Era la final del campeonato de fútbol semiprofesional y el marcador estaba empatado. El estadio Las Vegas quedó en silencio cuando nuestro defensor hizo una pausa, listo para patear el penal que definía el partido. El ruido seco del botín al disparar la pelota con precisión rompió el silencio tenso. El arquero intentó, pero la pelota le rebotó en los dedos e infló la red tras picar dentro del arco.

Había esperado ese momento toda la vida. El fútbol era mi dios y le estaba cantando alabanzas a la esfera sintética inflada con aire que adoraba. Levanté los ojos para ver en el tablero el marcador que probaba nuestro triunfo; pero de pronto, en vez de júbilo sentí desilusión. A mi alrededor saltaban corchos de champagne como si fueran fuegos artificiales del 4 de julio, pero en mi mente resonaban las palabras “¿es todo?”.

El jolgorio no duró mucho tras pasar las puertas del estadio. Se me debe de haber notado la desilusión, porque cuando desaparecieron las luces brillantes de Las Vegas del espejo retrovisor mi esposa me empezó a mirar y me dijo: “Quién eres?”.

No tuve respuesta. Nuestro largo viaje a Phoenix para volver a casa fue en silencio. Llegar a lo más alto en mi carrera de futbolista y sentirlo como algo fugaz y sin sentido me dejó vacío.

Comenzó a gestarse en mi interior una insatisfacción inquietante y empecé a buscar sentirme bien en otros lugares. Lamentablemente, nueve meses después el Estado de Arizona tuvo la respuesta a la pregunta de mi esposa.

¿Quién era Josh Jacobsen? Un delincuente sexual. Un ladrón de la inocencia.

Estaba terminando un día largo como profesor de educación física cuando me llamaron para ir a la oficina del director. Allí la policía local me saludó leyéndome cargos graves de abuso infantil. De pronto me encontré sentado en la maloliente oficina de ingresos de la cárcel de Maricopa.

Como era profesor en una escuela primaria y también técnico de un equipo de la liga de fútbol de chicas, mi foto de prontuario apareció por todas partes en los periódicos. Parecía un viejo perro pastor maltratado y desagradable.

Mi víctima fue una de mis jugadoras de fútbol de 13 años. Yo tenía 31 y jamás me habría imaginado haciendo algo tan despreciable. Pero lo hice. Cuando uno tiene por dios a una esfera inflada con aire y la iglesia es una cancha de pasto de 110 metros marcada con tiza…uno ha perdido el control de su vida, sea o no consciente de eso.

El fútbol era mi escape. Mi matrimonio se caía a pedazos y lo usé como excusa para empezar a tener aventuras con las mamás de la liga de fútbol. Después me encontré disfrutando de la idolatría que transmitían los ojos soñadores de mis jugadoras jóvenes, niñas que estaban en la escuela. Su admiración llenaba un poco el vacío en mi corazón que una esfera llena de aire no lograba llenar.

El encuentro con mi víctima fue breve, pero suficiente para que todo en mi vida se convirtiera en cenizas. Suena insensible, pero solo me enfocaba en mí mismo. Necesité el tiempo que pasé en la celda de la cárcel y la Palabra de Dios, que cala hondo en el corazón, para entender cabalmente que mi montón de cenizas no era nada comparado con la destrucción que había provocado en la vida de la inocente.

Mi esposa me hizo llegar los papeles de divorcio a la cárcel del Condado de Maricopa. Fue casi una desilusión. Sí, mi matrimonio estaba terminado, pero también mi carrera y todo lo que conocía como persona libre.

Eventualmente salí bajo fianza, pero la perspectiva era de 25 años en la cárcel, sin trabajo, sin un lugar para vivir y lo peor de todo, sin esperanza. Mi diosa, la esfera inflada con aire, no tenía nada para ofrecerme.

