Una profunda depresión fue mi compañera permanente desde que tengo memoria. A los 10 años, mi diario reflejaba mis sentimientos de no ser querida, ni aceptada y de no ser suficientemente buena. Me sentía totalmente invisible al mundo y no estaba contenta conmigo misma. No ayudó el hecho de que venía de una familia separada.

Siempre sola durante la escuela primaria, de pronto me encontré buscando popularidad al entrar al secundario. Pero a pesar de mis esfuerzos, los chicos populares nunca me aceptaron. Desesperado, me volqué a los que consumían drogas. A ellos no les importaban mis rarezas.

Apenas empezaba la adolescencia cuando probé las drogas por primera vez y me volví adicta instantáneamente: sentir euforia me daba una manera rápida de escapar de la oscuridad avasallante que había en mi vida. Por fin había encontrado la forma de sentirme bien en este mundo.

Pero volver de la euforia inducida por las drogas era un problema. El dolor y la oscuridad volvían a instalarse rápidamente. Comencé a hacerme tajos y desarrollé un trastorno alimentario grave. Cortarme y darme atracones me proporcionaba algún tipo de control sobre mi vida caótica, pero estaba en un camino oscuro de destrucción. Y las cosas iban a empeorar.

A los 14, perdí mi virginidad cuando me viola­ron durante una fiesta. Confundida y destrozada, levanté muros para proteger mi corazón y mi mente. Me volqué a las relaciones homosexuales, pensando que una chica jamás me lastimaría como lo había hecho ese chico.

No mucho después tuve una sobredosis y empezó un ciclo de ingresos y salidas de hospitales psiquiátricos y lugares donde trataban adicciones a las drogas. Pero no lograron cambiar mi comportamiento. De verdad, no quería parar. Ni siquiera me importaba morir.

A los 16, dejé mi hogar y fui saltando de casa en casa, quedándome en cada lugar más tiempo del que quería la gente. Al año, conocí a un muchacho que parecía confiable. Tuvimos sexo y quedé embarazada. Su familia me animó a conservar el bebé, pero no me sentía preparada para ser madre. Así que opté por el aborto. Entonces, el muchacho decidió romper conmigo.

En la clínica donde tuve el aborto, nadie me preparó para la hecatombe emocional que vendría. No me iba a olvidar rápido de los olores ni los sonidos del procedimiento. Ni me iba a olvidar la imagen de mi diminuto bebé desmembrado, acomodado cuidadosamente en una caja de Petri. Ni hablar de la enorme vergüenza que sentí mientras estaba acostada en esa mesa.

La depresión y la culpa que sobrevinieron después fueron peores que cualquier cosa que hubiera experimentado antes. Busqué la única escapatoria que conocía: las drogas. Me esforzaba por sentir euforia y hacer de cuenta que no había pasado nada. Corrí lo más rápido que pude hacia la oscuridad, que sentía era mi lugar.

Después de cumplir 18, me metí en la industria del sexo, donde tuve acceso a enorme cantidad de drogas. Durante un año, hice cosas inimaginables y recibí mucho abuso por parte de muchas personas. Me embaracé dos veces y aborté las dos.

Y después, me arrestaron por tráfico de drogas. El juez me condenó a cuatro años de libertad condicional, que violé rápidamente. Entonces el juez me envió a la cárcel. Pero me dio a elegir: podía cumplir la condena de 42 meses en la cárcel o dos años con dos años de libertad condicio­nal. Hasta me sorprendí a mí misma cuando elegí los 42 meses en la cárcel. En ese momento no sabía que me estaba dando tiempo a mí misma para darme cuenta de la necesidad que tenía de Dios.

La vida en la cárcel no era demasiado diferente de mi vida afuera. Continué luchando con los trastornos alimentarios, mi adicción a los cortes, deseando mujeres y teniendo relaciones homosexuales. Pronto descubrí que mis problemas no tenían que ver con el lugar donde me encontraba: estaban dentro de mí. Mi corazón tenía un problema y necesitaba sanarlo.

Sin embargo, había una cosa que era distinta. En la cárcel, por fin logré tener una mente lúcida. Tenía mucho tiempo para mirar en el espejo mi vida horrible y aprender a manejarla.

Todo comenzó cuando conocí a una chica llamada Tiffany, una verdadera “señorita perfecta” que no soportaba. Obviamente era cristiana y no quería tener nada que ver con ella. Hasta entonces, todos los cristianos que había conocido eran hipócritas.

