Yo podría ser uno más. Sin embargo, por gracia de Dios, me he convertido en otro. Usted también puede.
Soy el resultado de una noche de sexo casual. Mis padres tenían diecinueve años; los dos buscaban escapar de entornos familiares asfixiantes y no estaban preparados para ser padres en lo más mínimo. Su matrimonio no duró mucho. Mamá obtuvo mi custodia y nos mudamos a California.
Los hombres entraban y salían de nuestra vida porque mamá intentaba, sin éxito, llenar el vacío que tenía. Las situaciones, el abuso y la adicción fueron de mal en peor. Cuando yo tenía cinco años, ella se bajó un frasco de pastillas, tratando de suicidarse. Me mandaron a Illinois para vivir con mi papá, que había vuelto a casarse.
A las dos semanas, su esposa dijo que no iba a criar al hijo de otra mujer. Me llevaron al umbral de una casa y me dejaron allí. Nunca voy a olvidar el pánico que sentí al estar parado ahí solo, con miedo a golpear la puerta, sin saber qué o quién estaba del otro lado.
Tras pasar por dos hogares de acogida volví a reunirme con mi mamá, que había finalizado la rehabilitación, pero no era la misma. Estaba dominada por la ira y la amargura y me culpaba a mí por lo que le había pasado en la vida.
Vivir en la pobreza con una madre que tenía poca capacidad para hacer algo más que sobrevivir fue un desafío. Me daba un par de zapatos por año y ropa regalada. Me cortaba el pelo ella misma en nuestra casa llena de moho.
Además de la pobreza, estaba la presencia constante de su iracunda sed de venganza. Quería a mi mamá, pero tenía miedo de sus palabras absurdas, llenas de odio y los golpes de sus manos furiosas. Pero, sobre todo, tenía miedo de que se suicidara.
Se casó por tercera vez cuando yo tenía ocho años y nos mudamos a Texas. Mi padrastro trabajaba en un aserradero y durante un tiempo, la vida parecía normal. Pero poco después volvieron los viejos tiempos.
Cuando yo tenía 14, mi mamá intentó quitarse la vida otra vez y la pusieron en tratamiento psiquiátrico. Mi padrastro y ella se divorciaron, y volví a mudarme a California con él. Lamentablemente, él no era mucho mejor que ella.
Un año antes de terminar el secundario, me mudé solo. Puse buena cara y mis amigos envidiaban lo que creían era mi libertad. Pero los padres me veían como lo que era: un chico pobre, sin familia, que de algún modo había logrado evadir el sistema.
Estaba lleno de ira, inseguridad y frustración. Todos los demás tenían tanto más que yo y estaban tanto más adelantados que yo. ¿Por qué era tan difícil mi vida? ¿Qué problema tenía?
Había trabajado el doble para conseguir lo que tenía, que no era mucho. Y a pesar de todo lo que me esforzara trabajando, nunca progresaba. Deseaba lo que tenían los demás y la injusticia de toda la situación me amargaba. Las posibilidades y segundas oportunidades eran muy escasas y sabía que no podía equivocarme.
Si solo alguien notara cuánto trabajaba y me diera una oportunidad: la oportunidad de convertirme en alguien.
Todo cambió una noche cuando se me resbaló un frasco de mermelada de las manos y se hizo trizas en el suelo. Era todo lo que me quedaba para comer. Me dejé caer al piso, sintiéndome roto en mil pedazos y me di cuenta de que no podía seguir viviendo así.
Desesperado, guardé mis cosas en el auto, dejé California y me mudé a Washington, donde no conocía un alma. Tenía un objetivo: entrar a la universidad. No me importaba cuál; estaba preparado para hacer cualquier cosa para que me aceptaran.
