Abuso. Nunca me habría imaginado esa palabra en mi vida. Ni en un millón de años habría sospechado que sería víctima de violencia doméstica. Estaba casada con el hombre que amaba. No solo era mi pareja, sino mi amigo. Hacíamos todo juntos; incluso íbamos a la iglesia. Pero de algún modo, con el tiempo, me encontré en una situación de esclavitud y opresión. Era como si estuviera en Egipto y él fuera el faraón.

Dios me liberó de esa tierra árida y seca. Es un lugar al que espero no volver jamás. Sin embargo, creo que debo regresar para compartir mi historia y así ayudar a otros—mujeres, niños, incluso hombres—a que salgan de su Egipto, su situación de esclavitud, para que puedan caminar con la cabeza erguida y tener una vida victoriosa.

Hace años que dejé mi hogar, el lugar que debió haber sido un refugio, y me alejé de quien debió ser mi protector. Después de tanto tiempo, aún me hago esa pregunta retórica de solo seis letras: “¿Por qué?”.

No creo que jamás logre comprender bien la respuesta. No sé por qué. Pero pienso que no podría haber hecho algo distinto durante mi matrimonio para evitar el abuso. Si no hubiera sido yo, habría sido otra. En realidad, lamentablemente, puede que haya otra en este momento.

Aunque hubiera sido “perfecta” (cosa que nadie puede ser), a él siempre algo le habría parecido mal. Lo sé porque lo intenté. Me esforcé tanto por ser perfecta. Servía el café y agregaba la crema en polvo en el orden que él exigía. Me deshice de mi biblia NVI y empecé a leer la versión que le gustaba a él. Cambié de iglesia, me fui de grupos pequeños y dejé de leer ciertas devociones. Le avisaba qué hacía por celular. Corté mi relación con mis hijos, padres y amigos por orden suya. Incluso me aseguraba de poner la cantidad exacta de carne en la olla Crock-Pot porque sabía cuánto le molestaría si le ponía de más.

Nada de lo que hice ni de lo que podría haber hecho o dicho lo habría cambiado. Solo Dios podía cambiar el corazón de mi esposo. Solo Dios podía ayudarlo a convertirse en un jefe de familia de la manera que Dios quiso. Solo Dios podía transformarlo en un hombre que ama a su esposa como Cristo amó a la iglesia…un hombre capaz de entregar la vida por su esposa, e incapaz de golpear su cuerpo. (Ver Efesios 5:25).

Mi abuso comenzó como casi todas las situaciones de violencia doméstica. Empezó a insultarme, a reírse y burlarse de mí. El abuso verbal pronto se transformó en estrategias de control y manipulación. Empezó a hacerse cargo de nuestras finanzas y a guardarse dinero, incluso dinero que había ganado yo. Me presionaba para que cambie mis hábitos sociales.

Eventualmente las estrategias de revisar, burlarse y controlar se volvieron violentas. Las amenazas iban en aumento. Hasta amenazó con matar a mi mascota. Ya no me echaba de casa (o sea, no me dejaba vivir ahí por un tiempo).

No, entramos en la etapa en que literalmente y de manera física me arrojó de la casa. Me empujó por la escalera, me apretó el cuello y me persiguió por toda la casa. En el último incidente, me golpeó la cabeza contra el piso.

Estuve en el hospital más de una vez. Por supuesto, cuando me preguntaban cómo me había lastimado, mentía sobre lo ocurrido. No quería meterlo en problemas…yo lo amaba. Además, era mi culpa. Debía de ser así. Cada vez que ocurría, me convencía a mí misma de que debía de haber hecho algo para que él se descontrolara. Y me prometía mejorar para que esto no volviera a pasar nunca.

Y cada vez, sin excepción, él me prometía que no volvería a ocurrir jamás. Hasta me prometió que iba a buscar ayuda. La realidad es que nunca buscó ayuda y volvió a lo mismo una y otra vez. Y en cada incidente, la violencia iba en aumento.

El punto de inflexión fue cuando me atacó frente a mi nieta. Ahí me di cuenta de que el abuso no solo me afectaba a mí, sino también lo que yo le transmitía a mi familia. Necesitaba que ella supiera que no estaba bien que alguien nos trate de esa manera. No está bien que la gente nos insulte ni que nos lastime física o psíquicamente.

Necesitaba enseñarle que su esposo debía ser la persona en este mundo en la que ella podía confiar que le daría seguridad, protección y amor. Que debía amar a Dios, no usar la religión como excusa para someter a su esposa. Que debía honrarla y sacar lo mejor de ella. Que jamás debía oprimirla ni hacer que ella viva con miedo.

Mi nieta me salvó la vida ese día y oro para que mi decisión de defender lo correcto salve la de ella y de otras personas que lean mi historia. La gente tiene que saber que el abuso es malo, sea psicológico, físico o mental. Dios no desea que Sus hijos vivan como esclavos, especialmente por los “lazos del sagrado matrimonio”.

Jesús murió en la cruz no solo por mis pecados, sino también por mi vida. Él quiere que viva: que viva de verdad. Me quiere a salvo y llena de gozo para que pueda seguirlo y servirlo con toda libertad.

Quiere que ame y que me amen. Quiere que tenga una vida victoriosa. Estos son los planes que tiene para mí (Jeremías 29:11).

Sé que el divorcio no es lo que Él desea, ni lo que yo quería. También sé que el abuso físico o psicológico tampoco es lo que Él desea. A Dios le duele que lastimen a quienes ama.

Si en este momento “vive en Egipto”—una situación de opresión, miedo y cautiverio—lo invito a que tome la mano de Aquel que lo puede liberar y sanar (Salmo 147:3). Pídale al Señor que le dé Su sabiduría y comprensión (Santiago 1:5). Él le va a mostrar cómo seguir adelante. Además, busque ayuda de profesionales en caso de abuso doméstico, use la ley y los tribunales para protegerse. Tener un sistema sólido en el que apoyarse y un plan es crucial para su seguridad.

¿Será fácil “huir de su Egipto”? No. Va a luchar contra sus sentimientos como nunca antes. Deberá luchar contra el miedo, la confusión y la duda. Podrían ponerse en su contra personas en las que confía: amigos, familiares, incluso conocidos de la iglesia. Tendrá que luchar contra sus propios pensamientos: “En realidad no era tan malo. Por lo menos tenía a alguien. Ahora, no tengo a nadie…¡lo arruiné!”. No escuche las mentiras del enemigo. El objetivo de Satanás es arrastrarnos otra vez a la esclavitud.

Pero Dios promete, tal como lo hizo con los israelitas, ocuparse de todas sus necesidades. Él va a separar las aguas de su Mar Rojo. Le enviará maná del cielo. Lo hizo por mí y cumplirá su promesa con usted.

No está solo. Dios está a su lado y le mostrará cada paso a dar. A veces son pasos pequeños y a veces gigantes, pero cada uno le hará avanzar hacia la libertad que Cristo murió para darle.

Déjeme cerrar con Levítico 26:13 (NTV). Es un gran recordatorio de que el Señor desea que caminemos con la cabeza en alto, que vivamos en la victoria, no derrotados y avergonzados. Dice: “Yo soy el Señor su Dios, quien los sacó de la tierra de Egipto para que ya no fueran esclavos. Yo quebré de su cuello el yugo de la esclavitud, a fin de que puedan caminar con la cabeza en alto”.