La fe es tan pequeña como una diminuta semilla de mostaza.

Eso es lo que me dijeron que necesitaba para que Dios llegara a mi vida para cambiarme. Eso me servía, porque una diminuta semilla de fe era todo lo que tenía. Resultó suficiente. El amor de Dios encontró esa pequeña semilla de fe con un poder capaz de mover montañas y cambió mi vida para siempre.

Ni siquiera quería creer en Dios en ese momento y, por cierto, no quería tener nada que ver con la iglesia ni el cristianismo. Pero mis deseos no coincidían con el amor de Dios que siempre nos busca. Mi historia es prueba de que Dios no se detiene ante nada para darse a conocer a uno de Sus hijos, no importa lo rápido o lejos que haya corrido para escapar.

Hacía semanas que venía oyendo a las otras mujeres en la cárcel hablando entusiasmadas de un evento cristiano próximo, que duraría un fin de semana y estaba organizado por un ministerio carcelario llamado Kairos. Todas las mujeres que conocía se habían anotado en la lista, esperando ser una de las treinta (o algo así) que elegirían para asistir.

Mis amigas trataban de venderme el fin de semana. Me hablaban de la comida y las actividades increíbles que habría, pero a mí no me importaba nada. “No me importa lo que sirvan, ¡yo no voy!” les dije. No se me pasaba por la cabeza ir a la iglesia durante una hora, mucho menos tres días enteros. ¡Al diablo, no!

Unos días después, una chica se me acercó corriendo y me felicitó por entrar en la lista. “¡¿Qué?! ¿Cómo?” No había manera de que mi nombre estuviera en esa lista, cuando nunca me había anotado. Me llevó hasta donde estaba y me señaló el final de la página. “¿Ves? ¡Ahí está!” Sin duda, ahí estaba.

Repetí lo que venía diciendo todo el tiempo: “Yo no voy”.

Me mantuve firme hasta el día anterior al evento y entonces una buena amiga me ayudó a cambiar de opinión. Ella se daba cuenta de que algo me perturbaba y me animó a usar el fin de semana como una especie de vacaciones de la vida en la cárcel. Así que fui, pero estaba decidida a no disfrutarlo.

Me levanté con una actitud negativa esa mañana y levanté todas las paredes emocionales que pude. No iba a permitir que nadie entrara. Pero era difícil mantener esa actitud y las paredes con todas esas mujeres saludándome en la puerta. Los abrazos y las sonrisas llenaban la sala, cuando cada una expresaba lo contenta que estaba de que hubiera ido. Me controlé para no decirles cómo me sentía realmente por estar allí.

La forma en que interactuaban conmigo era tan desconocida para mí. No lograba entender por qué eran tan amables. No me conocían ni sabían qué había hecho. Podría haber sido la persona más infame del mundo, pero a ellas no parecía importarles. Ni una de esas damas parecía estar intentando adivinar qué había hecho yo para estar en la cárcel. Nunca había sentido tanta amabilidad. Y no pude evitar preguntarme de dónde vendría.

Leer mi historia le ayudará a comprender mejor mi corazón aislado y mi desconfianza de la gente. Haría falta una pequeña biblioteca para hablar de cada detalle y honestamente, ciertos detalles serían demasiado para algunas personas. Así que digamos simplemente que las cosas que me pasaron y las que hice no son buenos temas para empezar una conversación.

O sea, ¿cómo hace uno para compartir—por qué compartir—que cuando tenía un año la secuestraron en la casa de su abuela y la llevaron a México, donde la encerraron en un baño durante 17 meses? ¿Cómo hablar del abuso violento y las cosas detestables que pasó o cómo contar que la quemaron en una cocina, le escaldaron la piel bañándola en agua casi hirviendo y la obligaron a comer heces? Ahora, imagínese que esta pesadilla fue obra de su madre y el novio, un traficante de drogas.

Esa es solo una instantánea de mi vida. Estoy segura de que ya se le está revolviendo el estómago.

Por suerte, mi madre puso fin a la pesadilla cuando me abandonó casi inconsciente en un hospital de Louisiana. Tenía tres años. Ella y el novio habían regresado a Estados Unidos para un negocio de drogas. Mientras estábamos allí, él decidió patearme la cabeza incontables veces.

De algún modo, todavía recuerdo esas enormes botas amarillas de trabajo acercándose a mi cara una y otra vez. Oigo a mi madre gritándole que pare. Recuerdo la sangre…por todos lados. Después me agarró en los brazos, salió corriendo por la puerta y me dejó en el hospital más cercano. Ahora tengo 36 y jamás volví a verla ni a saber de ella.

