Mis hermanas y yo crecimos en la pobreza. Como estratega que soy, se me ocurrió un plan: yo iba a ser la hija que no necesitaba nada de los padres. Por ser la mayor, ayudaba a cuidar a mis hermanas y hacía mis tareas de la escuela y del hogar sin que me lo pidieran. Estaba decidida a no ser una carga para que mis padres pudieran concentrarse en cosas más importantes. (También tenía la esperanza de que ser independiente y ayudar en la casa me hiciera conseguir la atención que buscaba tan desesperadamente). No funcionó.

Mi estrategia llevó a mis padres a creer que era tímida, pero no era así. Simplemente creía que en mi vida nada valía lo suficiente como para merecer su atención. Por cierto, ni a mis padres ni a nadie más, en realidad, les importaba lo que yo tenía para decir o pensaba. Estaba bastante segura de que nadie me veía, siquiera. El día que mi papá me empujó a un lado para alzar a mi hermanita, me convencí de que no me quería tanto como a ella.

Despreciable. Detestable. Insignificante. Crecí sintiendo eso. Y Satanás trabajó mucho para fijar estas mentiras en mi sistema de creencias.

Mis padres se divorciaron cuando tenía 15, y terminé asumiendo un rol parental mucho más grande aún con mis hermanas menores. Vivíamos en un pueblo con mucho delito, drogas y violencia, y tuve que aprender a sobrevivir. Rápido. Así que se me ocurrió otra estrategia: me iba a proteger a mí misma saliendo y haciéndome amiga de las personas que hacían esas cosas.

Esas personas pronto se convirtieron en mi familia. Todos veníamos de realidades similares, así que nunca tenía que sentirme mal por no tener comida o usar un saco dentro de la casa porque no teníamos calefacción. Me sentí aceptada y me dieron la atención que había deseado toda mi vida.

Como a menudo estaba sola en casa, mi nueva familia venía y me enseñaba a vender droga y hacer dinero. También me enseñaron cómo comportarme en la calle. Cuando tuve auto, descubrí que mis amigos me necesitaban aún más. Eso me hizo sentir bien. Tal vez, si me necesitaban, no me iban a abandonar.

Y después conocí a un chico y me sentí halagada porque quería estar conmigo todo el tiempo. La atención me hacía sentir mejor aún conmigo misma. Pero la relación pronto se volvió abusiva: verbal, mental y físicamente. Estaba mezclando marihuana con crack y a menudo se ponía violento. Me golpeaba o me sacaba a empujones del auto en caminos oscuros, en el medio de la nada. A veces me llevaba en el auto a los complejos de departamentos pobres, me dejaba encerrada y les pedía a otros adictos que me vigilaran mientras él iba al departamento de alguien a drogarse.

Un día, mi mamá me dijo que tenía que romper con él o irme de casa. Lo elegí a él, por supuesto. Para mí, ella solo me quería ahí para hacer de niñera y poder irse a los bares. No me parecía que yo le importara en absoluto. Una noche, una llamada telefónica fijó esta creencia en mi mente.

Estaba en casa, haciendo de niñera, cuando llamó un hombre que buscaba a mi mamá. Le dije que había salido con una amiga. Me preguntó cómo me llamaba y cuando le dije, respondió: “Ah, eres la niñera”. Le dije varias veces que era la hija mayor, a lo que me contestó: “¿Qué? Ella me dijo que tenía niños pequeños solamente”. Entonces pasó a sentenciar que era absurdo que hubiera mentido sobre mí.

Me imaginé que mi mamá estaba avergonzada de mí. Si no, ¿porqué iba a mentir? Me sentí tan rechazada. Rápidamente Satanás usó los comentarios de ese hombre para confirmar que yo era despreciable, indeseable y que no me querían y tomé muchas decisiones espantosas a raíz de las mentiras que creía sobre mí misma. Pasaron varios años hasta que supe que ella nunca estuvo avergonzada de mí. Había mentido para ocultar su edad.

Cuando mi novio empezó a apagar los fósforos en mi cuerpo, pensé: “Por lo menos quiere estar conmigo”. Estaba tan equivocada. Había escuchado los murmullos de Satanás tan seguido que me conformaba fácilmente con mucho menos de lo que merecía.

Quedé embarazada, pero mi novio continuó con los abusos. Ahí fue cuando por fin dije “basta”. Sabía que si me quedaba podía perder a mi bebé a manos de su padre. Terminé esa relación, pero no porque sentía que valiera la pena proteger mi vida. Solo la del bebé.

