Hoy escribo la historia de mi vida en la computadora de una cárcel federal.  Estoy empezando mi tercer año de encarcelamiento y aunque me encuentro a cientos de millas de mi esposa e hijas y he perdido mi trabajo soñado, amigos y algunos miembros de la familia, estoy agradecido. Dios ha usado este “tiempo técnico” para salvar mi vida, restaurar mi matrimonio y llevarme a entablar una relación con Él. Estoy agradecido porque Él me eligió para que fuera parte de su familia.

Durante años, me escapé de Dios. No es que no creyera en Él; creo desde que tengo memoria. Crecí en un hogar cristiano, en el que mis padres me enseñaron a creer en Jesús. Nunca cuestioné que fuera verdad. Lo creía, pero eso era todo.

Lo que me faltaba, sin embargo, era una relación personal con Dios. Tampoco entendía la Biblia ni cómo podía servirme en la vida.

Agradezco que me hayan hecho conocer a Cristo a temprana edad, pero como muchas familias, la mía tenía secretos. La adicción a las drogas que ocultaba mi padre eventualmente quedó en descubierto y destruyó nuestra familia. Nos mudábamos con frecuencia, ya que mi padre ingresó a varios institutos de rehabilitación.  Fue una constante, hasta que se divorciaron.

Tenía 13 años cuando la familia se separó. Mi hermano mayor y yo nos quedamos con papá, mientras que nuestros hermanos menores se mudaron a otro estado con mamá. Mi papá continuó luchando con su adicción y a veces desaparecía durante semanas. Básicamente, mi hermano y yo nos manteníamos solos.

A mamá le escondimos la realidad de nuestras vidas todo lo que pudimos. Increíblemente, logramos seguir estudiando y sobresalir en los deportes. Pero justo antes de empezar el 10° grado de la secundaria, mi madre nos hizo una visita por sorpresa y encontró a mi padre totalmente intoxicado por la droga. Se puso firme y me obligó a irme a Florida con ella. Mi hermano mayor se quedó para terminar el último año de secundaria y después fue a la universidad Georgia Tech.

Al llegar a Florida, instantáneamente choqué con la compañera de casa de mi mamá, una mujer piadosa que no iba a tolerar los desplantes de un adolescente rebelde. Pero yo, acostumbrado a tener una vida independiente, no iba a permitirle a ninguna autoridad que manejara mi vida, mucho menos a una mujer que apenas conocía. Esto generó gran conflicto en una casa reducida, en la que convivían dos adultos y cinco chicos. Eventualmente me fui, ya que preferí vivir con un amigo nuevo de la escuela, cuya familia me recibió bien en su hogar. Sufrí un profundo resentimiento hacia mi madre; sentía que me había abandonado al ponerse del lado de su compañera de casa.

Lo pasé bien con mi amigo, hasta que me llegó la hora de ir a la universidad. Recuerdo que en ese momento sentí que Dios me llamaba al ministerio. Ignoré el llamado y me aferré al amor que tenía por el béisbol. Iba a la iglesia muy de vez en cuando y a menudo me condenaban por mis elecciones de vida, pero nunca le entregué mi vida a Jesús.

Una lesión que sufrí en mi segundo año en la universidad dio por tierra con mis sueños de tener una carrera en el béisbol. Mi deseo de éxito estaba motivado principalmente por la necesidad de que mi padre me aceptara. Pensaba que, si tenía éxito, quizá me elegiría a mí por sobre las drogas.

Otra vez oí que Dios me llamaba para unirme a Él. Pero entonces me ofrecieron un “trabajo soñado” en la empresa de dispositivos médicos más importante del mundo y volví a ignorar Su voz, tal como lo había hecho antes de entrar en la universidad. Cargué mi camioneta y me mudé a California en busca de dinero y una carrera que me diera prestigio.

Trabajaba mucho y mi rendimiento era excelente. Al año ya había ganado un ascenso. Sabía vender. Me encantaba hablar con la gente, y gracias a tantas mudanzas desde tan pequeño, sabía adaptarme a mi audiencia muy bien. ¿Quién habría dicho que algo bueno iba a salir de todas esas mudanzas?

