Antes de conocer a Cristo, mi vida era como un lugar desolado, arrasado por un ejército de langostas. Todo había quedado devastado por el pecado, la rebeldía y las fuerzas demoníacas. Pero por suerte, Dios me devolvió lo que esas “langostas” se habían devorado (Joel 2:25).
Desde que tengo memoria, mi vida siempre estuvo vacía. Mi mamá biológica me dejó con un padre alcohólico e incapaz de demostrar afecto, cuando yo tenía cinco años. Nunca volví a verla.
Creo que mi papá me quería, pero no podía demostrarme cariño ni brindarme estabilidad. Para cuando llegué a los 17, él se había vuelto a casar cuatro veces. Cada vez que se divorciaba me ponían en un hogar de acogida, del que me sacaban cuando volvía a casarse.
El rechazo y abandono durante esos años de crecimiento me lastimaron muchísimo. A los 13, me sentía tan poca cosa y estaba tan confundida que me odiaba a mí misma y empecé a consumir drogas para aliviar el dolor. A los 15 me escapé de casa. Al final, terminé arrestada y allí empezó un largo recorrido por el sistema judicial.
Mi primera parada fue el Centro de Detención Juvenil de Eastlake en Los Angeles Central, California. Allí aprendí sin querer sobre el odio, la tensión racial, las bandas y el miedo. En esa época, el sistema carcelario no separaba a los delincuentes según la gravedad de sus delitos. En el Centro convivían asesinos, ladrones, integrantes de bandas y chicos que habían escapado de la casa como yo. Fue un despertar brutal.
Luego, me pasaron a un hogar para chicas de sistema abierto en Los Angeles Este. “Sistema abierto” significa que podía salir del lugar cuando quisiera; no había rejas ni muros. Tomaba distintos ómnibus de noche para ir de LA Oeste a LA Central a LA Este. No tenía idea de los peligros latentes que enfrentaba, ya que en esos barrios abundaban los proxenetas, los depredadores sexuales y los pandilleros. Indudablemente Dios había puesto Su mano sobre mí.
De joven, era muy impaciente e incapaz de quedarme en el mismo lugar mucho tiempo. No me importaba dónde iba a terminar—me odiaba a mí misma y fuera adonde fuera, seguía igual—y la desolación seguía siendo la misma. Así que vivía escapándome.
Después de escaparme por tercera vez del hogar para chicas, quedé bajo la custodia del tribunal. Mi papá se había divorciado otra vez y no quería que viviera con él, así que me enviaron a un establecimiento cerrado llamado Convento del Buen Pastor. Los muros del convento tenían 3,60 m de altura, pero logré escaparme.
Mi desconfianza y mi desprecio por la autoridad, la vida y la gente tocaron su punto máximo. Pero en vez de enojarme con las personas que me habían fallado, internalicé esos sentimientos y apunté las armas letales hacia mí misma. Por lo que veía, yo era el común denominador en todas las cosas horribles que me habían pasado en la vida, así que el problema debía de ser yo. Consumí todas las drogas que tuve a mi alcance. La vida era demasiado triste sin ellas.
A los 20 me encontré en una relación disfuncional con Bill, un hombre al que apenas conocía. Acababa de salir de la cárcel. Nos casamos y tuvimos dos hijos antes de que me diera cuenta de que Bill consumía drogas por vía intravenosa. Al poco tiempo yo también empecé a hacerlo. Estábamos tan perdidos. Lo único que nos importaba era tener esa sensación de euforia. Juntos potenciábamos nuestras adicciones, lastimándonos mutuamente y también a nuestros hijos. Terminamos viviendo en una carpa en la calle. Después de ocho años y medio juntos y un intento fallido por dejar las drogas, nuestro matrimonio terminó en divorcio.
Abandoné a mis hijos, tal como tantos habían hecho conmigo y la culpa aumentó el odio hacia mí misma, la vergüenza y el remordimiento que ya cargaba.
A los 29 años, ya me habían arrestado 13 veces. Viví sola en la calle durante dos años, revolviendo la basura para conseguir comida y vendiendo mi cuerpo para comprar droga. Era un ser infeliz, una vagabunda que llevaba todas sus pertenencias en bolsas y solo pensaba en sobrevivir.
No me daba cuenta de lo enferma que estaba. Cuando uno está en esa situación, no se ve a sí mismo con los ojos de la realidad. De hecho, ni siquiera se ve. Había dejado de mirarme al espejo por completo.
Una vez, un hombre me apuntó con un revólver; mi estado era lamentable y le pedí que me disparara para terminar con mi sufrimiento. No tenía motivo alguno para vivir. Había intentado suicidarme varias veces ¡y me sentía más fracasada cuando ni siquiera eso me salía bien! Desde ya, ahora sé que fue Dios que me salvaba la vida milagrosamente.
Una mañana estaba en una base militar sin autorización y me arrestó la policía militar y el comisario de la policía local. Todavía no lo sabía, pero Dios me estaba llevando a un punto crítico, donde debía tomar decisiones. Pronto iba a ver cómo se desplegaba Su plan para mi vida de manera palpable.
