menudo me recordaba con palabras y puñetazos que era una carga para él. Mi padre biológico se había mudado a Nueva York unos años antes y se negó a hacerse cargo de mí. Era terrible que no me quisieran.

Como muchos niños que viven en la pobreza y en hogares abusivos, a menudo me iba a la cama con hambre. La única preocupación de mi padrastro era conseguir su próximo trago y solía vender nuestra comida a cambio de alcohol, sin importarle las necesidades de su casa. Me acostaba en la cama con hambre y miedo. Mi hermano y yo nunca sabíamos cuándo irrumpiría en nuestra habitación y se las agarraría con nosotros para vengarse de sus frustraciones.

No entendía por qué mi vida era tan distinta de la de otros chicos. ¿Por qué yo no tenía una familia que me cuidara, ni comida ni ropa adecuada? ¿Por qué no podía ir a la escuela?

Durante el día, mi hermano y yo trabajábamos en los campos de algodón del pueblo; no podíamos ir a la escuela. Nuestros padres nos quitaban que ganábamos para comprar bebida. Cuando tenía 9 años, me escapé. Me sentí más protegido y cuidado en las calles que en mi propio hogar.

No pasó mucho para que me metiera en problemas. Un juez me envió a la Martin Training School para chicos negros en Rockingham, NC. Estuve allí dos años y después me enviaron otra vez a casa. Me pusieron en la escuela, pero allí los chicos se burlaban de mí por ser tan pobre y tener tan poca educación. Empecé a escaparme de la escuela, pero los encargados de tomar asistencia siempre me encontraban y me llevaban de vuelta. Esto siguió así hasta que tuve 16 y dejé definitivamente el estudio.

Volví a la calle, donde me arrestaron muchas veces y me caratularon como “delincuente violento”. Siempre había alcohol de por medio. Después de mi último arresto, mi mamá fue a visitarme. Ahí me dijo que me quería. A pesar de todo el dolor que me había provocado, sus palabras me destrozaron el corazón.

Cuando volví a mi celda, los muchachos me preguntaron si quería seguir el juego de cartas que interrumpimos por su visita. Les dije que no y me fui directo a la cama.

Empecé a pensar en los cristianos que venían a menudo y compartían el amor de Dios conmigo y los demás presos. A esos desconocidos les importábamos lo suficiente como para hablarnos del amor de Dios. Estaban más preocupados por mí que mi propia familia. Al recordar su bondad, de pronto me vinieron a la mente los pasajes bíblicos de los que nos hablaban.

Me puse de rodillas y oré. “Dios, no te conozco demasiado. Y no sé cómo llegar a conocer­te, tampoco. Enséñame quién eres”. Le dije al Señor cuánto lamentaba las cosas malas que había hecho. Y le pedí que me ayudara a hacer el bien y ayudar a otras personas. Dios oyó mi oración y desde ese día, mi vida cambió.

Un mes más tarde, con dos condenas a cinco años en la cárcel a cuestas, me trasladaron a la Penitenciaría Butner. Allí aprendí tanto sobre Dios. Él me demostró que no hay puerta alguna que no pueda abrir, ni siquiera la de la cárcel. En menos de dos años me dejaban en libertad condicional. Pero ningún condado de Carolina del Norte quería aceptarme, por mis antecedentes de violencia. Después, la Junta de libertad condicional de Pitt County llamó y dijo que ellos me aceptarían. Me pusieron en libertad y me mudé a Greenville, NC.

Cuando llegué era una persona joven, llena del Espíritu de Dios y muy entusiasmada por tener una vida nueva. Un curso técnico que hice allí me permitió encontrar trabajo como soldador, pero todavía me faltaba relacionarme con personas piadosas y el apoyo que sabía que necesitaba. Así que empecé a asistir a algunas iglesias locales. Pensé que seguramente allí encontraría ayuda.

Pero me rechazaron. Varias personas incluso me dijeron que no querían que fuera a su iglesia. No podían ver más allá del hombre que había sido, ni el hombre de Dios en el que deseaba convertirme.