Hice mucho dinero muy rápido y busqué los placeres mundanos cada vez con mayor intensidad. Me compré la mentira de que el dinero y la fama llevaban a la felicidad y a la realización, pero cuanto más compraba y más perseguía, me sentía más deprimido y vacío. La realización que venía de esos placeres nunca duró. Terminé malgastando todo el dinero que hice en basura frívola y materialista, de la cual ya no me queda nada.

Después de dos años de “vivir la vida”, empecé a enojarme y a odiarme. Tenía tanto resentimiento hacia mis padres por lo que había sido mi infancia. También tenía resentimiento hacia mí mismo por vivir de esa manera desde hacía tanto. Sabía que las elecciones que hacía eran malas, pero igual continuaba haciéndolas.

Durante esa época, pensaba poco en el Señor y vivía solo para mí. Cambiaba de un trabajo a otro, buscando la felicidad que sentía que merecía. Empecé a fumar marihuana y me sumergí en relaciones tóxicas.

Y de pronto…pasó: conseguí el mejor empleo del mundo en una empresa Fortune 500 líder. Era el impulso que necesitaba para salir de mi estado de depresión y enojo. Trabajar con los neurocirujanos y cirujanos ortopedistas más reconocidos del mundo era muy estimulante y el sueldo era increíble. Parecía que había encontrado la seguridad financiera. Tenía frente a mí infinitas oportunidades.

Y luego conocí a Jena. ¡La vida no podía haber sido mejor! Nos enamoramos y nos casamos en seis meses. A los dos meses, estábamos esperando nuestra primera hija y poco después, la segunda. Había ido de 0 a 100 en nada de tiempo.

Lo tenía todo: dinero, un trabajo soñado, prestigio, una familia hermosa. Sin embargo, seguía sintiéndome vacío, enojado y totalmente perdido. Por motivos que desconozco, comencé a sabotear la vida que me había costado tanto trabajo conseguir.

En casa, peleaba con mi esposa, la descuidaba y la hacía sentir incapaz y rechazada. Es el mayor arrepentimiento de mi vida. En el trabajo, puse en riesgo mi integridad y me involucré en lo que me gustaba llamar “las áreas grises”. Pero antes de que me diera cuenta, las áreas grises me iban a llevar a la cárcel.

Comprensiblemente, Jena me echó de casa y me dijo que quería divorciarse. Busqué asesoramiento legal y empecé a terminar con la mejor parte de mi vida. Por suerte Dios intervino y nos hizo cambiar de rumbo de manera radical.

Era marzo de 2018, y el notificador del proceso estaba intentando entregar a Jena los papeles del divorcio por tercera vez. Pero antes de que pudiera hacerlo, un tribunal federal me había acusado de un delito penal por mis actividades en el trabajo.

De algún modo, el corazón de Jena se ablandó cuando se enteró de la acusación. Dios estaba trabajando.

Desistimos del divorcio y regre­sé a casa. Nuestro matrimonio no era perfecto; de hecho, tuvimos dificultades hasta el día de mi sentencia. Pero seguíamos siendo una familia, aunque apenas pendiente de un hilo.

Cinco meses después estaba parado frente a un juez en mi audiencia de sentencia, lleno de miedo e incertidumbre. Uno oye a la gente hablar de los “momentos de Dios”—bueno, yo tuve uno el 25 de julio de 2018. En solo un ins­tante, finalmente comprendí la necesidad que tenía de que Jesús fuera no solo el Salvador de mi alma, sino también el Señor de mi vida. Todo lo que había oído decir sobre Jesús cobró sentido. Fue como si se me encendiera una lamparita en el corazón y en la mente. Le entregué mi vida a Jesús en ese preciso instante. Inmediatamente, me cubrió la paz de Dios.

Mientras el juez leía mi sentencia, oré por la misericordia de Dios y para que me utilizara a mi situación para llegar a alguien por Su gloria. Cualquier castigo que recibiera valdría la pena, aunque solo llegara a tocar la vida de una persona. Mis necesidades y deseos ya no importaban y confiaba en el hecho de que estaba exactamente donde Dios quería que estuviera. Salí de esa sala del tribunal como un hombre distinto, confiado en que el Señor estaba a cargo y que siempre estaría a mi lado y con mi familia.

