Mi esposo Jim y yo caminábamos por el malecón hacia la montaña rusa. Les habíamos prometido una vuelta a nuestros nietos. Pronto los chicos estaban desplazándose a toda velocidad por encima de nosotros, con una mezcla de sonidos como del órgano a vapor de una calesita y un millón de niños que aullaban. Es un milagro que haya oído el teléfono.
“Hola”.
“Maureen, ¿dónde está?”.
“Ocean City, Nueva Jersey. ¿Quién habla?”.
“Jessica, del centro de trasplantes. ¿Puede salir ya mismo y venir directo al hospital? Tenemos un corazón para usted”.
“¡Sí! ¡Allá vamos!”.
Diez años antes, la quimioterapia para el cáncer de mama me había afectado el corazón y con el tiempo, los medicamentos habían perdido eficacia. Al principio me alcanzó con un marcapasos, después vino el desfibrilador implantado y por último me iban a colocar una bomba cardíaca denominada “dispositivo de asistencia ventricular izquierda” (DAVI).
La idea de pasar las noches conectada a un enchufe en la pared, evitando que el dispositivo se moje y soportando luces y baterías que parpadean era algo intimidante. Soy una persona torpe. Me aterraba la idea de que podía matarme si por casualidad me arrancaba los cables del cuerpo mientras dormía.
La única alternativa que quedaba era el trasplante de corazón, pero parecía imposible. Muy pocas personas reciben un corazón. Además, tenía 69 años, tengo sangre grupo B (solo el 8% de la población total es B), y tenía una cavidad torácica chica. El tamaño del corazón es de vital importancia; no puede ser demasiado grande ni demasiado chico. La única opción viable parecía ser el DAVI, así que había aceptado hacerme la cirugía después del feriado del Día del Trabajo.
Y después llegó esa llamada. ¡Fue tan inesperada como el aterrizaje de un OVNI! Dios me demostró que para Él nada es imposible.
Mientras íbamos en el auto rumbo al Washington Hospital Center todo lo que se me ocurría pensar era que en algún lugar una familia destrozada estaba despidiendo a un
ser amado. Me imaginaba que la familia de la donante no estaría contenta al saber que una abuela iba a recibir el corazón de su hija. Seguramente preferirían que el corazón vaya a un paciente más joven, que lo mereciera más. Esperaba algún día poder expresarles mi gratitud. Sin embargo, esos pensamientos se disiparon rápidamente cuando los médicos me llevaron al quirófano.
El 8 de septiembre de 2011, cinco días después del trasplante, me desperté con un dolor insoportable. Intenté pedir ayuda, pero no podía respirar. Ni siquiera tenía aire para pronunciar una palabra. Desde un lugar cerca del techo, por encima de la puerta, miré hacia abajo y me vi muerta.
Una hemorragia interna había provocado un neumotórax parcial en mi pulmón izquierdo. Para hacer una cirugía de emergencia, los médicos volvieron a abrirme el pecho y sacaron un enorme coágulo de sangre, además de dos litros de líquido de la cavidad torácica. Sobreviví, pero solo por gracia de Dios.
Durante mi experiencia anterior con el cáncer de mama, Jim había empezado a buscar a Dios. Había orado fervientemente por mi recuperación y cuando Dios se apiadó de mí de una manera que no merecía, Jim se convirtió en creyente.
No se podía negar que el hombre con el que estaba casada desde hacía varias décadas era una persona nueva. Con el tiempo, el amor que Jim sentía por Dios me acercó al Señor y yo también le entregué mi vida a Jesús. Ahora con este trasplante Dios me estaba dando una segunda oportunidad en la vida y no iba a desperdiciarla. Le prometí a Él y me prometí a mí misma que esta vez sería una persona mejor y que sería más agradecida por los bienes más básicos de la vida.
Agradecidos con Dios, Jim y yo llevamos vidas centradas en Cristo. Íbamos a la iglesia, hacíamos voluntariados, servíamos, les hablábamos de Dios a los demás y orábamos. Hacíamos todas las cosas que “se esperan” de los cristianos. Sin embargo, ocurrió lo peor que me podía imaginar.
El verdadero estado de mi corazón se hizo visible cuando nuestro hijo eligió un estilo de vida que yo no quería para él. Era un adulto con estudios, vivía solo y tenía empleo casi todo el tiempo. Todo bien hasta ahí, pero era jugador. A eso se dedicaba y yo no podía estar de acuerdo. Estaba en contra de eso a muerte; y me aseguré de que él lo supiera.
