Crecer conociendo a Jesús y Su amor es una bendición. Cuando es uno mismo quien lo experimenta, es una bendición aún mayor. Es entonces cuando el amor de Dios lo sana y lo cambia.

Mi papá era predicador y desde los seis yo era la cantante en los servicios religiosos. Me paraba en un escenario con micrófono en mano y cantaba con todo el corazón. Todas las actividades de mi familia estaban relacionadas con la iglesia.

Para los demás, nuestra vida aparentaba ser buena. Nuestra familia hacía lo que se espera que haga la gente de la iglesia, especialmente en lo que se refiere a servir a los demás. Pero de puertas adentro, nuestra vida hogareña no era tan perfecta.

Mamá era mi mejor amiga y teníamos una relación fantástica. Mi papá era un hombre bueno, pero a menudo provocaba un caos en la casa.

Papá podía ser un hombre muy piadoso y amable…y de pronto convertirse en una persona enojada y cruel. Las convulsiones violentas provocadas por la epilepsia durante años habían afectado su salud mental. Parecía que cada episodio se llevaba una parte de mi papá.

Papá era un sembrador de iglesias y cuando yo tenía 11 años la familia se mudó a Carolina del Norte para iniciar una iglesia nueva. Nos mudamos a una casa pequeña con paredes delgadas y yo podía oír cada palabra que decían mis papás. Había días en que discutían durante horas. La discordia entre ellos era alarmante.

Por su problema, papá no debía manejar. Pero era testarudo y se negaba a dejar de usar el auto, aunque había tenido varios accidentes. Para la familia, las visitas al hospital eran algo común; pero de alguna manera, siempre resultaba ileso.

Pero cuando yo tenía 12 años, papá tuvo otro accidente con el auto. Al principio no me preocupé. “Va a estar bien”, pensé. Siempre volvía. Pero enseguida supe que papá no iba a volver a casa: había muerto instantáneamente.

La noticia de su muerte cambió mi vida por completo. Papi ya no estaba y aunque la vida con él no había sido fácil, no podía imaginar cómo iba a vivir sin él.

En lo único que pensaba era nuestro último momento juntos. Esa mañana habíamos discutido y aunque no me acordaba las palabras exactas, sabía que no habían sido lindas. Y ahora ya no volvería a tener la posibilidad de arreglar las cosas, de pedirle perdón o de despedirme de él. Me sentí paralizada por la vergüenza.

Mi mamá estaba devastada. Había amado a mi papá, aunque su relación a menudo era muy tirante. Habían estado casados durante 24 años y ahora se había ido.

Odiaba verla sufrir y, sintiéndome de pronto responsable de su bienestar, decidí que me convertiría en un punto de anclaje firme para ella a partir de ese día. Esa es una carga demasiado grande para una criatura.

Para ser como un ancla, debía acallar mi propio dolor. Estaba decidida a no ser una carga para nadie, especialmente para mamá. Así que me dibujé la sonrisa en la cara y volví a cantar en la iglesia. Hice todo lo posible para ignorar mis sentimientos.

No hablé con nadie de mi tristeza. De hecho, ni siquiera lloré durante un año. Pero por dentro, tenía preguntas que estaban principalmente dirigidas a Dios. “¿Por qué tienen que ser así las cosas? ¿Por qué papá sufría convulsiones y tuvo que morir? ¿Por qué mamá tiene que criarme sola?”.

Y también estaba la gran pregunta: “¿Por qué me hiciste esto, Dios?”.

Lo único que se me ocurría era que yo debía de haber hecho algo malo. Seguramente Dios me estaba castigando. Me sentí más avergonzada cuando llegué a la conclusión de que papá había muerto por mi culpa. Esas preguntas repiqueteaban en mi corazón todos los días y como no recibía respuesta alguna, se enraizó en mí una semilla de ira. Con el tiempo, dejé de amar a Dios.

Nunca dudé de la existencia de Dios, pero cuanto más pensaba en Él, menos creía que realmente me amara. Se apoderó de mí la amargura. Al poco tiempo, mi mente infantil llegó a la conclusión de que Dios era solo un tipo que estaba en el cielo
y que había matado a mi papá. Recordé el versículo que dice que el Señor da y el Señor quita. ¡Vaya si me había quitado!

