Estaba terminando un fin de semana fantástico en los Jardines Callaway de Pine Mountain, Georgia. Había ido allí por el torneo Masters de esquí acuático y wakeboard. Lejos habían quedado mis días de competencia. Ahora estaba en un stand de exhibición, compartiendo la misión de Victorious Living.

Dios se había hecho presente de las maneras más increíbles durante todo el fin de semana, como cuando me presentó a un hombre de Alabama que me había visto hablar cuando era “residente” del Club Fed (la Cárcel Federal Coleman). Estábamos parados uno al lado del otro junto a un food truck y él me reconoció. Fue fantástico saber cómo Dios había influido en su vida por medio de nuestros programas comunitarios.

No pensé que Dios pudiera hacer algo mejor, pero lo hizo.

Acababa de acomodarme en mi silla en la playa para ver el evento de salto de los hombres, cuando uno de los mejores saltadores tuvo una caída horrible. Sus gritos resonaron en todo el Lago Robin.

Empecé a orar inmediatamente. No conocía personalmente a ese saltador, pero sabía que esa caída iba a ser el fin de su carrera. Me dolió el alma por él. Mientras oraba, sentí que el Señor me decía: “Ve, pon tus manos sobre él y ora. Yo voy a curarle la cadera y la rodilla”.

Me invadió la angustia. ¿Y si este hombre se molestaba y me rechazaba? ¿Y si el equipo médico no me permitía acercarme? ¿Y si oraba, pero no pasaba nada? ¿Y si parecía una tonta?

Me quedé sentada, rumiando estas preguntas. Pasaron unos instantes hasta que sacaron al deportista del agua y lo llevaron a un área restringida, donde podía examinarlo un equipo médico. Pero como en la historia de Jacob en Génesis 32, yo continuaba luchando con Dios.

Pero él estaba ganando ¡y me dolía la cadera!

Por fin me levanté y me acerqué al área restringida. “Pasa por la entrada como si fueras la dueña del lugar, Kristi” me dije. Si entraba con confianza y una mirada autoritaria, seguramente iba a pasar. Nadie cuestiona a una mujer que tiene una misión.

Error. No había dado tres pasos y me detuvo la guardia de seguridad. “Señora, tengo que ver su credencial”, me dijo.

Traté de encontrar palabras y terminé soltando un “Soy la Pastora del evento”. ¡¿Qué?! ¿Y eso de dónde salió? Pero antes de que pudiera explicarle, se acercó un policía. Uy, uy, uy.

Para mi sorpresa, él le dijo: “Ella es quien dice ser; déjela pasar para que pueda ir a orar por el esquiador”. Yo había hablado con este hombre en otros eventos durante años. Tenía enorme amor en el corazón por el Señor y el ministerio carcelario. El Señor lo había enviado a él, un hombre de verdadera autoridad, a mi rescate.

Fui hasta donde estaba acostado el deportista y miré desde atrás del equipo de médicos. Traté de reunir el valor para acercarme, pero estaba congelada en mi lugar. Después vi a la mamá y se me ocurrió un plan.

“Señora” le dije. “¿Podemos orar juntas por su hijo?”. ¿Qué clase de madre se negaría? Con lágrimas en los ojos, aceptó y me agradeció.

Oramos, y me fui. Volví al stand de nuestro ministerio y me senté. Pero el Espíritu Santo me siguió hasta allí y le habló a mi alma. “Te pedí que pusieras las manos sobre el joven y oraras por él, no con su madre”.

Sentí el aguijón del remordimiento. Sabía que no había obedecido las instrucciones del Señor. El miedo al rechazo se había apoderado de mí. Pero de todos modos oré por él. ¿Por qué no le alcanzaba a Dios para curarlo?

Antes de poder siquiera terminar de pensarlo, Dios respondió. “Sí, Yo podría curarlo, ¿pero cómo va a saber él que fui Yo? Él no te oyó cuando orabas; su madre, sí. Ahora acércate a él, tócalo y Yo le voy a enviar mi poder de curación. Él va a saber que fui Yo sin dudas”.

Observé a los médicos que se acercaban con una camilla. En pocos minutos, ya no estaría allí. Se me revolvió el estómago. El tiempo pasaba rápido. Si iba a obedecer, tenía que ser en ese mismo instante.