Me sentí humillado y rechazado por esos que se llamaban cristianos. Más tarde aprendería que no todo aquel que se dice cristiano es un verdadero seguidor de Jesucristo. Juan 13:35 dice que se puede detectar a un verdadero creyente por su amor a los demás.

Desalentado, volví a la calle, donde sabía que me aceptaban. Al poco tiempo, empecé a beber otra vez. Por suerte, Dios me envió a alguien antes de volver a transitar ese viejo camino que ya conocía.

Estaba parado frente a un restaurante local cuando un hombre de mi edad, más o menos, se acercó para preguntarme si necesitaba trabajo. Tenía una propiedad grande y necesitaba ayuda con el mantenimiento. Acepté la oferta; precisaba el trabajo.

Nunca había conocido a nadie como este hombre, Parker Overton. Era amable, generoso: me hizo sentir como un ser humano incluso antes de llegar a conocerme. Trabajé para él durante un tiempo y luego le pregunté si podía ayudarme a recuperar mi licencia de conductor. La había perdido por conducir intoxicado en el pasado. Me dijo: “Frank, quisiera ayudarte a recuperar tu licencia, pero no puedo. Sigues bebiendo y si te ayudo a que vuelvas a conducir, podrías matar a mi familia”.

Se me quedaron grabadas esas palabras y dejé de beber. Al poco tiempo, también dejé de fumar. Resulta que el jefe, como me gustaba llamarlo, no soportaba el olor a cigarrillo. Ni siquiera quería ver una colilla en el suelo. Me preguntaba: ¿qué clase de hombre es este? Pero me atraía tanto su forma de ser y hacer las cosas. Sabía que podía confiar en él.

Un día, el jefe me dijo: “Frank, si te quedas y me ayudas, yo voy a estar a tu lado. Voy a ayudarte y a cuidarte”.

A partir de ese día, cumplí mi promesa de quedarme con él y ayudarlo en lo que necesitara y el cumplió la promesa que me había hecho. Nunca me negó.

Es un sentimiento extraño cuando te cuida alguien que no te debe nada. El jefe y su esposa Becky me han invitado a su casa, me permitieron sentarme a su mesa y muchas veces me dieron de comer. Me han ayudado de tantas maneras que jamás podré retribuir. En el jefe, Dios me dio el padre que nunca había tenido.

En los 35 años que pasaron desde que nos conocimos en ese restaurante, he cortado miles de millas de césped. Y todo el tiempo agradezco a Dios por Su intervención generosa. He llorado, cantado y gritado desde el asiento de aquel tractor, elevando mi voz a Dios en agradecimiento, además de entregarle todas mis preocupaciones. Sé que ha oído cada palabra y visto cada lágrima, porque siento Su presencia todos los días. Una vez, un vecino me preguntó a quién demonios le estaba hablando en ese tractor. “Le estoy hablando a Dios”, le dije. No me importaba cómo me veían los demás.

Hoy, gracias a Dios, mi vida es totalmente distinta de lo que fue al principio. No, mi familia nunca me trató bien, pero Dios jamás me abandonó. Él envió gente a mi vida que me amó, me apoyó y creyó en mí. Él me ayudó a tomar buenas decisiones, tratar bien a la gente, construir una iglesia y ser su pastor.

Y cuando enfrenté momentos difíciles, Él me dio fortaleza y consuelo. Como cuando en 2014 perdí a Delois, mi esposa durante casi 30 años y a mi hermano Otis en 2004. Estaba paseando al perro, cuando un grupo de adolescentes pasó en auto y le disparó porque sí. Ni siquiera lo conocían. Dios incluso me ayudó a tomar decisiones sobre la atención médica de mi padrastro en su vejez. Con nuestro pasado, de no ser por Dios, eso no habría sucedido.

Dios está listo para ayudarlo a usted también. Solo espera que se ponga de rodillas y eleve su clamor a Él. Cuando desee a Dios, Él cambiará su vida de maneras que ni siquiera puede imaginar. Confíe en Él. Él siempre será bueno con usted, incluso cuando las personas y las situaciones no lo sean.