Al entrar en la bañera, mis heridas tiñeron el agua de rojo. Un amigo de un amigo entró al baño, me tiró una botella de Jack Daniels y un chupito y me dijo: “Ahí tienes, vas a necesitarlo”.

Observé mi casco de motociclista, apo­yado en el lavabo. Estaba hundido y astillado por el impacto contra un guarda­rraíl una hora antes. Repasé minuciosamente los efectos de mi derrapada de 22 metros en el asfalto caliente de Phoenix. Tomé un trago de anestesia Jack Daniels y comencé a lavarme las heridas. Necesi­taba atención médica, pero soy un armenio testarudo, un mecánico que podía arreglar cualquier cosa. Al menos, así creía.

A los tres días, me venció la infección, la fiebre, una sobredosis del Canal Hallmark e ingresé al Maricopa County Burn Center. Allí un médico dijo que tendrían que amputarme la pierna de la rodilla para abajo. Rápidamente le informé al médico en qué parte de su anatomía podía meterse la amputación, pedí mi bastón y me fui del hospital, decidido a arreglarme por mi cuenta. Como siempre, mi naturaleza—que me invitaba a hacerme cargo y arreglar cualquier cosa—me hizo sufrir consecuencias importantes.

Antes de continuar, déjeme que me presente. Me llamo Vrouyr Manoukian. Por favor, salvo que sea armenio, ni intente pronunciarlo. No tendría el genotipo para decirlo sin que la lengua termine incrustada en su fosa nasal izquierda. Llámeme V.

Había llegado a Phoenix desde San Diego unos meses antes para estudiar en el Motorcycle Mechanics Institute (MMI). Ahora era la víctima de un conductor que me atropelló y se dio a la fuga.

Pero eso no fue lo único que me había pasado esa semana en Phoenix. No, había cometido un homicidio, y además, había quemado el cuerpo de mi víctima.

En realidad, el homicidio fue en defensa propia. El tipo era un compañero de clase que una noche se presentó intoxicado en mi departamento. La novia lo había echado a la calle y necesitaba un lugar para quedarse. Lo invité a que se quedara a dormir en casa, pero pronto lamenté esa decisión.

La noche siguiente Randall, mi compañero de departamento y nuestro huésped temporal tuvieron una pelea en el patio del frente. Nuestro huésped le lanzó a Randall varios golpes erráticos por el alcohol antes de caer pesadamente y partirse la cabeza en el cemento.

Uno pensaría que un golpe en la cabeza como ese lo habría tranquilizado. Pero no. Se levantó y fue por mí, sacando un cuchillo. Lo golpeé en la cabeza con una silla del patio. Quedó tendido e inmóvil en el piso.

Me fijé si tenía pulso: ¡ni un latido! Se puso en marcha mi mentalidad de “señor de las composturas”. Ya sé. Ya sé. Tendría que haber pedido ayuda, pero pensé que sin duda tenía una idea para cubrirme que no podía salir mal, era genial: quemaría los muebles manchados con sangre en el de­sierto y enterraría el cuerpo solemnemente.

Todo funcionaba según lo planificado, hasta que otro conductor vio mi camione­ta atravesando el chaparral. Se dirigió hacia nosotros e incluso salió de su vehículo para verificar que estábamos bien. Era demasia­do curioso, para mi gusto. Para cuando se fue, Randall y yo estábamos muertos de miedo. En vez de enterrar el cuerpo, lo tiramos a la pira, le prendimos fuego y salimos volando.

El fuego quema el ADN, ¿no? Fue como un episodio malo de Mentes criminales.

La policía me detuvo e interrogó al día siguiente. Mantuve la compostura con insultos y una actitud arrogante y me liberaron.

Salí de la comisaría y me fui a casa en mi moto. De pronto, me encegueció el brillo de unas luces altas en mis espejos y un utilitario me chocó desde atrás. Derrapé por el asfalto y me detuve ensangrentado contra el guardarraíl. Milagrosamente no pasé volando sobre el bloque de cemento para terminar cayendo en la carretera de abajo.