Por mi vasto historial delictivo me enviaron a una cárcel de mujeres muy poblada en el sur de California. Allí había muy poca privacidad, pero Dios hizo los arreglos para que mi compañera de celda trabajara en la cocina. Eso hizo que tuviera tiempo a solas.
En mi celda leí un libro sobre George H. Meyer, quien en la década de 1940, era el chofer y conductor del auto que ayudó en la fuga del supuesto jefe de la mafia “Cara Cortada” Al Capone. La vida delictiva de Meyer finalmente lo puso entre rejas. Pero fue allí, en su oscura celda de la cárcel, que George Meyer le entregó su vida a Jesucristo.
Estaba intrigada por el poder transformador de Jesús en la vida de Meyer. Dios había utilizado a este hombre mientras estaba en la cárcel para dejar una marca en la vida de muchas personas. Y ahora, varias décadas más tarde, se estaba haciendo sentir también en mi vida.
Hasta allí, siempre me había sentido inútil. Para mí, mi vida era un desperdicio total. Tenía 29 años y lo único que había conseguido era ser infeliz. Había destruido todo lo que había tocado. Pero el testimonio de Meyer caló hondo en mi corazón y empezó a revolotear dentro de mí algo desconocido e imposible de resistir: ¡Esperanza!
Al leer el libro de Meyer, empecé a pensar en Jesucristo. Si entregarle la vida a Cristo había ayudado a George H. Meyer, ¿podría ayudarme a mí también?
No esperé—me puse de rodillas y clamé al Señor por mi salvación. De pronto sentí remordimiento por mis pecados. Lloré por lo que le había hecho a la gente y por odiarme a mí misma. Le pedí perdón a Dios y me arrepentí por haberlo rechazado. En todos esos años había dejado pasar tantas oportunidades de llegar a conocerlo.
Mientras oraba, sentí que me envolvía la gracia de Dios. Cuando me levanté del piso, era una persona nueva (2 Corintios 5:17).
A las pocas semanas me pusieron con la población general. Allí me permitían ir a la iglesia que estaba en la cárcel. El capellán me dio una Biblia que había comprado para mí. La leía durante horas todos los días.
La Palabra de Dios le daba esperanza a mi corazón. Gracias a ella aprendí que Él me había creado con un propósito y que yo era una persona valiosa (Efesios 2:10). Aprendí que era importante para Dios (Salmo 139), y que Él me amaba tanto que había enviado a Su Hijo Jesús a morir por mí (Juan 3:16). ¡Por mí!
Me parecía increíble que el Creador del universo supiera mi nombre (Isaías 43:1). Siempre me había sentido tan invisible. También prometió que nunca me dejará ni me abandonará (Deuteronomio 31:6,8; Josué 1:5–9). Todos los que habían pasado por mi vida me abandonaron.
La Palabra de Dios, Su verdad, fue como un manantial de agua fresca en el desierto. Saciaba la sed de mi alma como ninguna otra cosa (Juan 4), y me liberó de la esclavitud de la culpa, la vergüenza y el odio hacia mí misma (Juan 8:32).
Esta libertad que acababa de encontrar me dio el amor, la paz, el gozo, la seguridad y estabilidad que siempre había deseado. A medida que crecía mi seguridad, Dios comenzó a poner en mi corazón Su amor por los demás. Yo sabía que Él quería que compartiera Su amor y esperanza con otras personas que estaban en la cárcel, tal como lo había hecho George Meyer. Di un salto de fe y me puse al frente del grupo que hacía música en los servicios de la iglesia en la cárcel.
Al poco tiempo, me transfirieron a una cárcel de mínima seguridad. Estaba enloquecida con Jesús y entusiasmada por acrecentar mi fe en este lugar nuevo. Y luego descubrí que de las 90 mujeres que había ahí, solo una reclusa era cristiana. ¡Y quedaría en libertad a las dos semanas!
Me sentí tan sola y traicionada por Dios. En mi confusión, clamé a Dios y le pregunté: “¿Por qué tenías que enviarme a un lugar sin nada de espiritualidad, Señor? Necesito practicar. ¡Necesito amigas que me ayuden ahora más que nunca!”. ¿Dios se había olvidado de mis necesidades?
Por supuesto que no. En cambio, me había puesto en ese lugar espiritualmente infértil porque esas mujeres no conocían la esperanza de Jesús. Él quería usarme para llevar consuelo a mujeres que estaban tan desesperadas y destruidas como yo había estado hasta hacía poco.
Decidí empezar un estudio bíblico. Pasaba por los dormitorios a la mañana gritando “¡estudio bíblico!”. Al principio, la invitación no fue muy bien recibida. No se despierta así a la gente en la cárcel. Por las miradas, me di cuenta de que la mayoría de las mujeres pensaba que estaba loca.
Estoy segura de que algunas querían preguntarme: “¿Quién te crees que eres, señorita cristiana perfecta?”. Pero no me rendí y pronto reuní un grupo de damas.
Mientras estábamos juntas, compartía con ellas los pasajes bíblicos que tanta esperanza y consuelo me habían dado. Seguí liderando el estudio hasta que quedé en libertad y ellas lo continuaron durante muchos años después de que yo me fui. ¡Alabado sea Dios!