Pero Tiffany siempre se me acercaba con su “amor”. Oraba por mí y me leía la Biblia. Fue de lo más extraño, pero empecé a sentirme segura cuando estaba cerca. Me quería de una manera que nunca había sentido antes y se quedaba conmigo cuando todos los demás se alejaban. Podía hablar con ella sobre cualquier cosa sin sentirme condenada. Me escuchaba y jamás intentó arreglar mis problemas.

Eventualmente, a Tiffany la enviaron a un campamento de trabajo, donde terminó de cumplir su condena. Sin ella, el ambiente de la cárcel se volvió notoriamente más oscuro. Llevaba una luz tan inconfundible dentro de sí. La extrañaba terriblemente, pero, además, deseaba lo que ella tenía.

En secreto, empecé a escuchar una estación cristiana de radio y a leer la Biblia que Tiffany me había dado. Una noche encontré el relato en Juan 3 de cuando Juan el Bautista lo bautizó a Jesús. Algo comenzó a surgir en mi interior y de pronto, sentí la necesidad de que me bautizaran. En ese momento no sabía por qué, pero ahora sé que fue el Espíritu Santo de Dios que me estaba atrayendo hacia Él (Juan 6:44).

Me levanté de la cama y fui a la ducha. Abrí la canilla, me paré debajo del chorro de agua y empecé a llorar. No entendía cómo podía estar sintiendo tal emoción por un Dios en el que ni siquiera deseaba creer. Confusa y enojada, pregunté: “Si eres tan bueno, ¿por qué ha sido así mi vida? ¿Dónde estabas cuando me violaron y sufrí abusos? ¿Cuando estuve sola y fui rechazada? ¿O atormentada por la oscuridad cuando era niña?”

El agua de la ducha continuaba cayendo sobre mí cuando ocurrió algo increíble. Sentí la paz incomprensible de Dios y le oí decir: “Está bien. Ahora eres Mía”.

De pronto, mi alma se liberó del peso de la oscuridad y podía respirar y pensar con claridad. Todo era distinto. No puedo explicar cómo ni por qué, pero supe que Dios me había salvado. Volví a mi cama y me quedé dormida. Cuando desperté la mañana siguiente, habían desparecido mis ganas de cortarme y también mi atracción por personas del mismo sexo. Además, me di cuenta de que se había esfumado asimismo mi adicción a las drogas.

Empecé a contarle a todo el mundo lo que me había pasado, pero nadie quería escucharme. Todas pensaban que la loca de Lexi estaba teniendo una crisis. Al principio perdí muchas amigas. Pero después, cuando vieron que había cambiado de verdad, volvieron a abrirse a mí. Fui para ellas la clase de amiga que Tiffany había sido conmigo.

Después de un tiempo de buena conducta, me pa­saron a un dormitorio especial, en el que el Señor me dio una nueva amiga que tenía un compromiso genuino con su fe. Se llamaba Jody. Y después, me envió a Christina. (Ver su historia en la pág. 12s)

Jody, Christina y yo pasábamos mucho tiempo juntas estudiando la Palabra. Era inevitable darme cuenta de lo confiadas que estaban en su salvación eterna y su relación con Dios. Yo, por otra parte, todavía tenía tanta confusión y dudas. Así que continué buscándolo a Él.

Un año después, a Christina y a mí nos liberaron e ingresamos en un hogar cristiano de transición juntas. Pero incluso allí, yo vivía con dudas y temores. Por sobre todo, temía perder mi salvación. Estaba segura de que en el momento que cometiera un

error o hiciera algo que desagradara a Dios, Él me iba a soltar la mano. Pensaba que tenía que ser perfecta para que me amara.

También dudaba de la capacidad de Dios para mantenerme alejada del mal. Me aterraba la posibilidad de volver a mi viejo estilo de vida cuando quedara en libertad. Oír que otras reclusas pronosticaban mi fracaso me enquistó ese miedo en el corazón. Además, todavía me bombardeaban con tentaciones. Si de verdad Dios me había salvado, ¿por qué seguía teniendo estas dificultades? 2 Corintios 5:17 decía que yo era una creación nueva, pero todavía seguía luchando con tantas cosas.

Y, además, estaban los abortos. Siempre estuvieron ahí, en un rincón de mi mente. No podía imaginarme cómo—¡ni por qué!—Dios me perdonaría alguna vez por ellos. No había manera de que yo mereciera Su perdón. El pecado del aborto parecía tan lejos del alcance de la misericordia y la gracia de Dios. ¡Y yo había tenido tres!

El temor y la duda me estaban comiendo viva, pero me daba demasiada vergüenza contarle a alguien. Todas las otras chicas parecían tenerlo todo claro; yo me sentía tan condenada. Ahora sé que Satanás estaba detrás de esa mentira. Él quería que siguiera sumando conflictos y así ahogarme por el peso de ellos.