Me levanté de la silla y caminé otra vez hacia el hombre accidentado, al que habían sujetado a una camilla y lo estaban subiendo a la ambulancia. “Señor, ayúdame a entrar a ese vehículo”, murmuré.

Justo en ese momento me di cuenta de que uno de mis ex entrenadores estaba allí, hablando con la médica. Me acerqué y le dije: “Mike, necesito subirme a esa ambulancia y orar con él antes de que se lo lleven al hospital”.

“Claro que sí”, me contestó. Llamó a la médica y le explicó nuestra situación. Ella señaló la parte de atrás de la ambulancia y me dijo: “¡Sube, querida!”.

Cuando subí, mi amigo policía gritó desde atrás: “¡Me uno y estoy de acuerdo, hermana!”. Allí estaba él, preparado para poner sus manos sobre el hombre y orar conmigo por su sanación. Casi se me escapa una risita; solo Dios podía preparar un escenario como este.

El muchacho parecía un poco confundido cuando me arrodillé a su lado para orar, pero pareció relajarse cuando le pregunté si podía orar. Después me dijo que me dejó orar porque necesitaba un poco de paz en medio del caos.

Tenía los ojos abiertos mientras oraba y la imagen que vi hizo que mi fe aumentara vertiginosamente. Mike estaba sosteniendo uno de los pies del hombre y el Sr. Policía sostenía el otro. Cuatro médicos estaban arrodillados junto a la camilla con las manos sobre él. Todos tenían inclinada la cabeza.

Sentí que una mano tomaba la mía. El deportista después me dijo que yo lo había tomado de la mano, pero no fue así. Recuerdo el momento y creo que Dios juntó nuestras manos. Me había dado instrucciones puntuales de poner mis manos sobre el hombre lesionado como punto de contacto de Su poder, pero me había olvidado esa parte de las instrucciones.

Cuando terminé de orar, le dije al joven que iba a estar bien. Esas palabras eran totalmente producto de la fe, porque yo no había sentido que pasara nada especial durante mi oración. Incluso después de orar, no había ninguna prueba visible para mí de que el hombre hubiera quedado curado.

Ahora sé que no hace falta ver ni sentir nada para que Dios trabaje. Solo hace falta confiar, obedecer y dejarle los resultados a Él.

Al día siguiente Mike me contó que el deportista estaba bien. Me puse a hacer una danza de celebración que seguramente habría avergonzado a mis hijos si me hubieran visto. Dios se había presentado y se hizo notar.

Dos semanas después, hablé con el muchacho por teléfono. Me dijo que había estado seguro de que sus lesiones determinarían el fin de su carrera. Incluso había pensado que tal vez el accidente era una señal para que colgara los esquís y se dedicara a otra cosa.

Me contó que iba a la iglesia en Navidad y Pascuas con la esposa y la mamá, pero que nunca había buscado tener una relación personal con Dios. De vez en cuando sentía que su corazón se quería acercar a Dios, pero que los objetivos y compromisos del esquí acuático siempre habían estado primero.

Pero ese día, me dijo, no hubo manera de negar qué real era Dios. Después agregó que cuando se juntaron nuestras manos entró “energía” en su cuerpo y le curó la pierna. Dijo que fue como si Dios hubiera estado allí, mirándolo a la cara y diciéndole: “Estoy aquí. Soy real. Ábreme tu corazón”.

Ese día, hablando por teléfono, tuve la posibilidad de compartir más con mi nuevo amigo sobre Aquel que lo ama sin medida. Y luego lo ayudé con una oración de salvación cuando él le pidió a Jesucristo que fuera su Señor y Salvador.

¿Sabe? Tuve la bendición de ganar ocho títulos Masters de esquí acuático en Estados Unidos durante mi carrera como esquiadora. Pero nada se puede comparar con ser parte del plan que Dios tenía para este hombre que puso frente a mí. Estoy ansiosa por ver de qué manera lo usa Dios para dejar una marca en el mundo del esquí acuático.

Amigo, cuando Dios le dice que se levante de la silla, ¡levántese! No tenga miedo ni se preocupe por los detalles. Él tiene todo preparado. Todo lo que tiene que hacer es levantarse, dar el paso y dejar los resultados en manos del Señor.

Y prepárese para asombrarse.