“Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no puede esconderse.  Ni se enciende una lámpara para cubrirla con un cajón. Por el contrario, se pone en la repisa para que alumbre a todos los que están en la casa. Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo” (Mateo 5:14–16 NVI).

Dios me llamó para ser luz como maestra en una cárcel. Me sentí bastante reacia a aceptar.

Ya había trabajado en el Correccional de Florida a los treinta y algún años, y la experiencia no había sido la mejor. La cárcel es verdaderamente un lugar donde chocan el cielo y la infierno. Es una comunidad en sí misma donde la oscuridad intenta dominar y reinar. Por ese motivo, creo que los desafíos de enseñar entre rejas son muchísimos más que los de enseñar en cualquier otro lado.

Ser maestra en el sistema carcelario es complicado. En oportunidades el lugar estuvo aislado durante días, semanas e incluso meses y no podía ver a mis alumnos. Cuando por fin podían volver a clase, se habían olvidado casi todo lo aprendido. Parecía que siempre estábamos empezando de cero.

La primera vez que trabajé allí, enseñé durante 18 meses antes de dejar el sistema. Pero 15 años después, en 2013, sentí que Dios me llamaba para volver. Le pregunté por qué y me dijo que la primera vez no había cumplido la misión. No había aprovechado el tiempo que pasé allí para ser una luz en la oscuridad. Solo iba a cumplir mis obligaciones como maestra.

“Ve allí”, me dijo, “y haz lo que te dije que hicieras la primera vez. Te he dado voz; ahora ve y úsala para Mi gloria”.

Me gustaría poder decir que fui obediente y volví corriendo a atravesar los portones de la cárcel, pero no fue así. Como tantos otros hijos de Dios, soy tonta. Y le di todo tipo de excusas de por qué no podía ni debía regresar a la cárcel. Pero, así como Dios se negó a aceptar las excusas de Moisés en Éxodo 3 y 4, tampoco aceptó las mías.

Seguí discutiendo con Él y poco después parecía que Dios me estaba dando una buena paliza: perdí mi tranquilidad, no podía dormir y estaba inquieta. Pasaban las semanas y finalmente mi esposo me dijo: “Dietra, tienes que hacer lo que te está pidiendo Dios. Vas a estar bien. Él te acompañará”.

El 28 de febrero de 2013, por fin dejé mis excusas de lado y acepté un puesto en el Correccional de Florida como maestra en escuela de Título 1. Mi tarea era enseñar lectura, matemática y lenguaje a reclusos menores de 22 años. Los ocho años siguientes resultaron ser los años más gratificantes de mi vida.

Comencé a trabajar el día de graduación y asistí a la ceremonia en que varios presos recibían el diploma de la escuela secundaria. Estaba maravillada. Los oradores, cantantes, músicos—todos ellos reclusos—eran tan talentosos. Le agradecí a Dios por permitirme ser testigo de tanta excelencia tras los muros de esa cárcel.

Pero entrar al salón de clases fue todo un desafío. Muchos de esos hombres no querían tener nada que ver con la escuela. No habían ido a la escuela cuando andaban en la calle, decían, y por cierto no iban a ir ahora. Pero Título 1 es un programa gubernamental obligatorio para todos los reclusos menores de 22 años.

Iba a ser una tarea difícil. Pasó más o menos una semana hasta que empezaron las miradas, los murmullos y el teatro que habían dicho que podía esperar.

Enfrenté mucha resistencia, pero seguí orando y con la fortaleza de Dios mantuve la mía. No pasó mucho tiempo hasta que pude ver pruebas de que Jesús estaba tomando el control de la situación.

Un día vi a un joven escribiéndole una carta a la madre. Me sorprendió porque no eran muchas las personas que todavía escribían cartas. Al lunes siguiente vino a mi clase. “Sé que usted es una mujer de Dios” me dijo, “y le conté a mi mamá sobre usted este fin de semana”. ¡Había estado escribiendo sobre mí! Y después me preguntó qué tenía que hacer para que Dios lo salvara.