Deambulando solo por las calles, deseé tener con quien hablar. Después de un rato recordé a Maria, mi novia de la facultad. Nos habíamos conocido jugando fútbol de segunda división en la Universidad de Grand Canyon. Era de orientación cristiana, pero yo solo había entrado ahí porque tenía un programa de fútbol excelente.

Aunque habían pasado muchos años desde que estuvimos allí, la llamé. Aun sabiendo de la naturaleza de mis cargos, Maria se mostró compasiva. Empezamos a salir y ella estuvo a mi lado durante toda la batalla judicial. Entramos en una liga competitiva de fútbol mixto patrocinada por Christ Church of the Valley (CCV). Esa gente tenía algo distinto. Eran amables y comprensivos y era la primera vez que sentía algo así cuando estaba entre cristianos. Así y todo, no les conté sobre los cargos que tenía por ser un delincuente sexual.

Finalmente, llegué a un arreglo: nueve meses en la cárcel del condado y libertad condicional de por vida. Me entregué inmediatamente y me dirigí a un lugar hediondo, mi módulo de custodia protegida. Los portones de la cárcel se cerraron de un golpe cuando los pasé. Ahí estaba. ¿Y ahora, qué?

Al otro día, durante un traslado normal de presos, me encadenaron por error a una fila de presos que cambiaban a un módulo de población general. El pánico en los ojos de los oficiales carcelarios que me sacaron rápidamente de Main Street para llevarme a un módulo de custodia protegida me hizo ver la mancha indeleble que tenía por ser un delincuente sexual.

Hasta en la clasificación de la población carcelaria yo era la última escoria de la sociedad. Alguien a quien no se podía querer ni tocar. Me sentí como un leproso en la época de Jesús.

Llegó fin de año y no había mucho para festejar en el módulo, salvo el sonido dulce de la voz de Maria por el teléfono público. Mientras me esforzaba por oírla en medio del tole que había en el módulo, me contó que iba a recibir una visita al día siguiente, alguien de la CCV. ¿Quién en su sano juicio iba a venir a una celda fétida de la cárcel para visitar a un leproso como yo en un día feriado?

A la mañana siguiente me llevaron esposado a un escritorio manchado y comido por las ratas en la sala de visitas. El hombre que se sentó frente a mí tenía una sonrisa cálida en el rostro y una Biblia gastada en la mano. Se presentó como Roger Munchian, fundador del ministerio carcelario Rescued Not Arrested (Rescatado, no arrestado).

Me dijo que fue un criminal con doce condenas y un historial que casi me da un soponcio. Pero que a pesar del tiempo en la cárcel y la vida quebrada Dios lo había rescatado y renovado. Después abrió la Biblia y me presentó a un Dios mucho más grande, más compasivo y lleno de esperanza más restauradora de lo que podría haber imaginado jamás.

Pedí una Biblia y pasé la mayoría de los días solo en mi celda, estudiando detenidamente la Palabra de Dios. Al leerla, empecé a entender qué profundo dolor y tristeza le había provocado a mi joven víctima cuando destruí su inocencia. Es verdad que la Palabra de Dios es más incisiva que un arma de doble filo. El remordimiento me recorrió todo el cuerpo cuando el Espíritu Santo me reveló que ella no era la causa de mi montaña de cenizas. Era mucho más que eso. Era una preciosa hija de Dios. Y esas mamás del fútbol que había tratado como objetos sexuales y usado para llenar el vacío en el corazón también eran hijas de Dios. Había pecado contra ellas y contra Él.

Apenas soportaba estar a solas conmigo mismo. No podía entender cómo Dios podía amarme después de lo que les había hecho a esas vidas preciosas, especialmente a una hija hermosa de inocencia púber.

Se rompieron las compuertas de mi corazón y las lágrimas empaparon las páginas de mi Biblia. ¡Merecía estar revolcándome entre la basura hedionda de esta cárcel infestada de ratas!