Durante bastante tiempo, nadie supo quién era. Las autoridades solo sabían que era una pequeña con un traumatismo se­vero. Me colocaron en el sistema de acogida familiar, donde comenzó otro camino difícil.

Pasé un tiempo en el sistema de acogida, hasta que milagrosamente me reuní con mi abuela. Pero como se podrá imaginar, la gravedad de los abusos sufridos me había dejado huellas emocionales profundas. Con frecuencia tenía fogonazos de recuerdos que me provocaban ataques de pánico, con todos los síntomas posibles. Mi abuela me quería mucho, pero no sabía cómo manejar mis problemas. Volvió a enviarme al sistema de acogida.

Fui una adolescente problemática, llena de ira y desesperanza. Saltar de un hogar a otro y de una escuela a otra solo me provocaba más frustración. Deseaba tener estabilidad, encontrar un lugar donde me sintiera querida y comprendida.

Recién a los 12 conocí estas cosas: cuando me arrestaron y enviaron a un centro para delincuentes juveniles. Allí, por fin me sentí segura y de algún modo protegida, ya que sabía que no me iban a echar. Sé que suena loco, pero fue bueno sentirme “buscada”.

Durante la década siguiente, entré y salí de la cárcel todo el tiempo, principalmente por mi incapacidad para guardarme los puños. Era una pequeñita peleona; solo se trataba de pelear. Había descubierto desde muy pequeña que lo único que sabía hacer bien era recibir un golpe. Había sido víctima de abusos brutales desde bebé y más abusos inclusive mientras estuve en el sistema de acogida, así que no me daba miedo lo que alguien pudiera hacerme. Sabía por experiencia que el dolor físico apenas duraba un momento, a pesar de lo fuerte que fuera el golpe. Pero al que tirara el primer golpe, más le valía que fuera el mejor que tenía, porque yo se lo devolvía.

No solo me defendía a toda costa, sino que además adopté el rol de protectora de otros. Yo era la amiga que siempre defendía. Y mis amigas lo sabían. A veces se aprovechaban de eso, pero no me importaba. Pensaba que mientras peleara por ellas, no me dejarían. Quería que me aceptaran a cualquier precio.

Aun cuando ese precio fuera una condena a tres años de cárcel.

Me adapté rápido a la vida en la cárcel. Y como tantas otras mujeres allí, comploté, engañé y manipulé para lograr sobrevivir cada día. Pero estaba ansiosa por volver a mi antigua vida, así que me esforcé por conseguir conexiones con el exterior. Me faltaba un año para salir, cuando mi vida dio un vuelco inesperado, sin buscarlo, en ese evento de Kairos.

Como comenté antes, las damas que estaban en el evento me recibieron en la puerta con un cariño desconocido para mí. No quería oír nada de lo que decían, pero no pude evitar lo que sentí: amor puro e incondicional. Antes de que me diera cuenta de lo que sucedía, mis paredes empezaron a caer.

De pronto, me corrían lágrimas por las mejillas. ¡¿Qué me pasa?! Yo no era una llorona. Ni siquiera había llorado cuando me condenaron a la cárcel. Luchaba como un pitbull, tratando de que no se me escaparan esas lágrimas. Lo último que quería era que alguien me viera llorar en ese lugar.

Pero cuanto más luchaba, más lágrimas me caían. Pronto, cada lágrima que había contenido en mi vida, rodó. Para mi espanto, las mujeres me rodearon, me pusieron la mano en la espalda y oraron. Sentí como descargas eléctricas que me recorrían el cuerpo.

Me levanté y fui al baño: lo que vi en el espejo me dejó sin aliento. Tenía toda la cara hinchada y roja. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué había quedado tan conmovida? Recordé el tema de la mañana.

Las mujeres habían hablado sobre cómo Dios podía hacer milagros si teníamos fe, incluso con una fe tan pequeña como un minúsculo grano de mostaza. Me puse de rodillas en el piso de ese baño y murmuré: “Dios, todo lo que tengo es fe del tamaño de un grano de mostaza. Si existes, tienes que enseñarme”.

Cuando salí del baño, atravesé la sala hasta llegar a mi asiento con la cabeza baja. No quería que nadie viera mi cara hinchada. Pero apenas levanté la mirada y vi que las chicas me observaban, me quebré y lloré sin poder controlarme. Con cada movimiento de mi cuerpo, parecía como que me quitaban mil ladrillos de encima. Dios me estaba librando de todo el bagaje emocional que ni siquiera sabía que cargaba. Me sentí liviana como una pluma.

