Hace veinte años, el Sistema de Protección de Niños me quitó a mis bebés. Lo recuerdo como si fuera hoy. En esos días, yo era una persona egoísta dominada por una necesidad insaciable de consumir heroína y crack. Mis hijas sufrían a causa de esto y todo el mundo lo veía, menos yo.

A menudo trataba de dejar la droga pero siempre recaía. Al final, quedamos en la calle. Un desconocido, preocupado, llamó a la policía y pidió que verificaran si estábamos bien. “¡¿Por qué la gente no se ocupa de sus cosas?!” me pregunté. Como la mayoría de los adictos, me sentía bien con mi disfunción.

Cuando llegó la policía con la asistente social del SPN, les grité obscenidades. “¡Estoy bien! ¡Estamos bien! ¡Váyanse y déjennos en paz!”.

Era obvio que no estábamos bien y la policía inmediatamente me quitó a mis hijas. Me dijeron que si quería volver a verlas tenía que hacer una desintoxicación y después pasar un buen tiempo en rehabilitación.

Dejé que la asistente social me llevara a desintoxicar, pero no habían pasado ni 24 horas cuando la abstinencia de heroína me empujó a la calle otra vez. Vagué por ahí en un estado de estupor durante semanas, haciendo el duelo por la pérdida de mis hijas. Cada vez que recuperaba la sobriedad, recordaba lo que le estaba pasando a mi familia e inevitablemente volvía a caer en el pozo que yo misma me había cavado.

Terminé en la cárcel y, después de casi dos semanas espantosas con síndrome de abstinencia, entendí la realidad. Me comuniqué con mi asistente social, decidida a ser una mamá mejor para mis bebas cuando saliera.

El SPN hizo muchos esfuerzos para ayudarme e incluso permitió que me visitaran mis niñas. Fui a reuniones de recuperación y orientación y aproveché los recursos que me ofrecían. El juzgado me dio todas las posibilidades para que volviera a comenzar y fuera una buena mamá para mis hijas.

Traté de cumplir con todas las exigencias del plan de intervención para la reunificación de la familia, pero mi adicción siempre era más fuerte que yo. Un día, el SPN me dio la sorpresa de hacerme una prueba de drogas. Dio positivo y de pronto todos mis esfuerzos se fueron a la basura.

Como corresponde, el SPN presentó la recomendación de rescindir mis derechos parentales. Sabía que ya no tendría la posibilidad de volver a estar con mis hijas. No iba a poder verlas hasta que tuvieran dieciocho años…y eso, solo si querían conocer a su mamá.

Me fui al fumadero más cercano. A las dos semanas estaba detenida otra vez, enfrentando múltiples cargos por el delito de posesión de drogas. Me condenaron a cuatro años de cárcel.

El SPN mandó a mis hijas a vivir con parientes que no conocían; lo único que hizo esto fue provocarles más sufrimiento y confusión. Las consecuencias devastadoras que mis elecciones tuvieron en estas dos vidas inocentes las iban a afectar durante años. Fue el error más grave de mi vida.

Durante los 15 años siguientes, quedé atrapada en un ciclo de autodestrucción. No importa si vivía en libertad o tras varios alambrados de púas, era prisionera de la vergüenza y la autocompasión. Había un agujero en mi corazón, que era donde debían estar mis dos pequeñitas. Vivía cada día esperando que fuera el último. Tanto me odiaba.

Y un día Jesús se me apareció en medio de mi remordimiento de conciencia hueco y solitario y me reveló Su amor. (Ver mi historia en el N.° 2 de 2020). Mientras estaba en la cárcel, le pedí a Jesús que se convirtiera en el Señor de mi vida. Mi razonamiento era que yo le debía importar mucho para que Él sacrificara Su vida en la cruz por el perdón de mis pecados. Yo no había hecho nada para merecer Su amor, y no había manera de que pudiera pagárselo (Efesios 2:8–9).

Todo lo que tenía para ofrecerle al Señor era un espíritu destrozado y un corazón quebrantado y arrepentido (Salmo 51:17). Afortunadamente, eso es todo lo que Él necesitaba. Todavía me asombra que Dios quisiera tener una relación conmigo después de que yo causara tanto daño.