Después de 16 meses en el hogar de transición, decidí asistir a una escuela bíblica en Dallas, llamada Cristo para las Naciones. No conocía un alma en Texas, pero sentí la enorme necesidad de ir allí.

Al poco tiempo de llegar, conocí a un hombre llamado Zack. Íbamos juntos a la iglesia, donde aprendí sobre la gracia de Dios. ¡Qué alivio sentí al saber que mi salvación eterna no dependía de mí! No importa qué buenas o malas fueran mis acciones, no dependía de ellas que Dios me salvara. En cambio, mi salvación solo era consecuencia de lo que Dios ya había hecho por mí mediante la vida, muerte y resurrección de Su Hijo Jesucristo (Juan 3:16). Me salvé por mi fe en Jesús, no por nada que pudiera hacer (Efesios 2:8).

Encontré otros pasajes bíblicos que confirmaban esto y aprendí que antes de que yo hiciera una sola cosa buena en mi vida, Dios ya había entregado a Jesús, Su Hijo, por mí. Incluso me demostró su inmenso amor por mí cuando era Su enemiga (Romanos 5:8–10). Jesús sufrió mis pecados en Su cuerpo y por Sus heridas quedé sanada de las consecuencias de mis pecados (1 Pedro 2:24).

También aprendí que cuando creí en Jesús, me convertí en hija de Dios para siempre. Incluso si regresaba a la cárcel o volvía a caer en la droga, mi Padre Celestial seguiría amándome. Nada podía separarme de Su amor (Romanos 8). Sabía que eso no me daba un permiso para hacer lo que se me antojara, pero sí alivió mi temor a que Dios me soltara la mano por algo que pudiera hacer. La Biblia dice claramente que Dios jamás abandona a Sus hijos.

Me sentí más libre aun cuando asistí a una marcha provida. Después de escuchar a los oradores, me quebré y confesé el temor arraigado en mi corazón de que Dios jamás me perdonaría mis abortos. Un total desconocido me recordó afectuosamente que Jesús no solo iba a perdonarme, sino que ya lo había hecho. Jesús había aceptado voluntariamente someterse al castigo de Dios que debería haberme correspondido (Romanos 5:8–9), para echar mis pecados tan lejos de mí como lejos del oriente está el occidente. ¡Ni siquiera los recuerda! (salmo 103).

En lugar de escapar de la gracia de Dios, por fin la acepté.

Un año después me casé con Zack. Dios tuvo tanta compasión por mí que me permitió quedar embarazada y que mi embarazo llegara a término. Lloré al sostener a nuestra hija en mis brazos. Era la última mujer del mundo que merecía ser mamá después de las decisiones que había tomado.

Cuando ella tenía 15 meses, nos mudamos a Filipinas por una pasantía de Zack. Pronto Dios nos bendijo con una segunda hija y entonces sentimos que nos estaba llevando a Tailandia. Allí ejercimos el ministerio en la zona roja para chicas y mujeres atrapadas en la industria del sexo. A menudo, simplemente nos parábamos en una esquina a cantar canciones sobre Jesús y conversar con la gente que se detenía.

Mientras estábamos en Tailandia, descubrí que estaba embarazada de nuestro tercer hijo. Dios es tan bondadoso. Pero nuestra hija menor comenzó a presentar problemas de salud, así que regresamos a Estados Unidos. Pronto le diagnosticaron artritis reumatoidea juvenil y nació nuestro hijo.

Fue difícil ver el sufrimiento de mi hija por una enfermedad tan horrible. Aprendí a vivir por lo que creo y no por lo que veo (2 Corintios 5:7). Solo puedo seguir firme en mi camino porque tengo los ojos puestos en el Invisible (Hebreos 11:27). No sé qué le depara el futuro a mi hija, pero sé que el Señor nos guiará para sortear cualquier dificultad (Isaías 43:2).

Experimenté en carne propia el amor incondicional, la compasión y la fidelidad de Dios. Durante todo este tiempo, a pesar de todos mis errores, Dios nunca me abandonó. Y si Él me va a salvar a mí, la peor de todas, Él va a salvar a cualquiera.

El mayor deseo de Dios es que todos se salven (1 Timoteo 2:4–6), incluso usted. Así que…¡vamos! Tal como es. Colóquese bajo la lluvia de gracia de Dios, donde Su amor, paz y compasión caerán sobre usted. Entréguele cada sórdido detalle de su pasado y reciba Su perdón. Nada está fuera del alcance de la gracia de Dios.