Cuando era niño, mi abuela me enseñó a depositar mi confianza en Jesucristo para salvarme. Pero confiarle mi vida al Señor a este lado del Cielo no siempre fue fácil. Es una decisión de cada día “poner mis preocupaciones en manos de Dios” y confiar en Su amor por mí cuando la vida parece tan insegura (1 Pedro 5:7). Incluso ahora estoy pasando por situaciones que permanentemente me hacen poner mis preocupaciones en Sus manos.

Como muchos, crecí creyendo en Dios. Pero durante años mi falta de confianza me impedía comprometerme totalmente. Soy buscavidas por naturaleza, así que mi mentalidad siempre es hacer que las cosas sucedan. Después de todo, ¿cómo va a cambiar algo si no lo cambio yo? Pero estar todo el tiempo tratando de tener una vida mejor me llevó por algunos caminos oscuros y me demostró que no tengo control sobre nada en este mundo. Nunca lo tuve. Nunca lo tendré.

Mi infancia no fue fácil. Con una madre adicta a las drogas y un padre preso, a menudo me sentía indeseable e insignificante. Lo único que quería era representar algo para alguien. Si no hubiera sido por el amor y los sacrificios de mi abuela, no sé dónde estaría…tal vez aún en la cárcel o posiblemente muerto.

Mi abuela era una gran creyente en Dios, una verdadera mujer de fe y fortaleza. No importa lo que atravesáramos, ella siempre creía que Dios nos iba a mostrar el camino, y Él siempre lo hacía. La abuela me enseñó a confiar en el Señor y en Su Palabra.

“Dios no nos va a abandonar, Sean”, me recordaba. Tuvimos tantas oportunidades para que nos demostrara su fidelidad y Él siempre se hizo presente.

Mi abuela y yo vivíamos en Stantonsburg, un pequeño pueblo en el este de Carolina del Norte que no alimentaba esperanzas ni sueños. Ella había dejado la escuela en octavo grado para trabajar en el campo. Más pobres que nosotros, imposible. La vida en nuestro barrio consistía en sobrevivir día a día. El mayor sueño que tenía la mayoría de nosotros era terminar la escuela secundaria y conseguir trabajo en la planta de neumáticos Firestone.

Así que cuando empezaron a observarme reclutadores de fútbol universitario de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, estaba seguro de que Dios nos había dado un camino para salir de la pobreza. “Vamos a salir de aquí, abuela” le prometí, refiriéndome a nuestra vieja casa de madera en ruinas. Ni siquiera tuvimos un baño adentro hasta que tuve diez años, y eso fue en 1987. Estaba decidido a que nuestra vida cambiara para mejor. Todo lo que necesitaba era una pelota de fútbol americano en mis manos y la oportunidad de jugar; lo demás se daría por añadidura.

Mi esperanza de tener una vida mejor quedó destruida cuando me enteré del Examen de Aptitud Académica (SAT). Increíble, pero ni a un profesor ni entrenador se le había ocurrido hablarme sobre la importancia del SAT. Enterarme de este examen me destrozó el alma. ¿Cómo podría llegar a ir a la universidad y jugar al fútbol universitario sin el SAT?

Me sentí defraudado y usado por el programa deportivo y la comunidad. Todo el mundo me había alentado en cada rincón del campo de fútbol, pero a nadie se le había ocurrido alentarme en los estudios. El club de apoyo de mi escuela hasta me había comprado la chaqueta con letras porque sabía que mi abuela no podía costearla. Ojalá hubieran pagado en cambio para que me preparara para el SAT.

Dios me dio otra posibilidad de ir a la universidad y jugar al fútbol, pero estaba muy destruido por dentro como para aprovecharla. Pensaba que, si yo no le importaba a nadie, no había motivo alguno para que yo sintiera distinto. Sentía como que todo en la vida estaba arreglado y que todo estaba en mi contra. El día que el entrenador llevó a un compañero de equipo a la universidad en el auto, se apagaron todas mis ilusiones. En ese momento me rendí y dejé de tener esperanzas en mí. Me olvidé de mis sueños, dejé de tener expectativas y no me importó más nada.