A la mañana siguiente, regresé al evento ¡pero ahora tenía hambre! Y no por la comida que nos habían traído. No, tenía hambre de saber más sobre lo que me había pasado el día anterior. ¿Cómo me habían quitado ese peso de encima? ¿Y por qué veía a la gente de otra manera? Solo un día antes había sido tan criti­cona y cínica. Ahora estaba llena de compasión y amor. Era tan extraño. Y, además, como si fuera poco, ¡había regalado mis cigarrillos!

El fin de semana acabó rápido, pero después de eso, asistí a todos los servicios de la iglesia que pude. Tenía ese deseo insaciable de saber más de Dios. Hice nuevas amigas, Jody y Alex, y juntas nos zambullimos en la Palabra de Dios. Las tres nos sentíamos responsables la una de la otra, nos ayudábamos a mantenernos fuertes y nos empujábamos mutuamente a conocer a Dios más íntimamente.

Todos los días los versículos saltaban de las páginas de la Biblia y se me metían en el corazón. La Palabra de Dios está viva, tal como dice Hebreos 4:12. Fue emocionante haber tenido revelaciones todos los días con ayuda del Espíritu Santo de Dios.

Quienes me rodeaban vieron la prueba de la fe en mi vida. Sabían que solo Dios pudo haber obrado esos cambios en mí. Estaba distinta: ahora era amable y una persona vulnerable. De ninguna manera podría haber logrado esos cambios por mi cuenta.

Mi vida era un testimonio vivo de lo que podía hacer Dios con fe del tamaño de un minúsculo grano de mostaza.

Un año después, me liberaron de la cárcel e ingresé en un hogar cristiano de transición en Florida Central con mi amiga Alex. (Ver su historia en la pág. 8s.) Allí, mi fe se fortaleció aún más. Después de 16 meses, regresé a Florida del Norte para estar cerca de mi abuela. Ella continúa maravillada por la forma en que Dios cambió mi vida. Le encanta estar con quien es mi esposo desde hace siete años y nuestros dos hijos. Mi abuela ha sido la única constante en mi vida, y la quiero muchísimo.

Desearía poder decirle que he sido una cristiana modelo, pero no es así. He luchado en muchos frentes. Es interesante cómo Dios eliminó inmediatamente algunos de mis hábitos destructivos, pero dejó otros, como el trastorno alimentario, para enseñarme a confiar en Él. Y en algunos hábitos tuve que trabajar con temor y temblor (Filipenses 2:12). Fue una experiencia que me hizo más humilde.

He cometido errores, muchos; pero no importa de qué se tratara, el Señor nunca se dio por vencido conmigo. Por supuesto, no es mérito mío: es porque mis acciones no pueden cambiar la esencia de Dios. Lo que yo haga no aumenta ni disminuye Su amor por mí, Su hija.

Dios no es como un padre terrenal y eso me alegra tanto.

Pensar que Dios me ha perdonado todas las cosas terribles que hice es sobrecogedor. Pero yo sé que Su amor y Su perdón son verdaderos (1 Juan 1:9). Desde el momento en que encontré el amor del Señor, dejé de ser quien era. Ezequiel 36:25–26 explica perfectamente lo que me sucedió. Me encantan estos versículos, en los que Dios dice:

“Los rociaré con agua pura, y quedarán purificados. Los limpiaré de todas sus impurezas e idolatrías. Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo; les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pondré un corazón de carne”.

Dios me purificó de cada cosa detestable que me habían hecho y de cada pecado que había cometido. Después Él me quitó el obstinado corazón de piedra que tenía y me dio un corazón de carne que es sensible: un corazón que siente y confía.

Quizá también tuvo un pasado complicado y, como yo, levantó paredes a su alrededor. Quiero alentarlo a que las tire abajo.

Tenga coraje. Juéguese. Tome ese diminuto grano de mostaza de fe y plántelo en el suelo de su corazón. Es todo lo que hace falta para que Dios acuda a su vida como un vendaval poderoso.

Puede confiar en Su amor. Dios no lo las­timará, ni rechazará, ni abandonará como lo hicieron las personas. Sé que es difícil de creer. Y difícil de hacer. De hecho, puede que sea lo último que quiere hacer en este momento. Pero si planta esa semilla de fe, si dice: “Dios, esto es todo lo que tengo. Muéstrame que eres real”, Él lo va a hacer.

Él responderá a su fe con Su amor, tal como lo hizo conmigo y moverá montañas por usted.