Cuando nació mi hijo, trabajé mucho para cubrir nuestras necesidades. Pero también vivía de fiesta los fines de semana, ya que continuaba con esa sensación de rechazo. Pasé por una violación, otra relación abusiva y tuve una enfermedad que a veces me dejaba paralizada. Era un desastre y tenía el corazón endurecido.

Fue en esa época que mi mamá le entregó la vida a Dios. Comenzó a orar por mí y a hablarme sobre Él, pero eso me exasperaba y me enojaba. Ya había probado esa cosa cristiana y sentía que Dios me había fallado por haberme dado esa vida de porquería.

Pero Dios no me iba a abandonar. Era obvio que estaba escuchando las oraciones de mi mamá. Y sentí que Él me llamaba, buscando mi atención.

Toc. Toc. Toc.

Un día, estaba recostada en el sofá, después de que me despidieran de un trabajo fantástico que me había hecho viajar a Inglaterra. Rechazada y desilusionada una vez más, decidí decirle a Dios un par de cosas. “¡Dios: no me vas a conseguir!” grité. Me imagino que ese día le habré hecho revolear los ojos.

Unas semanas después, tomé un libro que me había dado mi mamá, que se llamaba Viví para contar la historia, de Joey Perez. Era sobre alguien que había sido líder de una banda callejera y capo del narcotráfico y que ahora estaba predicando en el gueto. Lo leí, después fui a su sitio web y miré videos de él predicando. Vi a multitudes correr al escenario para aceptar a Jesús. Ver cómo esa gente respondía a la invitación a conocer a Jesús me hizo recordar algo que me sucedió cuando era niña.

A los seis años, profesaba la fe en Jesús. Le dije a mi mamá: “Soy una oveja perdida y necesito a Jesús. Y quiero ser misionera”. En esa época, tenía el deseo profundo de acercar otras ovejas perdidas a Jesús. Pero después perdí el rumbo.

Todo se me vino a la mente muy rápido. Me empezó a temblar el cuerpo y desaparecieron mis deseos mundanos. Fue una experiencia sobrenatural. Me llenó el poder del Espíritu Santo, algo desconocido hasta ese momento.

Eso fue hace diez años y desde ese momento, nunca se me pasó por la cabeza volver a mi antiguo estilo de vida. En cambio, busco conocer a Jesús cada vez más.

Pero eso no significa que la vida haya sido fácil. En muchos aspectos, ha sido más desgastante. Parece que lo único que hago es enfrentarme a una dificultad tras otra.

Hace poco, estaba clamando a Dios por esto mismo. Entre sollozos, le pregunté: “¿Por qué, Dios? ¿Por qué tengo que vivir así? ¿Por qué parece que cada vez que estoy cerca de algo bueno me arrastran a una situación que duele más que la anterior?”.

Mientras lloraba, el Señor comenzó a mostrarme todas las formas en que había utilizado mis dificultades para aumentar mi fortaleza y confianza. Me mostró cómo cada una había aumentado mi capacidad para ayudar a los demás. Lo hizo cuando me reveló el significado de un sueño que había tenido la noche anterior.

En mi sueño, llegaba a un lugar desconocido que parecía diseñado para la construcción de equipos. Había mucha gente ahí, incluso amigos y compañeros de trabajo. Todos estábamos parados al borde de un barranco que daba a una garganta angosta y profunda.

El barranco era hermoso y tranquilo, aunque lleno de misterio. El césped que había a ambos lados era verde y exuberante y abajo corría un río calmo y muy largo. Parecía no tener fin.

A ambos lados del barranco había plataformas con tirolesas. Todos teníamos que agarrar una tirolesa y después empujar con los pies el costado del barranco para llegar al otro lado. Una vez allí, teníamos que trepar por una escalera hasta la plataforma y repetir el ejercicio.

Ahora, en la vida real, me aterra la altura. Pero en mi sueño no tenía miedo. Tomé la tirolesa y arranqué. Al principio, apenas lograba sostenerme y pensaba que me podía caer. Pero a medida que me esforzaba más, mi agarre se volvía más firme y seguro. Con cada tirolesa aumentaba mi confianza. Tenía prueba de mi capacidad para llegar al otro lado. Empecé a usar esa confianza para enseñarles a los otros a desplazarse. Mis desplazamientos exitosos con la tirolesa eran prueba de que ellos también podían lograrlo.