Durante dos años sufrí en silencio. La soledad, sumada a la ira y la vergüenza, pueden llevar a una persona por un camino oscuro…incluso a una criatura. Me dejé envolver por una coraza emocional, pero pocas personas lo notaron. A los 14, exploté por dentro. Me deprimí y tuve tendencias suicidas. Comencé a lastimarme haciéndome tajos.

Fuera de la casa, trataba de poner buena cara. Después de todo, ¿no se espera que las personas de la iglesia actúen como si todo estuviera bien? Eso es lo que me habían mostrado en todas las iglesias a las que había asistido. Parecía que no estar bien era algo vergonzoso. Además, no quería que todos esos moralistas con aires de superioridad me juzgaran. Pero la única persona a la que no podía engañar era mi mamá. Ella veía más allá de mi fachada.

Tenía terror de estar separada de ella, así que me mantenía lo más cerca posible. ¿Y si Dios decidía llevársela también? Pensaba que podía enfermarse de cáncer o tener un accidente. O tal vez Él dejaría que me ocurriera algo a mí, y ella se quedaría completamente sola. Mi mente estaba atormentada por estos escenarios.

Busqué refugio en la comida y en un año aumenté 45 libras. Por supuesto, eso me hizo sentir más avergonzada; me volví tan insegura…Por suerte, mamá se ocupó bastante y me llevó a ver médicos y a hacer terapia.

Durante toda la secundaria, vivía en una montaña rusa de emociones. En mis momentos buenos, pensaba en qué podía hacer con mi vida. Quería que mi papá estuviera orgulloso de mí, así que decidí entrar al seminario. Me aceptaron y me dieron una beca para estudiar.

Pero no habían pasado tres días cuando tuve un ataque de pánico. Me fui inmediatamente, puse mis cosas en el auto y me dirigí al hotel donde se estaba quedando mi mamá. Mi fiel compañera, ¡qué vergüenza! me había seguido hasta allí. O sea, ¿quién deja la facultad y renuncia a una beca a los tres días de empezar? Solo una fracasada, pensé.

Antes de entrar al seminario, me había enamorado. Fue mi primer novio de verdad y pensé que sostenía la luna en sus manos. Necesitaba desesperadamente que alguien me quisiera, que pensara que yo era fantástica y que me dijera que era hermosa. Encontré todo eso en él. Al poco tiempo nos comprometimos.

Me presenté en una universidad local, decidida a conseguir un título de algo…de cualquier cosa. Más o menos por la misma época empecé a ir a Opendoor, una iglesia nueva.

Fue la primera vez que recuerdo haber sido ministrada por otros en la iglesia. Siempre había estado cantando en el escenario, incluso cuando pasaba por momentos oscuros. Pero allí en ese asiento, aún delante del Señor, me envolvió el Espíritu de Dios. Comencé a llorar cuando hicieron erupción en mi alma los años de tristeza, vergüenza y dolor.

Expuesta ante el Señor, sentí Su revelación de que me había creado para adorarlo. Él me había otorgado un don. La presencia reconfortante del Señor y Su voz baja y tranquila me tomaron por sorpresa. Después de todo, tal vez Él no era un tipo grande que estaba en el cielo y andaba buscándome. Percibí que me invitaba a tener una relación verdadera con el Creador del universo. Y acepté.

Durante los seis meses siguientes, el Espíritu de Dios comenzó a llevar luz y orden a la oscuridad de mi vida, tal como lo hizo con el mundo en Génesis 1:2. Y después, poco a poco, comenzó a abrirme los ojos sobre mi prometido.

Yo sabía que ese muchacho no era alguien que Dios habría elegido para mí, pero a los 19, me parecía que lo que tenía que hacer era casarme. Hubo muchas señales de advertencia, pero fui testaruda y las pasé por alto. Como pasé por alto la sabiduría de personas piadosas. A consecuencia de esto, experimenté un sufrimiento que volvió a llenar mi vida de vergüenza. Me convertí otra vez en la niña de 12 años encerrada en mí misma y aterrada. Y ya no sentía la presencia de Dios ni el trabajo de Su Espíritu en mi vida.

Ahora sé que el Espíritu de Dios no me abandonó: yo le había dado la espalda. Como Adán y Eva, me había escondido de Dios por la vergüenza que sentía (Génesis 3:8). Seguí yendo a la iglesia, pero le cerré mi corazón a Dios y a otras personas. Por suerte, Dios me persiguió.