Quería que Joe se casara, tuviera una vida estable y criara a mis nietos. Tenía una imagen de la persona que debía ser mi hijo y estaba molesta con Joe porque no cumplía mis expectativas. No pasó mucho hasta que Joe nos borró a su papá y a mí completamente de su vida. Incluso dejó de venir a casa para las fiestas. Solamente nos llamaba cuando necesitaba dinero.
Ojalá pudiera decir que manejé la situación de una manera que refleje a Cristo, pero no fue así. Estoy más que avergonzada por la falta de amor y consideración que demostré. Era obvio que necesitaba un corazón espiritual nuevo, no solo un corazón físico. Necesitaba que el amor de Dios suavizara mi corazón de piedra, al que le gustaba quejarse, juzgar y controlar a los demás. Necesitaba que Él lo transformara en un corazón apacible, amable y lleno de fe (Ezequiel 36:26).
El orgullo y la obstinación alimentaban mi enojo. Estaba segura de que tenía razón. Siempre tenía razón. Lo gracioso es que, en casa, Jim siempre pensaba que él tenía razón y Joe también. Los tres veíamos la vida con cristales sucios que nos mostraban todo según nuestros propios deseos egocéntricos.
Como hacen muchas familias, habíamos tenido mucho cuidado en evitar hablar de cosas importantes como las adicciones, la ira y comportamientos que se repetían en la familia. Eran nuestros legendarios “elefantes en la habitación” [tabúes], pero seguíamos caminando a su alrededor hasta que nos hacían tropezar.
En lugar de pensar honestamente quiénes éramos y de dónde veníamos, seguíamos repitiendo nuestros comportamientos negativos. Teníamos excusas por nuestras decisiones, nos automedicábamos y culpábamos a los demás por nuestra situación y nuestras debilidades. Por suerte, la gracia de Dios cubre una multitud de pecados (1 Pedro 4:8).
Y entonces, nos llamó Joe. Estaba viviendo en Las Vegas y tenía un mieloma múltiple, un tipo de cáncer en la sangre. Necesitaba ayuda. Habíamos tratado de ayudarlo antes, pero él se había distanciado de Jim y de mí. No estaba segura de querer pasar por todo eso otra vez.
Después supimos que a Joe lo estaban desalojando de su apartamento y que había perdido el auto que rentaba por falta de pago. Había notado su angustia cuando nos pidió venir a casa, pero no tenía idea de lo profundamente desesperado que estaba. Entonces opté por no responder a sus ruegos. No sabía cómo arreglar esa situación, así que no hice nada.
Entonces esperé que Dios cambiara a Joe. Hice terapia y pronto descubrí que Dios quería cambiarme a mí. Quería que confiara en Él y que dejara de intentar controlar a mi hijo y el desenlace de cada situación en la vida.
Una noche, completamente desesperada, tuve ese momento de fe. “Tienes que ayudarme, Dios” oré. “No tengo idea de cómo ayudar a mi hijo, Dios. Estabas allí cuando fue concebido. Estabas allí cuando nació. Has estado allí en cada momento de su vida. Lo amas más que yo y es tan hijo Tuyo como mío. No sé qué más hacer, Dios. Te devuelvo a Joe”.
De pronto recordé cómo Dios había puesto a prueba la lealtad y el amor de Abraham diciéndole que llevara a su hijo Isaac al Monte Moriah y lo sacrificara (Génesis 22). Abraham no sabía qué iba a ocurrir, pero puso la vida de Isaac en manos de Dios. Así que oré y le dije a Dios que le confiaba la vida de Joe.
Esa noche soñé que escalaba una montaña. Todo a mi alrededor se veía como polvo; hasta las rocas eran del color de la arena en el desierto. Después oí una voz suave, como un susurro, que me decía: “¿Y si el desenlace es la muerte?”.
La pregunta me dejó dura. ¿Quién iba a preguntar eso? Seguro que Dios, no. Pero esa voz suave me preguntó otra vez: “¿Y si el desenlace es la muerte?”.
“¡Sí!” respondí. “Incluso si el desenlace es la muerte. Te lo prometo, Dios; jamás voy a volver a cuestionarte”. Me vino a la mente Proverbios 3:5: “Confía en el Señor de todo corazón, y no en tu propia inteligencia”.