Cuando clamé a Dios, Él me mostró que cada vez que agarraba la tirolesa y me lanzaba desde el costado del barranco, tenía más fuerza. También sentía más energía y confianza. Cada impulso me daba la fuerza que necesitaba para el siguiente. No tenía miedo porque estaba concentrada en el desplazamiento, no en la profundidad del barranco.

Dios me reveló que en la vida, cada vez que me negaba a quedarme contemplando mis problemas y decidía, en cambio, perseverar en Él, aprendía lecciones invalorables. Que cuando me negaba a rendirme o dejarme doblegar por la debilidad o el dolor, conseguía una mayor fortaleza y confianza. Y reuní experiencia para ayudar a que otros lleguen al otro lado de sus barrancos.

Por lo que he vivido, ahora puedo llevar consuelo a otros y decirles: “¿Sabes? ¿esa cosa que te está pasando? ¿ese valle profundo que estás enfrentando? Bueno, ¡lo vas a lograr!”. Y entonces puedo contarles mi historia. Soy prueba viviente de que no hay barranco demasiado grande para Dios. Nunca les falla a Sus hijos.

Ahora lo sé, pero pasé muchas décadas pensando que Dios me había abandonado, como todas las otras personas que hubo en mi vida. Pero Él no.

Todo el tiempo Dios me estaba ayudando. Siempre estuvo ahí, al borde de cada ba­rranco, dándome el valor para agarrarme de la tirolesa y lanzarme una vez más. Fue Su fortaleza que me hizo llegar al otro lado. Y es Su fortaleza que lo va ayudar a usted también.

Sé que la vida es difícil, pero quisiera animarlo a que no se enoje o se amargue por las pruebas que está enfrentando. La amargura le quita fuerzas. Dios sabe por lo que está pasando y Él lo va a ayudar. Siga lanzándose. Siga dando ese paso de fe y vaya hacia delante con Él.

El salmo 121 asegura que Dios lo cuida. Él impide que los pies resbalen y lo protege de todo daño. Isaías 40:29–31 promete que Él lo va a sostener y a darle nuevas fuerzas si confía en Él.

Cuando esté enfrentando una dificultad, no se rinda. Diga, en cambio: “Bueno, Dios. Vamos a tener que lanzarnos para cruzar otro barranco. Necesito Tu fortaleza y sabiduría. ¿Podrías enseñarme qué tengo que aprender, por favor? Y, Señor, permíteme usar mis experiencias para ayudar a otras personas a atravesar sus barrancos también”. Y entonces, despegue de esa cornisa con total confianza.

Tal vez sienta que no lo puede volver a hacer. Si es así, le sugiero que busque un consejero espiritual. Me llevó años de trabajo intencional descubrir mi valor real e identidad en Cristo. Hice terapia centrada en Cristo, leí muchos libros sobre rechazo, y pasé mucho tiempo a solas con Dios. Pero todo valió la pena porque hoy estoy libre, por fin, de las cadenas del enemigo. Y estoy decidida a seguir siendo libre.

¿Sabe qué me motiva? El hecho de que Satanás ya me haya robado tanto. Me niego a darle un instante más de victoria en mi vida. Me niego a volver a darle más espacio en mi corazón y en mi mente. Estoy cansada de escuchar sus mentiras.

Que esa sea su motivación, también, y luego comprométase a confiar en Dios, vivir para Él y representarlo bien en cualquier situación, por difícil que sea.

Solo usted puede decidir seguir perseverando con Dios.

JENNIFER MUNSON es la propietaria de Munson Media y autora de dos libros publicados. Menos cuenta su historia de descontrol y Esperanza en medio del sufrimiento es un devocional para 30 días que ayuda a las personas a vencer las mentiras del enemigo. Para más detalles, visite JenniferMunson.org.

PULLOUTS:
Pág. 15:
Dios ha utilizado cada prueba difícil para aumentar mi fortaleza y confianza.
Pág. 16:
¿Sabes? ¿esa cosa que te está pasando? ¿ese valle profundo que estás enfrentando? Bueno, ¡lo vas a lograr!

CAPTIONS:
Pág. 15:
La oración fervorosa de la abuela de Jennifer la ayudó a superar 20 años de descontrol. Después, los cuadernos de oraciones de la abuela motivaron a Jennifer a empezar a escribir para inspirar a futuras generaciones.