Le respondí: “¿Crees en el Señor Jesu­cristo que sufrió, derramó su sangre y murió por tus pecados?”. Me dijo que sí y allí mismo, en mi salón de clases, oró para recibir a Jesús como su Salvador. Era tan evidente la presencia del Espíritu Santo. Le dije al joven que su vida tendría un giro positivo. Me contó que había estado en una banda callejera. Su tarea en la banda era pelear y golpear a la gente. Admitió que estaba cansado de esa vida y decidido a no volver a ella. Y fue fiel a su palabra, además. Con esfuerzo pasó de su nivel de sexto grado a la escuela secundaria.

Después de su liberación, la mamá llamó a la institución para agradecerme. Me dijo que su hijo no era la misma persona que había ido a la cárcel. Le dije que todo el crédito era de Dios; Él solo había producido el cambio en su hijo. Hoy ese joven tiene su diploma de secundaria, un buen empleo, está casado y le va muy bien. ¡Dios es tan increíble!

Ese día no solo fue un punto de inflexión para ese joven. También lo fue para mí. Comencé a llevar Biblias y formé un grupo de devocionales y oración en mi clase. Pronto tuve 20 o más muchachos que se reunían todos los días en mi salón para orar y leer devocionales. Orábamos juntos y llorábamos cuando Dios aparecía y dejaba su huella.

Era tan obvio que estaba transitando por los corazones de esos hombres y que me había encomendado una tarea. Estaba decidida a hacer todo lo que estuviera a mi alcance para atraer más almas hacia Jesús.

Un día, el director de la cárcel vino a mi salón. Se había enterado de lo que estaba haciendo y me pidió detalles. Así lo hice y empezamos a compartir nuestras experiencias cristianas. Agradecí al Señor que un hombre tan piadoso estuviera al frente de nuestro establecimiento.

Un día, un joven me trajo una revista Victorious Living para que la leyera. Cuando los alumnos salieron, la miré y no pude dejarla. Pregunté si alguien más tenía números anteriores de Victorious Living, y pedí que, si los tenían, por favor me los trajeran. Puse todos los números en un estante cerca de la puerta de la clase y diseñé una hoja para anotar retiros y devoluciones. No lograba tener revistas en ese estante; tal era la demanda.

Se me ocurrió una regla por la que todo aquel que retirara la revista tendría que compartir su historia también. Quería estimular a los muchachos para que lean, pero también para que se expresen en forma verbal y escrita. Cicatrizaron muchas heridas cuando empezaron a compartir sus experiencias de vida y cómo habían terminado en la cárcel. Les recordaba que había historias de vida similares en Victorious Living y los animaba diciéndoles que lo que Dios había hecho por los autores de los artículos, también podía hacerlo por ellos.

Enseñar a estos muchachos y ver cómo actuaba Dios no evitó que sufriera. Un lunes a la mañana cuando entré a trabajar me enteré de un asesinato en la cárcel. Se me fue el alma a los pies. Cuando me dijeron quién había muerto, dejé escapar un grito. Eso, por supuesto, hizo que los oficiales vinieran corriendo. No se demuestra esa clase de emoción en la cárcel, sobre todo si uno es empleado. Pero lloré hasta que no me quedaron lágrimas.

Joshua había sido mi alumno e iba a rendir los exámenes para el Diploma de Educación General. Era tan vivaz y alegre. Siempre venía a clase dispuesto a trabajar. Todavía puedo ver su rostro sonriente. Tantos reclusos y empleados vinieron a mi oficina para darme sus condolencias. Sabían cuánto quería a Joshua: solían llamarlo el preferido de la maestra.

El ambiente empezó a enrarecerse en la cárcel, y sentí que tenía que hacer algo para levantar el ánimo. Me comuniqué con un amigo y lo invité a que viniera a hablar. John (no es su nombre real) era creyente y había estado preso. Desde que quedó en libertad, Dios lo bendijo muchísimo. Más de 300 reclusos asistieron al evento en la capilla y 15 hombres entregaron su vida al Señor ese día. ¡Grité y alabé a Dios hasta el cansancio! Había respondido a mis oraciones; no permitió que la muerte de Joshua fuera en vano.

