Si no le entregamos nuestro dolor al Señor, podemos quedar destruidos. Lo aprendí por las malas, cuando sufrí un ataque violento e inesperado sobre mi persona. No procesé bien el evento y, con los años, se deterioró mi salud física y mental. Internalicé la ansiedad y finalmente desarrollé una artritis viral y caí en una depresión. A tal punto que apenas lograba salir de la cama; hasta que Dios intervino y me ayudó a liberarme de la cárcel de ira, frustración, autocompasión y resentimiento en que yo misma me había encerrado. Su amor me llevó a un lugar de paz.
Me criaron en la iglesia y había recibido a Jesús como mi Salvador a los 11 años. Ya adulta, iba a la iglesia con frecuencia y me decía cristiana. Pero recién cuando pasé por esos momentos oscuros me di cuenta de que necesitaba una relación personal con el Señor y por fin tomé conciencia de que Jesús era mi única esperanza para salir de la oscuridad.
Por suerte, mi familia de la iglesia y mis amigos oraban por mí. Sus oraciones me dieron fuerzas. Podía percibir que el amor del Señor me mantenía a salvo.
Hay tanto para contar sobre esta parte de mi historia, pero los detalles no son importantes aquí. Era mamá soltera que luchaba y enfrentaba desafíos difíciles. No creía que la vida pudiera ser peor, pero entonces ocurrió algo impensado.
Me preocupaba mi seguridad, pero necesitaba estar sola un momento para pensar, así que decidí salir a dar una vuelta en el auto para despejarme. Al rato, noté un camión blanco que me seguía de cerca. El conductor me hacía luces.
Me inquieté. Algo no andaba bien, así que decidí girar, esperando que el conductor siguiera derecho. En cambio, giró detrás de mí y decidí ir a la casa de mi amiga Sarah, que vivía a poca distancia. Seguramente cuando me detuviera en la entrada al garaje, el que me seguía iba a huir espantado.
Me sentí aliviada al ver encendida la luz del garaje de Sarah. Metí rápidamente el auto en la entrada, bajé de un salto y fui rápido al porch de adelante. Pero antes de llegar a los escalones, el hombre que manejaba el camión me atacó y me tiró al suelo. Lo último que recuerdo es que él estaba sentado encima de mí, tratando de agarrarse el cinturón.
“Me va a violar”, pensé y después vi todo negro.
No tengo idea de cuánto tiempo pasó ni qué me pasó en esos momentos. Cuando recobré la consciencia estaba sentada en mi auto, sola y confundida. Tomé nota de lo que había a mi alrededor y vi que mi cartera y las llaves estaban en el asiento de al lado. No me habían robado nada.
“¡Enfócate!” me dije. Después aparecieron en mi mente las palabras “ir a la casa de Pam”. Pam era una amiga querida que trabajaba en el hospital. Ella iba a saber qué hacer.
Encendí el auto y empecé a manejar hacia su casa. En el camino, me desorienté y sentí como que estaba conduciendo por un laberinto.
“¡Ayúdame, Dios!” oré. Estaba a unas cinco millas de la casa de Pam, conocía muy bien el camino, pero sabía que, si Dios no intervenía, no iba a llegar nunca.
Después de orar, Dios mismo o quizás un ángel debe de haber tomado el volante. En un abrir y cerrar de ojos estaba en destino y no tengo la menor idea de cómo llegué allí. Creo que perdía y recuperaba la consciencia todo el tiempo.
Cuando llegué a la entrada de autos de Pam, ella estaba en el jardín del frente hablando con Sarah que, casualmente, estaba de visita. Es increíble, pero Sarah estaba en la casa de Pam mientras a mí me atacaban en el jardín del frente de su casa.
Pam se veía confundida cuando la llamé desde la ventanilla baja de mi auto. Después me contó que había reconocido mi auto, pero no mi cara.
“Debbie, ¿eres tú? ¡Dios mío!” gritó Pam y corrió hacia mí. Por suerte no había mirado el espejo retrovisor, así que no tenía idea de lo mal que había quedado por los golpes. Tenía la cara desfigurada y totalmente ensangrentada. Pam me sacó del auto y estudió la situación. Después ella y Sarah me llevaron rápidamente al hospital.
Pronto hubo detectives parados junto a mi cama, haciéndome preguntas para las que no tenía respuesta. El personal del hospital proporcionó un estuche para test de violación. Dio negativo, pero tenía fracturas y cortes en muchas partes de la cara.
Las malas noticias vuelan, especialmente cuando uno vive en un pueblo pequeño. Mi familia de la iglesia, mis amigos y hasta desconocidos que se habían enterado del ataque que sufrí empezaron a orar por mi recuperación física y emocional. Dios oyó esas oraciones y actuó de manera milagrosa.
La primera prueba de eso fue lo rápido que me recuperé físicamente. Apenas dos semanas después del ataque, mi cara había sanado por completo. No había rastros del ataque. Además, no me quedó ningún dolor físico ni dolores de cabeza por los golpes. Los doctores estaban tan anonadados como las personas que iban a visitarme. Todos veían que Dios estaba trabajando.
El Señor también me sanó emocionalmente, aunque esta sanación llevó más tiempo que la física. Como se puede imaginar, un ataque físico tan brutal también deja muchas cicatrices emocionales que son invisibles a los ojos. Estaba atormentada por el miedo, la angustia y la necesidad profunda de llegar a entender.
Quería respuestas. Me habían atacado y casi perdí la vida. ¡¿Por qué?! Era aterrador saber que quien había llevado a cabo el ataque andaba suelto y eso era injusto. Pero Dios intervino y también me liberó de esa cárcel emocional.