El Señor no perdió nada de tiempo para preparar eventos y poner gente en mi vida y así ayudarme para que me convirtiera en el hombre que Él quería que fuera. Primero trajo a mi vida un preso de origen haitiano. Se llamaba Paul y tenía un conocimiento increíble de la Palabra de Dios. Paul no solo me alentó a leer la Biblia, sino también a descifrar sus misterios.

Tuve hambre de la Palabra de Dios y me creció un deseo insaciable de analizarla minuciosamente. Mi mamá me envió una excelente Biblia de estudio y la carrera estaba en marcha. Paul y yo estudiábamos la Palabra y orábamos juntos todos los días, hasta que me transfirieron al Instituto Correccional Federal de Miami. Allí, Dios puso capellanes en mi vida y a Bill, mi nuevo compañero de celda.

Bill, un empresario de Texas que amaba las Harley, estaba entrando en el último año de su condena a 15 años. Me enseñó sobre la vida en las instalaciones de la cárcel y las reglas que no están escritas. Impidió que me metiera en problemas y que me relacionara con gente que no me convenía. Nos hicimos buenos amigos.

Bill y yo nos ayudamos mutuamente a enfrentar los días difíciles e impredecibles de la cárcel. Mis mejores recuerdos son nuestras conversaciones sobre la fe y la bondad de Dios en nuestras vidas. Le digo a Bill que entró a la cárcel sin hijos ni nietos, pero se fue con un hijo, una hija y dos hermosas nietas. Bill es como un padre para mí.

Es interesante que, además, Bill es la persona que Dios utilizó para guiar a Kristi Overton Johnson, editora de Victorious Living, hacia el ministerio carcelario. Bill y yo a menudo nos asombrábamos de cómo Dios usó su visita en 2013 para lanzar esta revista en cárceles de todo el país y el exterior. Le dio un propósito a su dolor.

Actualmente estoy en mi último año en la cárcel. Mientras espero para volver a casa, continúo buscando a Dios y lo que Él desea para mi vida. Tengo tanto para aprender, pero Él promete que cuando lo busque, Él se dará a conocer (Proverbios 8:17). Ya no quiero tener el control. Hacer las cosas a mi manera me trajo a la cárcel y casi destruyó mi matrimonio y todo lo que era más preciado para mí.

Dios ha estado restaurando esa relación. A través de Su Espíritu Santo, Él me está enseñando cómo debo amar a mi familia. Estoy aprendiendo a comunicarme con mi esposa y a alentarla y lo más importante, estoy aprendiendo a escuchar. Descubro que cada día amo más a Jena.

Tengo con ella una deuda monumental por darme una segunda oportunidad y esforzarse tanto por mantener a nuestras hijas estables emocionalmente y protegidas durante mi condena a la cárcel. Ha hecho sacrificios increíbles para mantener la familia unida.

El Espíritu Santo también me está enseñando por qué saboteé mi matrimonio y el trabajo. Tengo cuestiones relacionadas con el abandono que se originan en la adicción a las drogas de mi padre, su ausencia permanente en mi vida y la depresión que sufría mi madre, mientras trataba de manejar los problemas que tenía él. Mi miedo a ser abandonado y rechazado me llevó a destruir todo lo bueno de mi vida. Por eso alejé a Jena: si podía hacer que ella me dejara, no corría el riesgo de que me abandonara. Es un lío, ya lo sé. Tengo tantas cosas más para aprender y confío en que Dios me va a enseñar.

No tengo idea de qué nos tiene reservado el Señor, pero no tengo miedo. Filipenses 4:13 me promete que puedo enfrentar todo con Cristo. Él me va a fortalecer. Él me ayudará a cumplir los designios que tiene para mi vida, incluso desde antes de nacer (Jeremías 29:11; salmo 139).

Dios le hace un llamado en su vida, también. Espero que le responda antes de lo que lo hice yo. Créame, hacer las cosas a su manera no funciona nunca. Solo lleva a situaciones sin salida. Pero por suerte, aún allí, la gracia de Dios lo alcanzará. Tal como me alcanzó a mí.