De pronto, todo se puso horriblemente oscuro y entonces una explosión interior me sacudió todo el cuerpo. Iba golpeándome en todas partes como una bandera en medio de un huracán. Fue como si cada célula de mi cuerpo se estuviera incendiando, una a una y todas al mismo tiempo. Estaba segura de que iba a morir antes de despertarme.
Luchando por mi vida, hice un esfuerzo para gritar y traté de empujar a Jim, pero no pude. Me desperté retorciéndome y gimiendo. Pensé que no podría pararme ni caminar, pero no tuve problema para levantarme de la cama. Parecía estar bien. ¿Qué demonios?
Le dije a Jim que teníamos que ir a una sala de emergencias. Algo andaba mal. No me iba a arriesgar a otra noche como la que acababa de pasar. Sin embargo, el doctor no encontró explicación para lo ocurrido, desde el punto de vista médico, y horas después nos envió a casa.
Estábamos regresando cuando se encendió la pantalla de mi teléfono. Decía “número desconocido”.
“Es alguien haciendo televenta” pensé. “No voy a contestar”. Traté de apagar el teléfono pero lo contesté sin querer.
Una voz me preguntó: “¿Maureen Hooker?”.
“Sí”.
“¿Es la madre de Joseph Patrick Hooker?”
“Sí”. Puse el teléfono en altavoz y Jim se estacionó a un costado de la calle.
Se identificó como oficial de policía y me dijo que mi hijo había llamado a las 10:55 de la mañana para informar sobre un tiroteo en su departamento. Evidentemente, después de llamarnos, Joe se había suicidado. Había partido. Jim y yo estábamos sentados ahí, totalmente anonadados.
Es difícil describir el dolor de los meses siguientes. El tiempo quedó suspendido en una nebulosa de culpa, en la que nos culpábamos a nosotros mismos. Seguramente de alguna manera podría haber evitado la muerte de Joe. ¿Y si Jim y yo le hubiéramos hablado de los problemas familiares, en vez de evitar hacerlo? ¿Y si le hubiéramos contado del historial de jugadores en la familia de Jim y el hecho de que tanto el padre como el abuelo se habían suicidado? Y si le hubiéramos explicado a Joe por qué estábamos tan en contra de sus elecciones, ¿mi hijo seguiría vivo?
Meses después, encontré los papeles de mi visita a la sala de emergencias. En el caos que sufrimos tras la muerte de Joe, me había olvidado de eso. Entonces me vinieron a la mente las palabras “¿Y si el desenlace es la muerte?” y me acordé de Proverbios 3:5. De pronto recordé el sueño y toda esa extraña lucha física y el dolor. ¿Había experimentado algo de la turbulencia por la que había pasado mi hijo esa noche? Quizás. No estoy segura.
Pero lo que sí sé es que Dios me dijo eso y me dejó esas palabras apenas unas horas antes de que mi hijo se quitara la vida. “Confía en Mí, Maureen” me decía, “aunque la vida vaya en una dirección en la que no quieres ir. Confía en Mí, aunque no recibas todas las respuestas a tus preguntas. Confía en Mí, aunque esta situación termine en la muerte. Apóyate en Mí y Yo te voy a sostener”.
Pasaron tres años desde la muerte de Joe y el corazón de esta mamá sigue sufriendo por su hijo. Sigo cuestionándome y a veces todavía lucho contra la culpa. Los sobrevivientes de víctimas del suicidio suelen sufrir una culpa que los debilita durante años. Pero le entregué mis preguntas y mi culpa a Dios y, como confío en Él, Él me dio paz y hasta alegría. ¡Qué buen intercambio! Él toma mi carga y le da descanso a mi corazón y mi mente. Verdaderamente es el Salvador de mi alma.
Usted también puede descansar y sentirse libre de culpa. “Vengan a Mí” dice Jesús en Mateo 11:28–29, “y Yo les daré descanso”. Y lo va a hacer, pero la clave para encontrar descanso en Dios se encuentra en Proverbios 3:5, en confiar en Dios, en Su amor, en Su corazón y en el plan que Él tiene para usted y sus seres queridos, incluso “si el desenlace es la muerte”.
El amor fiel de Dios no le va a fallar.