A los pocos días, Satanás utilizó a un alumno para atacarme y poner en riesgo mi vida. Este alumno había cometido un asesinato y me dijo claramente lo que me iba a hacer. Pero yo no tenía miedo. Estaba cumpliendo una tarea para Dios. Estaba donde Él me había enviado, así que sabía que podía confiar en que me protegería. No sé dónde está ese joven ahora, pero oro para que Dios haya tocado su corazón y salvado su alma.

Durante mi época de maestra, tantos hombres dejaron una marca en mi vida, pero hay varios que sobresalen. Uno es Ray, condenado a 50 años por robo. Ray era un líder de nuestro grupo de oración y devocionales y un verdadero testimonio de la bondad de Dios. Entró a la cárcel a los 25 años y ahora va por la mitad de la condena. Gracias a Ray supe que, si bien no soy perfecta, Dios me estaba utilizando de manera perfecta en la misión que tenía para mí.

Otro es Wayne, un hombre de 65 años con una condena a cinco años. Es un inmenso hombre de Dios que busca seguir progresando a pesar de estar perdiendo la vista. Ray y Wayne me animaron a menudo cuando sentía que quería abandonar.

También recuerdo a un joven muy inteligente, David, que tenía muchas cualidades de liderazgo. A menudo le hablaba, le decía que fuera él mismo, en vez de dejarse llevar por la presión de sus pares. David me escuchó, puso todo su empeño y obtuvo su diploma de la escuela secundaria. Volvió al tribunal y el mismo juez que lo había condenado le otorgó la libertad en forma inmediata. Cuando salía de la cárcel, se detuvo en mi salón de clase para agradecerme. Oro para que continúe por el buen camino.

Hay tantos otros. A veces era como una madre, abuela, tía o hermana para estos hombres. Otros era psicóloga, médica, enfermera o predicadora. Cualquiera fuera el rol, me aseguraba de darles un lugar seguro y tranquilo, donde se sintieran valorados y queridos. Le agradezco a Dios por elegirme para ser Su cántaro de amor y esperanza trabajando como maestra durante todos esos años.

Si fue mi alumno, oro para que se sienta incentivado. ¡Dios lo utilizó para dejar una huella en mi vida! Mantenga la cabeza en alto y los ojos en Él, no en sus circunstancias. Dios tiene un plan, así que siga orando, creyendo y recibiendo todo lo que Él quiera darle. Siga trabajando fuerte. Las manos ociosas son el taller del demonio. Estudie, inscríbase en programas y perfecciónese para la gloria de Dios.

En realidad, eso va para todo el mundo.

A los que trabajan en el sistema carcelario, también quiero animarlos. Sé que los desafíos que enfrentan son únicos. Aun así, recuerden: Dios puede usarlos para cambiar el clima de la cárcel a través de las vidas a las que llegan. No se cansen de hacer el bien, porque a su debido tiempo, cosecharán su recompensa (Gálatas 6:9). Dios ve su esfuerzo.

Las reglas dificultan entablar una relación con los reclusos; a veces hasta está prohibido. Durante años me llamaron la “amante de los reclusos”. ¿Pero no es amar a las personas lo que Dios nos pide que hagamos? Nada debería impedirnos mostrar respeto y tratar a los hombres y mujeres encarcelados como Dios manda. Creo que el respeto que muestren les será devuelto con creces por los hombres y mujeres que ustedes supervisan.

Por último, si está leyendo mi historia y no entra en ninguna de estas categorías, permítame animarlo también. Dios les pide a todos los creyentes que lleven luz al mundo en tinieblas, que sean testigos privilegiados de la bondad de Dios. A veces el camino es fácil, pero a veces nos invita a lugares difíciles y tormentosos como la cárcel.

No importa dónde sea la misión ¡vaya! No tenga miedo. Si Dios lo está enviando, Él va a abrir puertas y a brindarle todo lo que necesita y más aún. Además, lo va a proteger. No se pierda lo que Dios le tiene preparado.

No hay nada como vivir una aventura con Dios.

DIETRA LOVETT se desempeñó como maestra, ministra, madre, abuela, escritora y mentora de vida en el Correccional de Florida durante 10 años. En marzo de 2018, le otorgaron el premio a la Maestra del Año de Título 1 en el Correccional de Florida.