Me sumergí en la Biblia para saber más de Dios. Encontré alivio en Su Palabra; cubrió con vendas las heridas de mi alma (Salmo 147:3). Pasé horas llorando a los pies de Jesús, sufriendo por la pérdida de mis hijas. Le pedí a Dios que inspirara en mí el deseo de progresar y me diera la capacidad de saber hacia dónde ir. Me faltaban ambas cosas.

Un día, durante mi estudio bíblico matutino, Dios me llevó a Isaías 40:11: “Como un pastor que cuida su rebaño, recoge los corderos en sus brazos; los lleva junto a su pecho, y guía con cuidado a las recién paridas” (NVI). Esas palabras me dieron esperanza. ¿Dios me iba a guiar? ¿Todavía me veía como una madre? Estaba confundida. “¡Hace mucho que mis hijas no están, Señor!” oré. “No entiendo qué me estás diciendo”.

Al día siguiente, Dios me despertó con dos preguntas. Me preguntó: “¿Qué estás haciendo para prepararte para ser una madre mejor? Si ellas vinieran a buscarte hoy, ¿a quién encontrarían?”. Me quedé muda.

Todos esos años, había culpado a otros por los desastres que yo había provocado. Hacía lo mismo una y otra vez, y esperaba resultados diferentes (Juan 5). Me di cuenta de que Dios, con todo cariño, me estaba diciendo: “Es hora de que te pongas de pie, Christina. ¡Es hora de hacer algo!”.

Percibí una fortaleza y una decisión que nunca había sentido antes. Sé que Dios me las dio. Encontré el valor para abrirle cada aspecto de mi vida a Jesús y seguirlo con todo mi corazón. Comencé a poner un pie delante del otro y a vivir por lo que creo, no por lo que veo (2 Corintios 5:7).

Entendí que lo único que podía hacer era prepararme como me había dicho el Señor. Él tendría que preparar a mis hijas. Así que las dejé en Sus manos. Si llegábamos a reconciliarnos, sería a través de Él. Mientras tanto, dejaría que el Espíritu Santo trabajara en mi corazón. ¡Y vaya si lo hizo!

Dios y Su Palabra empezaron a cambiar mi modo de pensar. Al final, hasta empecé a agradecerle el día que el SPN se llevó a mis hijas. Había extendido Su mano desde el cielo e intervino en la vida de las tres para salvarnos. Ahora lo veía claro.

También cambié mi manera de orar por mis hijas. En lugar de rogarle que me reuniera con
ellas, busqué Su voluntad en nuestra situación. Le decía: “Padre, por favor pon gente en su camino que las guíe hacia Ti. Incluso si no quieren volver a hablarme, Señor, que te conozcan a Ti”.

Me aboqué con todo el corazón a confiar en Él. Él era el Buen Pastor que había entregado Su vida por mí (Juan 10:11). Él nos iba a llevar, proteger y guiarnos a mis hijas y a mí hacia donde Él quería que estuviera cada una de nosotras.

Alabo a Dios por llevarnos a la reconciliación tan esperada. Agradezco haber tenido la posibilidad de pedirles perdón a mis hijas. En Su momento perfecto, Él nos concedió el regalo de una relación restaurada.

¿Si todavía tenemos desafíos? ¡Por supuesto! Los patrones heredados, como la adicción y la baja autoestima todavía perduran en su vida adulta. Pero no tengo miedo, porque el poder sanador y transformador de Jesucristo también se hereda. Sé que la misma victoria que me concedió a mí, Él se la va a conceder a mis hijas.

No pierda la esperanza si las decisiones que tomó en el pasado destruyeron sus relaciones. Póngase a sí mismo y a sus seres queridos en las manos del Buen Pastor. Confíe en Sus tiempos y en Sus formas. Y mientras espera, acérquese a Él y deje que Él lo cambie. Encontrará paz en cada etapa del recorrido.

 

Christina Kimbrel presta servicio como Gerente de Producción de VL. Tras pasar por la cárcel, ahora lleva esperanza a quienes están presos de sus circunstancias pasadas o presentes, compartiendo el mensaje de sanación que encontró en Jesús.