Los que me conocieron en otra época jamás imaginarían que me convertiría en la persona que soy hoy. Fui un chico enojado y resentido que se volvió un hombre manipulador y deshonesto.

Solo me importaba una cosa en la vida: yo mismo. Los años de pobreza y abuso por parte de un padre por entonces alcohólico me habían endurecido el corazón. Le voy a ahorrar los detalles, ya que imagino que muchos de los que leen esta revista—tal vez usted mismo—han tenido una infancia similar. Muchos de ustedes saben el dolor que causa no tener un padre que los quiere como Dios pretende. Si no hay un manejo adecuado, deja una carga de desolación y desesperación.

Por suerte estaba mamá. Ella amaba a sus hijos y hacía lo que podía para protegernos y mantenernos. A menudo nos hablaba de la importancia de aceptar a Jesús como nuestro Salvador. En esa época no quería oír hablar de Dios, pero sus semillas de fe germinaron tiempo después en mi corazón y me salvaron la vida.

Eso sucedió cuando estaba en la cárcel del condado, amarrado a una cama de hospital. Una venta de droga había salido mal y un muchacho de diecisiete años estaba muerto. La policía me aprehendió, pero para esto yo ya tenía cuatro heridas de bala. Estoy vivo solo por gracia de Dios.

Acostado en esa cama, sangrando, empecé a pensar en mi vida. No hacía falta ser un genio para darme cuenta de que mi futuro no era promisorio y no podía culpar a nadie más que a mí mismo. Mi orgullo y mi ira me habían llevado allí.

Estaba perdiendo la esperanza a la misma velocidad que perdía sangre, hasta que me encontré con la compasión de Dios. De pronto recordé las palabras de mi mamá sobre Jesús. Me había dicho que la Biblia decía que Jesús podía perdonar todos los pecados del peor de los pecadores. Todo lo que tenía que hacer era confesarle mis pecados y pedirle que entre a mi vida (1 Juan 1:9).

Empecé a llorar. No podía imaginar que se me perdonaran todas las cosas que había hecho, pero de todos modos me atreví a pedírselo. Sabía que Su perdón era mi única esperanza. Así que allí mismo, en esa cama de hospital en una cárcel de Illinois, le abrí mi corazón al único que podía salvarme. Acepté a Jesucristo como mi Señor y Salvador, y a partir de ese momento, fui un hombre nuevo.

Por supuesto, eso no significa que todo en mi vida se volvió perfecto por arte de magia. Aunque la fe en Jesús revierte la consecuencia de la separación eterna de Dios (Romanos 6:23), no revierte necesariamente las consecuencias terrenales. Había tomado muchas decisiones malas en mis 21 años de vida, incluso la de matar a una persona. Iba a tener que pagar por mis actos.

Sin embargo, todavía recuerdo que mientras entraba a mi audiencia de sentencia, albergaba la esperanza de que tuvieran compasión. Tal vez, como Dios, el juez me perdonaría y me evitaría las consecuencias durísimas que merecía. Pero no. En cambio, me condenó a 50 años en la cárcel por el crimen que había cometido.

Fue el primer paso en el aprendizaje de que la compasión de Dios se presenta de distintas maneras—incluso con la encarcelación. Dios sabía que necesitaba ese tiempo en la cárcel para que Él sanara mi corazón destruido y me diera herramientas para hacer las cosas buenas que Él había preparado para mí (Efesios 2:10). Pero en ese momento, sentí como que mi vida estaba terminada.

¿Cincuenta años en la cárcel? ¿Cómo iba a soportar todo ese tiempo entre rejas? ¡Para cuando saliera iba a ser viejo! Por dentro pensé “fin del juego”.

El juez preguntó si tenía algo para decir antes de que me llevaran. Estaba demasiado acongojado como para responder. Al volver a la cárcel, fui directo a la ducha y lloré como un bebé.

Estaba perturbado. No veía la realidad de que, a pesar de lo poco promisorio que parecía mi futuro, había esperanza. Me había olvidado de que Jesús, la fuente de la esperanza, estaba conmigo y que seguiría estando conmigo, incluso en una cárcel de máxima seguridad, donde suele reinar el mal.

No ayudaba el hecho de que a los muchachos de la cárcel les gustaba hablar de los desafíos de la vida carcelaria. Me asustaba un poco más cada día y esperaba que me trasladaran a otra. Por suerte, Dios envió ministros a la cárcel para que animaran mi corazón. Esos hombres fueron un regalo de Dios; luces en la oscuridad. Su presencia, fe y amor le hizo algo a mi interior. Dios los utilizó para darme fuerzas durante mi larga estadía en la cárcel.

Por fin llegó el día de mi traslado y atravesé los portones del Correccional Menard. No sabía qué me esperaba, pero había decidido que, pasara lo que pasara, iba a vivir para Jesús. Iba a confiar en Su amor y en Su plan para mí.

Dios premió mi compromiso y en los 25 años que pasé en el sistema penitenciario de Illinois, Dios me protegió y me resguardó, tanto en Menard como más tarde en el Correccional Danville. Una y otra vez salió en mi defensa y me bendijo con Su gracia, que, entre otras cosas, significó que se me redujo la condena de 50 a 25 años.

Sería imposible describir en profundidad las experiencias de esos años entre rejas. Pero lo que sí puedo hacer es decirle que la misericordia de Dios me sostuvo y me permitió no solo soportarlo, sino también traspasar esos portones como un hombre transformado.