Me dan escalofríos cuando pienso qué habría pasado si Roger no hubiera seguido visitándome todas las semanas. Yo era como un paciente cardíaco en la mesa de operaciones, con el corazón bien abierto y sangrante y Roger era el cirujano que usaba el escalpelo preciso de la Palabra de Dios para arreglar las heridas que dejaron las elecciones que tomé y arruinaron mi vida. Rebosaba de culpa y vergüenza, pero Roger me dijo que yo también era hijo de Dios y que Su compasión es infinita. Dios no es un fiscal: es un rescatista. Era el enemigo quien quería convertirme en mi próxima víctima.

En los meses siguientes, Dios utilizó mi remordimiento para acercarme a Él. Supe que podía perdonarme a mí mismo porque por la gracia de Cristo, ya estaba perdonado.

Cuando quedé en libertad me registré como delincuente sexual y después Maria y yo nos casamos. Para el Departamento de Libertad Condicional éramos un caso único: queríamos tener hijos. Ese departamento normalmente no entiende que las condiciones sean apropiadas para la vida en familia de los delincuentes sexuales y establecieron pautas: Maria tendría que registrarse como chaperona. En otras palabras, sería mi niñera.

Al poco tiempo, tuvimos hijos y la vida se volvió complicada. Quería ser buen esposo y buen padre, pero las reglas de mi libertad condicional me hacían difícil participar en el cuidado de mis hijos. No podía estar solo con ellos. No les podía cambiar los pañales. No podía bañarlos. No podía retarlos.

Tantas veces sentí que Maria estaría mejor sola que con esta carga adicional de un tercer hijo de 77 kilos.

Irónicamente, respetar las reglas terminó en un desastre. Informaba al Departamento de Libertad Condicional cada incidente en que me había apartado de las reglas. Errores inocentes; al menos, así los veía yo. Pero un día me llamó mi supervisor de libertad condicional para decirme que habían anulado la designación de Maria como mi chaperona y que tenía que dejar la casa.

Era una noticia devastadora, pero tenía mi fe en Cristo, una esposa amorosa cuya fe en Cristo era incomparable y una familia compacta en la iglesia. Juan 15:1–7 dice que Jesús es la vid y nosotros las ramas. Si no hubiera permanecido unido a la vid, nuestro matrimonio y nuestra familia seguramente se habrían debilitado.

Durante los cuatro años siguientes, el único contacto que tuve con mis hijos fue por Skype y por teléfono. La experiencia fue ardua y desoladora, pero Maria y yo nos mantuvimos fuertes, sabiendo que Cristo no nos abandonaría.

Nunca voy a olvidar el día en que me permitieron pasar un fin de semana en casa. Día de Acción de Gracias. Los chicos le pidieron a papi que les haga un juego de barras. Dios continuó abriendo puertas y me asignaron un nuevo supervisor de libertad condicional que reconoció mi transparencia para seguir las reglas. Después de nuestra primera reunión y entrevista, me permitió volver a casa inmediatamente ¡sin ninguna restricción como papá!

¿Recuerda cuando pensé “¿es todo?” aquella vez en la cancha de fútbol? Pronto volví a experimentar algo así, pero esta vez mi corazón no estaba vacío. Estaba lleno. La maestra de mi hijo me comentó que se estaba convirtiendo en un enorme guerrero de la oración. “¡Es todo!” pensé. “Esto es lo que sirve en la vida: ser la clase de papá que educa a sus hijos para que amen a Jesús”. Ser un hombre de Dios que comparte la esperanza y el amor de Cristo con seres inocentes.

Jesús está listo para encontrarse con usted dondequiera que esté ahora—no importa su pasado ni la etiqueta que le haya puesto la ley, el estado o usted mismo. Usted le importa a Él. Él se vuelve loco por usted. Él quiere transformarlo en alguien nuevo. Está esperando: ¡deje que Él venga a rescatarlo!