Una universidad cristiana de Spokane, Washington, me dio la oportunidad; pero me sentí como pez fuera del agua más que nunca. No era cristiano, no venía de una familia de clase media o alta, ni tenía una beca. A diferencia de los demás, yo trabajaba todo el día. También salía a divertirme y no iba a la iglesia. Mis compañeros me miraban por encima del hombro, porque yo era tan distinto. Para ser honesto, yo también los miraba por encima del hombro, porque los consideraba arrogantes y malcriados.
A mediados del primer año, un día me emborraché tanto que no podía manejar. A la mañana siguiente estaba sentado en el auto recuperándome, cuando se me ocurrió que el hecho de que estuviera tan enojado con Dios era prueba de que debía creer en Él. Siempre sostuve que no, pero ¿cómo podía estar enojado con alguien si no creía en esa persona?
A ese descubrimiento le siguió otro: si iba a admitir que Dios existía, más me valía de algún modo vivir como si así fuera. La fe tenía sus exigencias. Ese año, cuando volví tras el receso navideño, decidí especializarme en religión para poder aprender más sobre Dios.
Pero ya promediando el segundo año, empecé a despertarme en medio de una furia terrible, queriendo destrozar todo lo que tenía cerca. Era tan incontrolable que a menudo me quedaba en la cama hasta despertarme de mejor humor.
Fui a ver a un psicoanalista. Para ser honesto, fue horrible. El psicoanalista me hizo revolver todos los recuerdos malos de mi infancia que tanto me había costado olvidar. Pero al hacerlo, aprendí muchas cosas que pusieron mi vida en un camino distinto.
Para empezar, aprendí que el sufrimiento de los demás es tan real y doloroso para los demás como el mío lo es para mí. Mi naturaleza humana quería medir el sufrimiento en una escala. Pero como nunca había experimentado el de otra persona, no podía decir que el mío fuera peor. El sufrimiento es sufrimiento. Y duele, sea quien sea.
Segundo, aprendí que llevaba el ADN y la conformación genética de mis padres, me gustara o no. A causa de eso, sería como mis padres en algunos aspectos. Antes del psicoanálisis, había intentado desesperadamente no parecerme a ellos en nada. Sentía resentimiento hacia mis padres, pero veía rasgos de ellos en mí todo el tiempo y eso me aterraba, y además, me enojaba.
Mi psicoanalista me ayudó a cambiar mi foco: de tener miedo a ser como mis padres a convertirme en la mejor versión de ellos. Mi objetivo era llegar a ser la versión redimida de mis padres; ser la persona que, por el motivo que fuera, ellos nunca habían sido.
Después, aprendí cómo había afectado mi vida la falta de un padre. Siempre me había dicho a mí mismo que no me importaba no tener padre, pero sí. La verdad es que nunca había superado que me dejaran abandonado en ese umbral a los cinco años. A partir de ese momento, me sentí despreciable e insignificante y me preguntaba constantemente qué tenía como para que no pudieran quererme.
O sea, a mis amigos no los abandonaron los padres ¿y a mí? No solo me había dejado mi padre, sino que volvió a casarse y tiene hijos que están con él. Es una herida que quizás nunca vaya a comprender ni a cicatrizar por completo.
Por la falta de padre, siempre viví con temor e inseguro de mí mismo, sintiendo que todo el mundo me juzgaba. Creía que estaba destinado al fracaso. Y sabía que cuando fracasara, no habría nadie que me ayudara a levantar.
Mi psicoanalista me ayudó a reflexionar sobre mi sufrimiento y a procesar el dolor. Hacerlo me dio una dosis de control sobre mi futuro. Antes de hacer psicoanálisis, estaba dominado por las emociones. Me dejaba llevar por el dolor y la ira y culpaba a todo el mundo por las circunstancias de mi vida.
Pero aprendí que solo yo tengo el control del rumbo que mi vida va a tomar. Mis padres y los mundos en los que vivían pueden haber determinado mi pasado, pero yo manejo mi futuro: o puedo hacerlo, si eso elijo.