En un retiro de oración y ayuno en grupo organizado por nuestra iglesia, percibí la presencia del Señor otra vez. Oí en mi interior que me hablaba sobre la relación con mi prometido. “Si te casas con él, te voy a bendecir” dijo el Señor. “Pero si no te casas con él, te voy a bendecir con abundancia”.

Fue como si Dios me estuviera diciendo: “Oye hija, te veo. Conozco tus pensamientos, temores y deseos. También conozco tu dolor y quiero quitártelo. Además, quiero bendecirte mucho más de lo que podrías llegar a soñar”.

“Mary Beth, no estoy enojado contigo. No soy un Dios que te castiga quitándote a tu papá ni haciendo que ocurran otras cosas malas. Soy quien da la vida y tengo preparadas cosas buenas para ti. Pero debes saber esto: este matrimonio no te va a llevar a las bendiciones abundantes que tengo preparadas para ti”.

No mucho después, rompí el compromiso. Pero seguí saliendo con quien entonces pasó a ser mi novio durante un año más. Dios me había dado una salida, el permiso para irme, pero yo no los acepté.

Me quedé con él varios meses más. Quería dejarlo, pero no encontraba el valor para terminar la relación, porque creí la mentira de que él era el único que me iba a amar.

El temor y la vergüenza me mantuvieron atada. A Satanás le encanta tenernos prisioneros de sentimientos tóxicos para que nos alejemos del amor de Dios.

Afortunadamente, Dios iluminó mi ser frágil para que lo notaran los líderes de mi iglesia y ellos se ocuparon de mí. Me sentí segura con ellos y dejé caer la coraza que rodeaba mi corazón. Estar con estos verdaderos seguidores de Cristo me ayudó a reunir el valor para elegir las cosas mejores que Dios tenía para mí vida y salir de esa relación tóxica.

Permitirme sentir y enfrentar emociones con Dios y Su gente me hizo sanar. El instante en el que me quité la careta y dije: “No, no estoy bien” fue cuando la presencia total y tangible de Dios se hizo tan palpable. Y en Su presencia, quedé sana.

Ojalá pudiera decir que ya nunca siento vergüenza o que no valgo nada. No es así: esas sensaciones aparecen como fantasmas de vez en cuando. Pero Dios siempre está cerca y me ayuda constantemente a desenredar mis patrones de pensamiento, para que yo pueda desbaratar las mentiras que me llenan de vergüenza y reconstruir mi mente con Su verdad.

Y esta es la verdad. Dios nunca me castigó; Él nunca estuvo enojado conmigo.

Ahora que ya acabó ese dolor, puedo ver el amor y la presencia constante de Dios en mi vida. Siempre estuvo guiándome, protegiéndome y ocupándose de mí, incluso en los momentos oscuros y dolorosos de mi vida. El Espíritu Santo ha sostenido mi mano y ha luchado mis batallas.

Y Dios fue fiel a Su promesa y me bendijo con abundancia. Una de las bendiciones es la relación sana que tengo ahora con un hombre piadoso. Me ama de la manera que Dios pretende y me anima en mi relación con el Señor.

Oro para que elija las bendiciones abundantes de Dios. Si tiene miedo, pídale ayuda al Espíritu Santo. Filipenses 2:13 promete que Dios no solo le va a dar el deseo de seguirlo, sino también la capacidad de hacer lo que le agrada.

No está solo. Dios está sosteniendo su mano y luchando sus batallas. Acepte esa verdad y ábrase a Él. Puede confiarle su pasado, su presente y su futuro. Los que confían en el Señor nunca serán avergonzados (Isaías 49:23).

No caiga en la trampa de Satanás alejándose de Dios. Y no crea en las mentiras de Satanás. Deje de esconderse. Está bien no tener todas las respuestas. Está bien admitir que no está bien. En el momento que se quite la coraza y le abra el corazón a Dios, encontrará libertad y sanación. Procesar el sufrimiento y las emociones lleva tiempo, pero bien vale la inversión.

 

Mary Beth Barefoot trabaja en el equipo creativo de la Iglesia Opendoor. Comparte su historia con la esperanza de que las personas superen la vergüenza e inicien relaciones sanas con Dios y Su gente.