Sé que Dios existe. Me ha demostrado Su presencia, poder y amor muchas veces a lo largo de los años. Me ha dado pruebas irrefutables de que es parte de mi vida y le importa todo lo que me pasa. Esas pruebas aparecieron de distintas maneras: circunstancias, relaciones, paz interior y saber muy dentro de mí qué debía hacer.
Le entregué mi vida a Jesús cuando era niño, en una antigua iglesia bautista de Wilson, Carolina del Norte. Me había invitado un vecino y yo oí el mensaje del amor de Dios. Cuando el predicador hizo una invitación para cualquiera que quisiera entregar su vida a Jesús, corrí a la parte de adelante de la iglesia. Aun a esa corta edad, podía sentir la presencia de Dios. Me recuerdo parado allí, pensando: “¡Vaya! ¡Dios me conoce!”. Y también estaba muy entusiasmado por conocerlo.
Desde aquel día hasta hoy, jamás cuestioné el amor de Dios por mí, pero no puedo decir que siempre entendí Sus caminos. He pasado por algunas experiencias dolorosas y he perdido muchas cosas preciadas como un brazo, a mis padres e incluso a mi hijo. Durante diez años mi familia luchó contra la adicción a las drogas de mi hijo; lo perdimos cuando tenía 29 años. Pero aun en ese momento—especialmente en ese momento—vi cómo trabajaba la mano de Dios. Siempre me ha dado destellos de esperanza, recordatorios de Su bondad fiel y Su promesa de que todo iba a estar bien.
Cuando perdí el brazo, descubrí el poder de la oración y la paz de Dios. Estaba trabajando en la planta de empaque de carne de mi papá cuando mi guante quedó atrapado en la picadora de carne y arrastró mi brazo hacia dentro de la máquina. Antes de que me diera cuenta, había desaparecido la mitad de mi brazo derecho. El equipo de rescatistas tardó una hora en llegar al lugar. Mientras esperaba, lo único que podía hacer era orar: “Señor, por favor, no me dejes morir”.
Apenas dije esas palabras, desapareció el dolor y dejé de sangrar. Dios se había presentado de una manera muy obvia. Pasé un mes en el hospital después, luchando contra una infección rebelde. Pero como confiaba en Él, Dios me dio Su paz, que supera toda comprensión (Filipenses 4:6–8). Tenía 14 años nada más, pero sabía que Dios me había salvado y confiaba en que me ayudaría a sobreponerme a cualquier limitación.
Mi papá tenía una lucha más grande que la mía. Se sentía tan responsable del accidente. Me visitaba todos los días a la mañana y a la noche, antes y después del trabajo. Podía ver el dolor y la angustia pintados en todo el rostro. Pero todo eso desapareció el día que le pedí papel y lapicera.
Había pensado que pronto empezaba la escuela. Las vacaciones de verano estaban llegando a su fin y yo tenía que entrar a 10.° grado. Como era diestro y ya no tenía brazo derecho, sabía que tenía que ocuparme de aprender a escribir con la mano izquierda. Cuando papá vio mi determinación y capacidad de adaptarme a mi nueva situación, supo que yo iba a estar bien.
No sé por qué, pero nunca miré el brazo que me faltaba pensando: “Jamás voy a poder hacer [tal cosa] otra vez”. En cambio, pensaba: “Vamos a ver qué puedo hacer”. Filipenses 4:13 dice que todo lo puedo hacer por medio de Cristo, que me da las fuerzas. Así que me dispuse a ver qué podía hacer con ayuda de Dios.
Esa actitud me dio muchos momentos victoriosos.
Pude regresar a la escuela en el otoño, pero volver a practicar deportes no estaba en mis planes. Sin embargo, un año después del accidente, los entrenadores de fútbol americano de la escuela se acercaron a mí y me preguntaron si quería probarme. La idea me entusiasmó y era todo un desafío para mí.