Puse toda mi voluntad para volver a casa y entré a la bañera. Mi cuerpo destrozado era un reflejo de lo complicada que se había vuelto mi vida.

A pesar de los pronósticos en el hospital de quemados, al año ya estaba caminando como un campeón. ¡El señor de las composturas había salido adelante otra vez! Incluso había completado el curso de MMI como primero de la clase. Pero pasaría más tiempo hasta que finalmente busqué a Aquel que podía arreglar mi vida.

El día de la graduación, salí del edificio y se me hacía agua la boca al pensar en el bife grueso y jugoso con el que había planeado premiarme después de la ceremonia.

De pronto, policías encubiertos me rodearon por todas partes.

Con toda arrogancia, le dije al oficial que me arrestó que me hacía perder mi bife para la cena y que iba a enviar la cuenta a la comisaría.

“Hijo”, me dijo, “no vas a ir a esa cena hoy”.

Me ingresaron con el número P97728 y me encerraron en una celda. La ranura en la puerta de la celda por donde pasan la correspondencia chirrió al abrirse para entregarme mi bandeja de comida. ¿El manjar de esa noche? Unos granos de arroz flotando en un líquido sucio color rojo. Nada que ver con un bife. En ese momento, la gravedad de mi situación se hizo bien tangible. Estaba oliendo una vida sin posibilidad de bifes para la cena.

Hasta ese momento, la única experiencia cristiana en mi vida habían sido algunos dibujos animados de VeggieTales y el hábito de leer la Biblia que tenía mi abuela. Su relación con Dios y la fascinación que sentía por Su Palabra siempre me desconcertaron. A mi mente mecánica la atraían cosas que podía controlar y arreglar. Sin embargo, su fe inquebrantable había plantado semillas del amor de Cristo en mi corazón. Y ahora esta época de lluvias y tormentas lograría que esas semillas germinaran.

Jeremías 6:16 NTV dice: “Deténganse en el cruce y miren a su alrededor; pregunten por el camino antiguo, el camino justo, y anden en él. Vayan por esa senda y encontrarán descanso para el alma”. No recordé este versículo inmediatamente, pero, aun así, sabía que estaba en una encrucijada.

Recordé la noche en que nos deshicimos del cuerpo y en el camionero que se había puesto demasiado preguntón. Si se hubiera acer­cado un poco más, la persona oscura que tenía adentro tal vez habría puesto dos cuerpos en esa pira, en lugar de uno. Me dio miedo ver cómo esa actitud soberbia podía sacar de mí tal oscuridad.

De pronto, me sentí vacío. Solo. No me asustaba la vida en la cárcel: estaba seguro de que con mi mente mecánica podía manipular el sistema político carcelario a mi favor. Lo que me daba miedo era que progresar en la cárcel pudiera ser todo lo que me quedaba. ¿Qué esperanza tenía de algo mejor? ¿Qué propósito tenía?

Me puse de rodillas y oré: “Dios, si existes, ayúdame a encontrarte”. Si no me contestaba, ya sabía que iba a vivir para el sistema político carcelario como “V”, el presidiario N° P97728.

A los dos días, otro preso me entregó una Biblia con una imagen de un par de esposas rotas y las palabras “Rescatado, no arrestado” en la tapa. La palabra “rescatado” me llamó la atención y entendí ¡que Dios se había puesto en campaña para rescatarme! Tenía planes más grandes para mí que el lugar en el que estaba (Jeremías 29:11).

Después recibí un ejemplar muy deteriorado de una revista carcelaria. Contaba la historia de cómo Dios rescató a un compatriota armenio, Roger Munchian, fundador del ministerio Rescued Not Arrested. Le escribí a Roger y me sorprendí cuando vino a visitarme a mi celda en la cárcel. Me habló del amor inquebrantable de Jesús por mí. Dios me amaba tanto, me dijo, que no permitiría que hiciera este recorrido solo. Después me asignó un mentor de RNA llamado Tom.