No tengo por qué seguir los pasos de mis padres, ni tengo que sucumbir a la depresión o la ira. No tengo que vivir con amargura. No, puedo forjar mi propio futuro y al hacerlo, cambiar el camino para mis hijos. Depende de mí romper los interminables círculos viciosos de abuso, adicción, abandono y pobreza. Solo necesito tener el valor de hacerlo.
Por último, aprendí el valor de la comunidad. Durante los dos últimos años en la universidad, hice un grupo de amigos que se tomaron el tiempo para conocerme, aceptarme, quererme y plantearme desafíos para que me superara. Y me hacían sentir responsable. Oraban por mí, me invitaban a cenar y me mostraban cómo funcionan las familias sanas. Estuvieron a mi lado cuando yo me esforcé por cambiar mi futuro.
No sé si lo habría logrado sin ellos. Esos amigos me dieron esperanza cuando estaba flaqueando, valor cuando me faltaba y compañía cuando me sentía totalmente solo. Fueron las manos y los pies de Cristo y me brindaron luz cuando todo a mi alrededor era oscuridad.
Soy una creación única de Dios. Génesis 1:26 dice que estoy hecho a imagen y semejanza de Dios. ¡Dios se tomó el tiempo de hacerme con Sus propias manos de manera única! Eso significa que lo reconozca o no mi familia, lo reconozcan o no quienes me rodean, y lo crea yo firmemente o no…soy valioso. Tengo valor. Y tengo un propósito para mi futuro.
Cuando supe eso, me esforcé por mantener esa sensación de ser valioso bien presente en mi mente. Empecé a vivir con vistas a un futuro como hombre de Dios: una decisión, un paso a la vez. Estaba decidido a aprender de mis errores del pasado para no repetirlos. Aprendí a detectar los círculos viciosos de la vida para poder romperlos. Decidí que era hora de poner fin a las excusas y dejar de culpar a otros por la forma en que se había dado mi vida. Era hora de ejercer un dominio positivo y de hacerme cargo de mis acciones.
Y con la ayuda y paciencia de Dios, ocurrió todo eso. Mi vida se encaminó hacia el futuro que Dios siempre había tenido previsto.
Hoy tengo 47 años. Mi vida ha tenido más idas y vueltas que las que puedo contar. Fui el primero de mi familia en ir a la universidad y después realicé estudios de posgrado…dos veces. Estuve en el ejército, me ordené como ministro y actualmente manejo una empresa exitosa con mi esposa.
Hace 13 años que estamos felizmente casados. Tenemos cuatro hijos hermosos y sus vidas son totalmente distintas de la mía a su edad. No tienen ni idea de las privaciones que pasé ni lo triste que puede ser este mundo. Les hemos brindado refugio y seguridad. Me siento muy feliz sabiendo que he creado para ellos un futuro mejor que el que me dieron a mí. Mis hijos no van a estar atados a las circunstancias de mi crianza.
No fue fácil. Los fantasmas del pasado—el miedo, la duda, la inseguridad, la ira, la sensación de ser insignificante o no valer nada—a veces vuelven a aparecer, pero ya no dejo que se apoderen de mí.
Con la ayuda de Dios, los empujo a un lado y me reto a dar otro paso adelante para tomar esa próxima decisión correcta.
Lo hago por mí. Lo hago por Dios. Y lo hago por mis hijos, porque quiero que su mundo sea mejor de lo que lo fue el mío. Quiero que sean puros. Quiero que se sientan valorados, amados y apreciados. Quiero que sepan que pueden hacer cualquier cosa que se propongan.
Y lo hago porque los círculos viciosos no se rompen a menos que personas como usted o como yo nos ocupemos de hacer el complejo trabajo de romperlos. ¡El cambio empieza con nosotros!
GREGG GREEN es un ministro ordenado que tiene pasión por el ministerio, el servicio, el compañerismo y la buena comida. Él y su esposa son dueños de una panadería familiar que manejan ellos mismos.