Salir de la cárcel significó tener la posibilidad inmediata de regresar al lugar que las langostas habían destruido. Me dieron $200 y me enviaron a Santa Cruz, California, donde había vivido antes de caer presa. Tenía miedo. Sabía qué peligroso y malsano sería volver para mí, ya que las únicas personas que conocía allí eran drogadictos y prostitutas.
Otra vez puse en tela de juicio los caminos de Dios. “¡¿Cómo se te ocurre enviarme de nuevo a un lugar donde todo lo que conozco son las drogas y la vida en la calle?!”. No solo iba a ser difícil mantenerme firme en la fe, pero tenía una reputación tan mala en ese lugar. ¿Cómo iba a poder superarlo?
Bajé del ómnibus y me detuve junto a una cabina telefónica. Podía oír que el demonio me susurraba: “Ve a tu viejo barrio y consigue droga”. Pero luego oí el susurro del Espíritu Santo, que me decía que tomara el teléfono y llamara a la iglesia con la que me había puesto en contacto antes de mi liberación.
Estaba en una encrucijada espiritual. Por suerte, la Palabra de Dios estaba grabada en mi corazón y recordé lo que decía Deuteronomio 30:19: “Te he dado a elegir entre la vida y la muerte, entre la bendición y la maldición. Elige, pues, la vida, para que vivan tú y tus descendientes” (NVI).
Elegí la vida.
Levanté el auricular y llamé a la iglesia. Allí sus integrantes me dieron la ayuda y el apoyo que necesitaba para continuar en el camino correcto; es decir, hacia Dios y el plan que tenía para mi vida. Dios también me dio la posibilidad de compartir el evangelio con las personas que antes frecuentaba en la calle. Pudieron ver cómo había cambiado y les dio la esperanza de que lo que Dios había hecho por mí también lo podía hacer por ellos.
Diez meses después conocí a Michael, que hoy es mi marido. Su padre acababa de jubilarse como capitán de la Patrulla de Caminos de California y su hermano era sargento en la PCC. ¡Policías! Indudablemente, Dios tiene sentido del humor.
Al principio, a la familia de Michael le cayó muy mal que él llevara a la casa a alguien como yo, pero con los años, Dios les cambió la mentalidad sobre “esa clase de personas”. Michael y yo estamos casados desde hace 30 años. Nos encanta ayudar a los demás a que se acerquen a la fe y hemos tenido la posibilidad de llegar a personas tanto dentro como fuera de la cárcel.
Volví a estudiar y recibí mi título de enfermera, con mención honorífica, en 1998. También empecé a enseñar estudios bíblicos a mujeres. Me apoyé en el Señor, Su verdad y mi experiencia al aprender y enseñar la Biblia en la cárcel. Como no pude encontrar material con el que pudiera sentirse identificado ese grupo heterogéneo de damas que participaban, empecé a escribir mis propios estudios bíblicos. Mi libro, Be Transformed by the Spirit of the Living God, nació de esas clases. Después escribí otros dos libros que se usan en todo el mundo para ayudar a la gente a entender la Biblia y aplicarla a su vida.
Pasaron más de 30 años desde que Jesús me salvó la vida. Y tal como lo prometió en Joel 2:25, Él me devolvió todo lo que las langostas se habían devorado. Estoy agradecida para siempre.
¿Esas langostas arrasaron su vida también, dejándola desolada y vacía? ¿Se siente solo o como que su vida está desperdiciada? Amigo, hay esperanza. Dios lo ama y aún tiene un propósito para su vida.
Entréguele su corazón. Pídale que perdone su rebeldía, sus dudas, su temor, orgullo, odio y confusión. Y luego acepte Su perdón (1 Juan 1:9). Él quiere hacer de usted una persona nueva. Él quiere devolverle todo lo que le han quitado. No es tarde para tener la vida de abundancia que Dios tenía prevista para usted (Juan 10:10). Ninguna vida está tan destruida como para que Jesús no la pueda arreglar.
Espero que acepte el regalo de perdón y salvación de Dios como lo hice yo, invitando a Jesús a entrar en su corazón hoy mismo. No se demore, por favor. Su seguridad eterna depende de eso, así como la posibilidad de tener una vida llena de paz y propósitos aquí en la tierra.
Si está preparado para entregarle su vida a Jesús, ofrézcale su corazón al Señor con esta oración:
Jesús, busqué tener paz y felicidad toda mi vida. Intenté de todo para llenar el vacío en mi corazón, pero no encontré nada que funcione. Ahora me doy cuenta de que fue porque nunca te confesé mis pecados ni recibí Tu perdón por mi egoísmo.
Fracasé al tratar de manejar mi vida por mi cuenta. Hice tantas cosas en contra de Ti, de mí mismo y de los demás. Perdóname, por favor. Quiero empezar una nueva vida contigo, una vida llena de satisfacción y propósitos. Quiero vivir para algo que sea más importante que yo mismo. Quiero entregarte mi vida en este momento. Gracias, Señor. En el nombre de Jesús, amén.