Poco después le pedí a Jesucristo que fuera mi Señor y mi Salvador. Las semillas que había plantado mi abuela cuando era chico empezaron a germinar. A medida que crecía mi fe, Dios me dio amor y compasión por los que me rodeaban. Quería llegar por lo menos a una persona por Cristo.

Un día vi en el patio a un preso, de nombre Joey, que parecía mortificado. Sentí el impulso de acercarme a él con los brazos abiertos y decirle que lo quería como a un hermano. ¡Eso no se hace muy seguido en la cárcel! Nos hicimos amigos y compartí con él mi fe, que iba en aumento.

Estuve dos años en la cárcel esperando mi juicio, imaginándome todavía que pasaría la vida en la cárcel. La noche anterior a mi audiencia preliminar, no pude dormir. Tenía el alma en agonía. Empecé a dudar del motivo de mi fe. Todas las oraciones, la lectura de la Biblia, los servicios en la iglesia ¿eran solo parte de mi costumbre de arreglarlo todo? ¿Tenía algo más que “la fe propia de la cárcel”? ¿Estaba tratando a Dios como una máquina expendedora, apretando el botón de “escapar de la condena” con la esperanza de sacar la libertad de la ranura de abajo? Quería que mis motivos fueran puros.

Al deslizarme de mi cama y ponerme de rodillas a orar, oí que Dios me preguntaba: “Estás dispuesto a servirme por completo? ¿Aunque sea en la cárcel por el resto de tu vida?”. Me cubrió un manto de paz al responderle: “Sí, Señor, estoy dispuesto a servirte, no importa lo que pase”.

Temprano a la mañana siguiente, el manto de paz de Dios seguía cubriéndome mientras mis cadenas resonaban en el laberinto de túneles que llevaban al juzgado. Había renunciado a toda idea de arreglar algo. Confiaba mi futuro a Dios. En mi alma, Su paz me confirmó que todo iba a salir bien.

Mi caso tuvo un giro de 180 grados en esa audiencia. Después de varias negociaciones complicadas, el fiscal presentó un alegato que dejó a todos con la boca abierta: homicidio accidental y ocultamiento de un cuerpo. En lugar de cadena perpetua, me dieron seis años en la cárcel. Con el tiempo que ya lle­vaba recluido ¡me iría a casa en cuatro años!

Envuelto en la paz de Cristo, acepté el alegato y me anunciaron la fecha de mi sentencia. Regresé a mi celda en la cárcel con otro propósito y otra determinación. Utilizaría el tiempo que pasara allí para llegar a todas las personas que pudiera para Cristo.

El día que me iban a transferir a la cárcel Lewis, Joey pasó por debajo de mi puerta una carta manchada con lágrimas. En ella me contaba que el día que le di ese abrazo, había pensado en terminar con su vida. Había consumido una cantidad de droga que podría haber matado a cinco personas y estaba por consumir todo lo que tenía. Dios me había utilizado para salvar su vida y acercarlo a una relación de paz con Cristo. Al final de la carta, me decía cómo Colosenses 4:5 describía mi actitud: “Compórtense sabiamente con los que no creen en Cristo, aprovechando al máximo cada momento oportuno” (NVI). Le agradecí a Dios por aprovechar al máximo la oportunidad que me había dado con Joey. Todavía conservo esa carta en mi Biblia y oro a menudo por Joey.

Salí de la cárcel el 22 de noviembre de 2017. Lo primero que hice fue ir por esa cena de bifes con la que soñaba desde hacía años. Y no, no le mandé la cuenta al Departamento de Policía de Phoenix.

Desde ese día, he ido fortaleciendo mi rela­ción con el Señor. Me ha sido tan fiel. Me ha bendecido con una esposa hermosa, dos perros tontos y un trabajo como mecánico de un taller cuyos dueños son cristianos. También dedico algo de tiempo a restaurar autos. Me encanta transformar el acero retorcido y desechado de Detroit en algo hermoso dentro de mi taller, tal como Dios transformó mi vida retorcida en Su taller llamado cárcel.