Casi todos decían que merecía respuestas y justicia. Pero mi derecho a saber las respuestas y conseguir justicia ¿era más importante que mi salud física y mental? ¿Valía la pena que por esas cosas me recluyera en una cárcel de amargura y sed de venganza? Entonces, Dios me presentó una elección de vida o muerte.
Me dijo: “Debbie, puedes confiar en Mí o puedes volverte loca. ¿Qué eliges?”.
En un momento de lucidez, entendí de pronto que seguir por el camino de los “derechos” nos costaría demasiado a mí y a mis seres queridos y provocaría muchos problemas (Hebreos 12:15).
Las terapias basadas en la fe me ayudaron a procesar mis pensamientos y a elegir la mejor manera que proponía Dios. Tomé mi necesidad de saber y mi deseo de que se hiciera justicia y los puse en Sus manos, confiando en que Él lucharía mis batallas y me daría las respuestas que necesitaba. Gracias a esto, mi mente estuvo en paz.
Proverbios 3:5–6 me promete que, si confío en el Señor, me abstengo de confiar en mi propia inteligencia y busco Su voluntad, Dios me va a mostrar el camino a tomar. Lo hizo y me va a ayudar a recorrer ese camino también. Dios siempre es fiel a Su Palabra.
Desde el día que confié en Él, he podido seguir con mi vida. No sé todavía cómo, por qué, quién ni qué, y tal vez esa sea la manera que Dios tiene de protegerme. ¿Quién sabe? Pero esto es lo que sí sé: No necesito todas las respuestas cuando tengo al Señor. Mi relación con Él y la paz que me da es mucho más importante que luchar por mis derechos. Su paz es mi fortaleza. Él es el protector de mi corazón y mi mente (Filipenses 4:7).
Sea lo que sea que haya pasado, quiero que sepa que Dios lo ama. Puede confiar en el amor que Él tiene para usted. Él sabe qué le ocurrió y a Él le importa.
A veces, después de pasar por abusos terribles, rechazos y eventos traumáticos, estamos tentados de creer que Dios no nos ama o que está ausente. Ahora lo veo distinto. Dios no estaba ausente el día que me atacaron. Estaba allí mismo conmigo, protegiéndome, ayudándome y curándome. Dios es el único motivo por el que estoy viva.
Él también es el motivo por el que usted está vivo. No se deje engañar. Todos los días, infinidad de gente se destruye porque cree la mentira de que no le importa a Dios. Luchan para tener respuestas y venganza y, al hacerlo, ellos mismos se encierran en una cárcel. Elija confiar en Dios y viva.
No rechace las cosas buenas que Dios quiere darle ahora por aferrarse a su pasado. Entréguele sus preguntas, sus acusadores e incluso a sus atacantes al Señor. Clame a Él, el único que lo puede defender (Salmo 57:2–3).
Hay ciertas injusticias que nunca podrá enmendar, pero Dios sí. Y esa es Su tarea. ¿Cuál es su tarea?
Su tarea es confiar en Él y obedecerlo y orar por sus enemigos, perdonarlos y darles su bendición (Mateo 5:44, 6:12, 18:21–22). No es fácil, pero la recompensa vale la pena.
Al obedecerle “el Señor tu Dios te devolverá tu bienestar. Tendrá misericordia de ti y te volverá a reunir de entre todas las naciones por donde te dispersó” (Deuteronomio 30:3 NTV). Él recogió todos mis pedazos y me restauró. Él va a hacer lo mismo por usted.
Para mí es algo curioso que la mañana del ataque le había pedido a Dios un testimonio convincente. Quería estar en condiciones de pararme frente a otras personas y hablar de su bondad.
Bueno, ahora puedo.
Por favor, no me malinterprete. No estoy diciendo que Dios envió a ese hombre para que me atacara. El enemigo quería destruirme; Dios es quien da la vida. Pero Dios utilizó esa experiencia para ayudarme a conocer Su amor fiel de maneras nuevas. La experiencia también me ayudó a tener mayor compasión por los demás.
Cuando le confíe su dolor al Señor, va a conocer Su amor y también Su consuelo. No olvide compartir su historia. Cuente cómo el Señor restauró su vida destrozada. Las personas necesitan saber que Él está vivo y que puede restaurar su vida. Su experiencia es única y puede ayudarlos a ver la verdad. Pídale ayuda a Dios. Él pondrá Su poder en sus palabras y hará que sean relevantes, para que puedan penetrar en el corazón de los demás. Con Dios, su historia acercará a muchas personas a Su gracia salvadora y derrotará al enemigo (Apocalipsis 12:11).
Al principio, le va a dar miedo. Yo estaba aterrorizada la primera vez que di mi testimonio frente a un grupo de personas. Pero a medida que lo repetía, el Señor me ayudó y muchos llegaron a conocer al Dios del consuelo para su propia vida (2 Corintios 1:3–7).
Recordar la fidelidad de Dios en el pasado va a fortalecer su fe y a permitirle enfrentar nuevas pruebas difíciles. Confiar en Dios lo llevará a un lugar de protección, sanación y paz. Es clave para abrir la puerta de las cárceles emocionales, mentales y físicas en las que usted mismo se encerró.
Entréguele a Dios los fragmentos de su vida deprimida y destrozada y permítale que lo restaure completamente.
DEBBIE SANDERS se jubiló después de trabajar durante 33 años en la Universidad de Carolina del Este y ahora lleva la esperanza de Jesús a través de la música y compartiendo su historia milagrosa en los Estados Unidos y el exterior. Está casada, es madre, abuela y tiene un gran compromiso con el evangelismo y enseñar el poder restaurador de Jesucristo a otras personas.