No podía entender por qué Dios me mostraba la visión de algo que podía tener y no dejarme que lo tuviera. Pronto aprendí que las consecuencias dolorosas sobrevienen cuando uno se rinde espiritual, mental y físicamente. La desilusión y la desesperación le dieron paso a la decepción y esas tres “D” me llevaron, en definitiva, a una vida sin salida.

Después de eso, me costó mucho confiar en el plan de Dios y serle fiel. Seguía creyendo en Él, aunque no podía evitar preguntarme si Él creía en mí. Pero mi deseo de progresar y darle a mi abuela una vida mejor todavía estaba muy latente en el fondo de mi alma. “¿Ahora qué hago?” me pregunté. “Haz lo que te dije.” me respondió Dios.

Mi carrera de escritor tomó envión cuando inicié mi propia editorial a los 19 años. Junté las poesías que había escrito en el secundario para publicar mi primer libro, “La angustia de un hombre”.

Pensé que me estaba acomodando en el mundo cuando en 2002 la Sociedad Internacional de Poesía me otorgó el prestigioso premio internacional Poeta de Mérito en Washington, DC.

Junté todas las monedas que pude para asistir a esa convención. Dormí en mi auto en el estacionamiento del hotel. Me lavaba los dientes y me bañaba con una esponja y agua embotellada que conseguía en la convención. Los demás asistentes no tenían idea de que estaba durmiendo en el auto. Subía en el ascensor con ellos y hacía como que iba a mi habitación y después volvía abajo por las escaleras y a mi auto para pasar la noche.

Recibir ese premio encendió una lucecita de esperanza en mí. Durante tanto tiempo me había sentido como un don nadie, que no tenía nada para dar ni ofrecer. Nadie había querido escucharme nunca. ¿Cómo podía inspirar a alguien?

¿Pero ahora? No podía pasar por alto el hecho de que tenía en la mano un premio que ponía de manifiesto mi talento para escribir. Era la prueba de que lo que tenía para decir le importaba a la gente. El evento me trajo a la memoria un sueño que recibí de Dios en mi infancia: una visión de mí mismo parado en un escenario frente a mucha gente. Reían, sonreían y lloraban. ¡Seguro que este momento iba a cambiarlo todo!

Después volví a casa y tuve que enfrentar la realidad de mi vida. Otra vez empezó a apagarse la esperanza. Parecía como que cada vez que estaba por dejar la calle, cada vez que estaba cerca del éxito por el que había trabajado, algo pasaba que impedía mis avances o los hacía más lentos. Esta vez no solo se trató de la calle, sino de mi familia.

Existe un código tácito en la calle, que uno protege a la familia cueste lo que cueste. El amor y la lealtad siempre han sido una virtud y una maldición para mí. Hacía años que yo vendía drogas. Pero un familiar empezó a consumir y a una gente muy poderosa le faltó dinero. De pronto, era hora de pelear.

En mi mente, tenía dos alternativas: ayudar a conseguir el dinero necesario para pagar la deuda de mi pariente y que siguiera vivo, o podía ir a la guerra contra sus enemigos y orar para que sobreviviéramos. Estábamos contra la pared y era a todo o nada.

Otra vez me volqué a la calle con todo, me descontrolé completamente. Lo único que importaba era ganar esta batalla. Recién cuando me encontré sentado en la celda de la cárcel tras ser arrestado por asalto a un banco a mano armada, me di cuenta de la persona en la que me había convertido. Sin la distracción que ofrecía la calle, de pronto me quedé solo con mis pensamientos.