Mi escuela secundaria tenía un programa competitivo de fútbol. Sabía que no sería fácil entrar al equipo, pero estaba dispuesto a probar. Tuve que poner mucho trabajo fuerte y determinación, pero me gané un puesto en el equipo de la escuela como suplente.
Hace poco, con mis compañeros celebramos los 40 años de egresados. Cada uno de mis compañeros habló de cómo mi actitud y mi espíritu perseverante habían influido en su vida. Quedé totalmente anonadado por sus comentarios. ¡Eran muchachos a los que yo admiraba! Nunca se me había ocurrido pensar que yo hubiera sido una influencia positiva para ellos, pero Dios nos utiliza para estimularnos unos a otros, aun cuando no lo sepamos. Uno puede estar haciendo su rutina normal, siendo uno mismo y haciendo lo que ama y todo el tiempo Dios está trabajando entre bambalinas de maneras que no podemos imaginar.
Dios ha utilizado a mucha gente en mi vida. Usó a mi vecino para llevarme hacia Cristo. Usó a esos entrenadores para animarme a entrar en el campo de juego. Después usó a un entusiasta del esquí acuático llamado Tommy para animarme a probar ese deporte y allí, por fin, encontré una plataforma internacional para hablarles a otras personas sobre el Señor.
Tenía 17 años cuando di un nuevo paso y empecé a hacer esquí acuático. Mientras pensaba en la invitación de Tommy, recordé que a los 12 años había visto esquiar a un adolescente amputado. Pensé que, si ese chico podía esquiar con un solo brazo, yo también.
Ese fin de semana aprendí a esquiar con dos esquís e incluso dejé un esquí y esquié con uno solo. También intenté levantarme usando un solo esquí, pero no lo logré. Me imaginé que necesitaba un esquí más grande, así que fui al negocio náutico del lugar y me compré uno. Así y todo no podía levantarme. Volví al negocio y compré un guante para esquí acuático, pero tampoco me sirvió.
El dueño del negocio, Sarvis Bass, se ocupó de hacerme un mango especial de esquí que me ayudaría a equilibrar el peso del cuerpo y me daría estabilidad. Me dio el mango, me dijo que fuera a practicar y volviera a verlo cuando hubiera podido cruzar las dos estelas.
No pasó mucho hasta que volví al negocio, totalmente seducido por el placer y el desafío de hacer esquí acuático. Sarvis empezó a enseñarme las cosas básicas para hacer un recorrido de eslalon. Me hizo participar en competencias locales y regionales y continuó fabricándome elementos especiales para ayudarme a progresar en el deporte. Ya hace 45 años de esto, y continúo esquiando. De hecho, en 2019 representé a los Estados Unidos en el Campeonato Mundial de Esquí Acuático Adaptado organizado por la Federación Internacional de Esquí Acuático y Wakeboard en Skarnes, Noruega.
Trabajé con Sarvis hasta que me mudé para ir a la universidad. Allí, en una ciudad nueva, comencé a trabajar en otro local de esquí acuático llamado Overton’s. Dios usó al dueño de esa empresa, Parker Overton, para que fuera un estímulo para mí, tanto en el esquí como en la vida.
Estaba trabajando en Overton’s cuando recibí la noticia de que mi papá había fallecido. Parker me llamó a su oficina, me abrazó, me recordó que no estaba solo y me preguntó cómo podía ayudarme. Nunca olvidaré ese momento de gracia de Dios que estaba recibiendo. Fue un gesto sencillo, pero muy poderoso.
Tal como cuando había perdido el brazo, la presencia y la paz de Dios me ayudaron a enfrentar la vida sin mi papá. Me reconfortaba saber que mi papá era creyente en Jesucristo, porque eso quería decir que iba a estar bien. Sabía por la Biblia que en el momento que mi papá murió había entrado en presencia de Dios para toda la eternidad. Volvería a ver a mi papá. Todavía me dolía el alma, pero tenía esperanza.