Me demostró Su misericordia de tantas maneras. Primero y principal, me salvó de la condenación eterna. Piénselo: Dios me envió a la cárcel y no al infierno, como merecía. Su misericordia también me salvó de una vida de desesperación y destrucción aquí en la tierra.

Durante tanto tiempo mis deseos perversos me habían alejado de la vida que Dios pretendía. Me habían arrastrado por un camino oscuro de muerte y destrucción. Había pasado exactamente por lo que describe Santiago 1:14–15: “La tentación viene de nuestros propios deseos, los cuales nos seducen y nos arrastran. De esos deseos nacen los actos pecaminosos, y el pecado, cuando se deja crecer, da a luz la muerte”.

Mi vida de niño fue difícil. Eso no es chiste. Pero fue mi pecado, no los pecados de mi padre, que me llevaron a la cárcel. Fueron mis deseos perversos que dieron a luz al pecado, que derivó en la muerte. Le agradezco a Dios por Su misericordia al hacerme detener y ponerme en un camino nuevo de esperanza.

Cada vez que pienso en lo que Dios hizo por mí, me siento un privilegiado. Dios realmente pensó que yo merecía la salvación. ¡Yo! Como Pablo en la Biblia, era el más grande de los pecadores (1 Timoteo 1:15). Pero Dios envió a Su Hijo Jesús a que salve exactamente a esa clase de personas. Lucas 19:10 NTV dice: “Pues el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar a los que están perdidos”. Jesús vino a salvar a las personas como yo, personas que el resto del mundo piensa que jamás pueden servir para nada.

La misericordia me llegó de otras maneras también. Dios puso en mi corazón una pasión insaciable por Su Palabra viva (la Biblia). La devoraba todos los días y era mi sostén. Él también me rodeó de creyentes que me ayudaron a mantenerme firme en mi fe. Ese grupo de hombres piadosos me ayudó a romper los círculos viciosos fatales y me puso en un lugar donde podía perdonar a los demás y a mí mismo. Los grupos rompen círculos.

Manny Mill y los representantes de su ministerio Koinonia House, hicieron un aporte muy significativo a mi vida. No solo me enseñaron la Palabra de Dios mientras estaba entre rejas, sino que el mismo Manny me esperó a la salida, cuando me liberaron de la cárcel de Danville en 2014. Su ministerio me dio un lugar para vivir, me compró ropa y me pagó la renta durante varios meses. No habría salido adelante sin su apoyo.

Hoy, créase o no, tengo un cargo en la junta directiva del Ministerio Nacional Koinonia. No solo eso, sino que además estoy casado con una mujer hermosa y piadosa. Tengo una empresa de climatización que funciona muy bien y soy el pastor representante en el Correccional de Stateville. Es la primera iglesia trasplantada en una cárcel del Estado de Illinois. Mi tarea es darles a los hombres encarcelados lo mismo que Dios me dio a mí: esperanza, inspiración, un propósito y una identidad.

Podría haberme puesto fácilmente en el papel de víctima y amargarme por las circunstancias de mi vida. Podría haber tenido resentimiento hacia mi padre y buscado revancha. Podría haberme aferrado al odio hacia mí mismo y la vergüenza por lo hecho en el pasado.

Pero gracias a la misericordia de Dios, pude perdonar a mi papá, a otras personas que me habían lastimado e incluso a mí mismo. ¿Cómo puedo guardarle rencor a alguien cuando pienso en lo que Dios hizo por mí? Y porque yo opté por ser compasivo, Dios ha restaurado mi relación con mi papá. La misericordia de Dios verdaderamente nos ha convertido en hombres nuevos (2 Corintios 5:17).

¿Ha experimentado la misericordia de Dios? Lo está esperando en este mismo instante.  Lamentaciones 3:22–23 promete: “¡El fiel amor del Señor nunca se acaba! Sus misericordias jamás terminan. Grande es su fidelidad; sus misericordias son nuevas cada mañana” (NTV).

Tal vez le entregó su vida a Jesús en el pasado, pero sus deseos lo arrastraron por el camino de la muerte. Aunque así fuera, amigo…¡no es el final!

Según Lamentaciones 3:22–23, la misericordia de Dios sigue estando allí para usted. Nunca se acaba; se renueva todas las mañanas. Si todavía respira, si vio salir el sol esta mañana, entonces todavía tiene la esperanza de contar con la misericordia de Dios.

Lo único que debe hacer es pedir. No importa qué lejos lo hayan arrastrado sus deseos perversos; nunca es demasiado tarde para que Su misericordia vuelva a poner su vida en el camino correcto y que termine donde Él desea. Sus errores nunca son más grandes que los designios de Dios para su vida. Todo lo que tiene que hacer es pedir perdón y comprometerse a avanzar junto a Él, esta vez por Su camino.

Conocí mucha gente que pensó que se le había acabado la vida. Tal vez sienta lo mismo. Quizá tenga que cumplir una condena larga en la cárcel o está enfrentando un divorcio o un problema de salud. Tal vez ha perdido el trabajo o sus hijos se le fueron de las manos.

Permítame decirle esto: Dios sigue teniendo un propósito para usted. Es verdad. Nunca es el “fin del juego” cuando uno pone la vida en manos de un Dios misericordioso.

Sea fuerte y audaz y siga peleando la buena batalla de la fe (2 Timoteo 4:7). Confíe en que Dios, que lo conoce y lo ama, no le va a fallar. El que comenzó la buena obra en usted, la completará (Filipenses 1:6). ¡Su misericordia fiel nunca se agotará! Aunque usted le falle a Él, Su misericordia nunca le va a fallar.