“¡¿Qué diablos hice? ¿Robé un banco?! ¿Cómo llegué aquí? ¡Estaba planificando la gira de promoción de mi libro!”. Pensamientos como esos inundaron mi mente. Había llegado allí porque me había volcado totalmente a la calle en vez de volcarme totalmente a Dios.

Un año después de recibir el prestigioso premio de poesía, me enviaron a la cárcel Butner para cumplir una condena de cinco años. Tenía 22 años y mentalmente no estaba bien. Me sentía tan cansado de luchar y tratar de sobrevivir, cansado de no tener un hogar e intentar hacer algo con mi vida. Encima de eso, mi mamá acababa de morir.

Puede sonar alocado, pero estaba agradecido de darle a mi mente un descanso del caos que era mi vida. Las cosas se habían puesto tan feas que pensé que la cárcel iba a ser como unas vacaciones.

Cuando llegué a Butner, me pusieron en confinamiento solitario los primeros 30 días, porque se habían perdido los papeles durante mi traslado de la penitenciaría a la cárcel. Dios iba a usar ese tiempo de aislamiento para llevarme de nuevo la esperanza: de nuevo a Él.

Dios y yo tuvimos muchas conversaciones en ese lugar solitario. Había hecho tanto esfuerzo por ser alguien, por hacer cosas que me hicieran feliz. Pero nada había funcionado. No estaba enojado con Dios por estar preso; tenía suficiente sentido común como para saber que mis propias decisiones me habían hecho caer allí. Pero en el fondo de mi corazón, sabía que tenía que haber algo más que lo que estaba pasando. Seguramente mi vida debía tener un propósito.

Finalmente pregunté: “Dios ¿qué quieres de mi vida?”.

Plenamente consciente, oí la respuesta de Dios: “De todas las cosas que pasaste, Yo te hice salir. Te salvé con un propósito y ahora te voy a estar gestando durante un tiempo. Te estoy refinando, haciéndote semejante a un diamante. Cuando salgas, serás una luz y un ejemplo para los demás; vas a hacer correr la buena nueva de que de la misma manera que te salvé a ti, voy a salvarlos a ellos”.

No podía imaginarme cómo podía ser una luz para alguien. Pero entonces el Señor me enseñó que, por compartir mi historia, los demás encontrarían esperanza en Él. “Simplemente cuéntales cómo te salvé. Cuéntales sobre todas las cosas que has pasado y diles que fui Yo quien te sacó adelante. Diles cómo, en tu peor momento, Yo te puse de pie”.

Después me mostró que me había dado dones y talentos para inspirar y reconfortar a los demás. Era hora de dedicarme en serio a usarlos como Él quería. Me aseguró que, si yo utilizaba esos talentos para Él, me abriría puertas que ninguna persona podría cerrar y que mis dones me darían un lugar y me pondrían en presencia de grandes hombres y mujeres.

Con nada por perder, decidí ahí mismo en esa celda que me albergaba entregarme por entero a Dios definitivamente. Al entregarle cada aspecto de mi vida a Él, me comprometí a usar los dones que me había dado para glorificar Su nombre, a ser una luz en la oscuridad y a animar a los desesperanzados, tal como yo había necesitado que me animaran.

El Espíritu de Dios me reveló que enfrentaría muchos problemas y desafíos en la cárcel en los días por venir. Pero también me hizo ver que, si me mantenía fiel, me aferraba a Su Palabra y utilizaba mis talentos para Su gloria, Él me ayudaría a atravesarlos, para luego tener un viaje de vida increíble.

Enfrentaba una condena a cinco años y decidí aprovechar mi tiempo en la cárcel de la mejor manera. A menudo oía: “Sean, no estés simplemente listo para salir de la cárcel, ¡está preparado!”. Así que, con la ayuda de Dios, utilicé mi tiempo entre rejas para prepararme para una nueva vida. No fue fácil y a veces sentía como que Dios me estaba refinando al calor del fuego más ardiente. Pero al final, Él me convirtió en un hombre nuevo, cambiando mi manera de pensar (Romanos 12:2). Cuando uno cambia la mentalidad para bien, cambia su vida para bien.