Años más tarde, Dios usó a mi hijo Hunter para enseñarme muchas cosas, especialmente respecto de mostrar compasión y perdonar. Hunter falleció el día después de Acción de Gracias en 2015. Fue el final de una larga lucha contra la adicción a las drogas.
Como padre, deseaba desesperadamente encontrarle solución a la situación de mi hijo. A menudo me preguntaba: “¿Qué diablos le pasa a este chico? ¿Por qué no deja la droga y ya?”. Simplemente no entendía por qué no podía tomar mejores decisiones. Me sentía frustrado cada vez que tenía que ir a rehabilitación o a la cárcel, más enojado y más incapaz de confiar en él tras cada promesa rota y cada mentira.
Hubo momentos en que quise ponerle una mano encima a mi hijo. No podía soportar cuando Hunter le faltaba el respeto a mi esposa, su mamá. No estaba bien. Una noche, después de que se dirigiera a ella de muy mala manera, me ganó el enojo y fui a la carga contra él. Pero en medio del forcejeo, oí al Espíritu Santo que me decía: “¿Qué haces? Así, no”. Su voz me detuvo en seco. Me sentí tan avergonzado.
Fue recién cuando oré: “Dios, ablanda mi corazón y ábreme los ojos, por favor” que las cosas cambiaron para mí. No, la vida no fue más fácil, en absoluto, pero tener el corazón de Dios y Su perspectiva de la situación me permitió seguir adelante en paz. Le prometí al Señor que nunca volvería a ponerle una mano encima a mi hijo y decidí luchar cada batalla a la manera de Dios: con amor y paz.
La situación de Hunter empeoró. A veces lo veíamos caminando por las calles de la ciudad y ni siquiera reconocíamos a nuestro hijo. Se lo veía tan vacío. Un día, paré el auto para ver si era él, y sí. Sentí que el Señor me decía que lo invitara a casa y le diera de comer. Esa noche, nos pidió que lo dejáramos en un hotel, para poder bañarse e ir a rehabilitación. Después de orar, sentí paz por poder ayudarlo otra vez.
El centro de rehabilitación lo rechazó, porque Hunter todavía tenía drogas en el sistema. Este rechazo lo llevó a caer vertiginosamente en la oscuridad de su adicción. Pero un día me llamó y me rogó que volviera a llevarlo al centro de rehabilitación.
No me imaginaba que lo aceptarían en el programa, pero lo fui a buscar. Mientras íbamos allí en el auto, Hunter lloraba y me empezó a contar sobre todas las cosas que había hecho. Me partió el corazón. Le dije que no me importaba lo que había hecho en el pasado; lo único importante era cómo iba a seguir en adelante. Me dolió en el alma cuando me dijo: “Papá, ¿podrás perdonarme alguna vez?”.
Inmediatamente me vino a la memoria la historia de Jesús sobre el hijo pródigo y se la conté. Hunter tenía que saber que no solo yo lo perdonaría, sino que Dios también. Él nunca había oído la historia del joven que había dejado a su familia y derrochado su herencia con lo que la Biblia llama “una vida desenfrenada”. Tampoco sabía que cuando el hijo recuperó, por fin, la sensatez y regresó al hogar, el padre inmediatamente le dio la bienvenida, lo perdonó y le devolvió su lugar legítimo como hijo (Lucas 15:11–32).
Cuando le conté la historia de cómo Dios, nuestro Padre Celestial, nos da la bienvenida, nos perdona y restaura nuestra vida cuando regresamos a Él, vi que a mi hijo lo invadía una ola de alivio.
Le dije a Hunter que lo perdonaba y lo animé a hacer las paces con el Señor, a seguir avanzando con la fortaleza de Dios. Dios no había abandonado a Hunter a su suerte para que luchara solo sus batallas; Jesús lo iba a ayudar. Hunter solo tenía que entregarle su batalla a Jesús.