En la cárcel, por fin logré entender el valor que tenía para Dios. Aprendí a quererme a mí mismo y a apreciar a la persona que Él me había creado para que fuera. Estaba lejos de ser perfecto, pero seguro de que estaba en el camino correcto. Dios me ayudó a ver que yo era mucho más que ese don nadie que siempre había creído que era.

Una de las condiciones que me exigió el tribunal fue que viera a un psicólogo e hiciera un curso de gestión de la ira. Eso desembocó en el diagnóstico de trastorno bipolar. Por fin logré entender por qué perdía las esperanzas tan fácilmente y por qué un minuto podía sentirme tan deprimido que me quería morir y al siguiente, que podía conquistar el mundo. Conocer este diagnóstico me ayudó a hacer grandes avances para lograr la salud mental.

Aproveché el tiempo en la cárcel para desarrollar mis dones como escritor y orador. Publiqué dos libros mientras estaba entre rejas, escribí obras de teatro, aprendí a tocar el piano y recité poesía. Antes de estar en la cárcel, había utilizado estos dones para mi propio beneficio. Luego entendí que tenía que utilizarlos para inspirar y animar a otras personas y acercarlas a Dios. Y aprendí que no tenía que ser perfecto para que Él me utilizara como ejemplo perfecto para ayudar y salvar a otros.

Le agradezco a Dios por el tiempo que pasé en la cárcel. Irónicamente, ir allí fue lo mejor que me pudo haber pasado; la cárcel verdaderamente me salvó la vida.

Hoy soy un hombre libre. Tengo el privilegio de animar a otras personas a descubrir los propósitos que Dios tiene para su vida a través de distintos ministerios y empresas que Dios me ha regalado. Cuando conozco a alguien, quiero que vea el poder y la gracia de Dios en mi vida. Quiero que vea la luz de Dios en mí. Quiero que sepa que, si Dios lo hizo en mí, también lo puede hacer en él.

Quiero que usted también lo sepa.

Tal vez esté donde yo estuve; está cansado de luchar. Vive topándose con obstáculos y lo frustra que la vida mejor parece que nunca va a ser suya. No pierda la esperanza.

Confíe en que Dios lo ama y tiene un plan perfecto, aunque usted no lo pueda entender. No depende de usted que las cosas pasen; Dios lo va a hacer en su nombre. Solo tiene que estar dispuesto, dejar de lado la frustración y permitirle que Él haga lo que quiera.

No deje que Satanás le robe sus sueños. No deje que le robe la alegría, la felicidad, el propósito y los dones. Póngase toda la armadura de Dios (Efesios 6:11) todos los días. Pelee la buena batalla de la fe y resista en la carrera hasta el final.

Cuando se comprometa totalmente con Dios, Él va a cumplir los deseos de su corazón. Siga teniendo fe, aunque las esperanzas sean pocas y nunca se rinda, por adversa que parezca la situación (Romanos 4:18).

Dios es fiel y si usted le entrega su vida y confía en Él, Él le va a mostrar el camino. Manténgase aferrado a su fe y crea que nada es imposible para Dios. La vida que Él le da va a exceder totalmente sus expectativas (Efesios 3:20).

Usted es más que sus circunstancias. Usted es más que la calle. Usted es más que el don nadie que otras personas dicen que es. Usted es más que sus fracasos y que lo que ve cuando se mira al espejo.

Usted es más porque el Dios que habita en usted es más. Y Él es todo lo que usted necesita.

SEAN INGRAM usa el talento que Dios le dio como autor, orador motivacional, artista de la poesía leída y educador para relacionarse con los demás, enriquecerlos y sacarlos de la oscuridad para acercarlos a la luz. Visite seaningram.info si desea contratar a Sean para el próximo evento de su organización.