Llegamos al centro de rehabilitación y los terapeutas volvieron a llevarlo para hacer el test de drogas obligatorio. No lo pasó, pero el terapeuta lo aceptó de todos modos porque vio el cambio en la actitud de Hunter. No sabía lo que acababa de suceder en el auto cuando nos dirigíamos hacia allí.
Hunter no consumió durante 23 meses antes, pero volvió a caer en la adicción y a causa de eso lo retiraron del programa. Mi esposa Ginny y yo lo fuimos a buscar a la estación de ómnibus. Notamos que él sentía que nos había fallado otra vez, pero decidimos llevarlo a casa; 23 meses de abstinencia significaban algo para nosotros. Pero pusimos reglas, como “si consumes, te vas”.
Durante nueve meses tuvimos muchas conversaciones y momentos fantásticos con nuestro hijo. Pero justo antes del Día de Acción de Gracias, en 2015, empezamos a notar que faltaban cosas en casa. Le preguntamos a Hunter y él admitió haber empeñado esas cosas para conseguir dinero y comprar droga. Le recordamos la regla, y él nos dijo que entendía, al tiempo que hacía su maleta y se iba.
Agradezco tanto haber abrazado a mi hijo esa noche y haberle dicho que lo quería, porque esa fue la última vez que lo vi con vida. A Hunter lo atropelló un auto dos días después, mientras caminaba por la carretera.
Sufrí la pérdida de mi hijo y a menudo me pregunté qué más debería haber hecho para ayudarlo. Por suerte, Dios me envió a un hombre llamado John Paul para reconfortarme. Era asistente social de la empresa funeraria y había conocido a Hunter. John Paul, un adicto en recuperación, me explicó la adicción de una manera en la que nunca había pensado.
Yo me debatía porque no sabía si Hunter había elegido a Jesús como su Salvador. No tenía la seguridad de que volvería a verlo, como había tenido con mi papá. Pero entonces John Paul me entregó una cruz de papel que estaba en el bolsillo de Hunter el día que murió. Tenía escrita una oración de salvación. Sentí que mi corazón se fortalecía.
No mucho después, me llamó un terapeuta del centro de rehabilitación. Me aseguró que Hunter había aceptado a Jesús como su Señor y Salvador. Incluso me contó algunas conversaciones profundas que había tenido con Hunter sobre el Señor. Dios usó a estos dos hombres para que me ayudaran a comprender y tener un cierre.
También usó los testimonios de muchos de los amigos de Hunter durante el funeral. Un joven tras otro me habló de cómo Hunter había sido una fuente de esperanza y ayuda para ellos, incluso durante sus momentos más oscuros. Siempre había estado dispuesto a ayudar a los demás. Sus testimonios fueron tan reconfortantes para mí.
He aprendido que Dios usa a sus hijos para que se consuelen y animen entre sí. A veces somos los que ayudamos, y a veces los que recibimos ayuda. Ambas cosas son igualmente importantes, pero depende de nosotros estar dispuestos a que nos usen para dar y luego a recibir, cuando nos toca.
¿A quién puede animar hoy? Hasta el gesto más simple—una sonrisa, un abrazo, una oreja que escucha—puede marcar una enorme diferencia. Toda la gente a su alrededor está pasando por momentos difíciles. ¡Lo necesitan!
Por otra parte ¿es el momento para que reciba la esperanza y el estímulo que Dios le está enviando? ¿Quién ha estado a su lado, ofreciéndole luz? No está solo. Entréguele su lucha a Jesús y permítale a Él y a los demás ayudarlo a avanzar.
GREGG STOKES ha experimentado mucha pérdida y dolor, pero la fe inquebrantable en Dios le ayuda a seguir adelante. Disfruta pasar tiempo con su familia y amigos y tiene la bendición de usar su pasión por los deportes náuticos como una oportunidad de representar a Cristo.