Reconstruyendo la vida que destruyó la heroína
La historia de Amber Leason
“¿Y cómo te hiciste adicta?” suele preguntarme la gente.
Antes de conocer a Jesús, podría haberle dado muchos motivos. Y, por supuesto, ninguno estaba relacionado conmigo. Desde mi punto de vista, siempre había algo o alguien que provocaba mis caídas.
Culpaba a la genética, porque la adicción era habitual en mi familia. Culpaba a mis ex novios, porque todas mis relaciones amorosas terminaron en una catástrofe. Me negaba a aceptar la responsabilidad de los desastres que hacía.
Pero la realidad es que tuve una buena niñez. Crecí en un hogar lleno de amor, con ambos padres. No hay ningún evento traumático que pueda explicar por qué respondía al mundo que me rodeaba de la manera que lo hacía. La única culpable era yo. Yo era el origen de todos mis problemas y, lo que era peor aún, creaba problemas a todos a mi alrededor.
Dentro de mí había un lugar oscuro y vacío desde que tengo memoria. Me esforzaba mucho por llenar ese espacio, pero siempre terminaba con las manos vacías. Cuanto más me desesperaba, más trataba de agarrarme del mundo que me rodeaba. Y todo lo que tocaba, lo destruía.
Traté de llenar mi vacío interior con hombres. A los 13, perdí mi virginidad con mi primer novio. Todo mi mundo giraba alrededor de ese chico y solté todo lo demás para aferrarme a esa relación.
Al poco tiempo se volvió inseguro y controlador y me prohibió ir a lugares y hacer cosas con cualquier otra persona. Con el tiempo, dejé a todos mis amigos y las actividades escolares; incluso a mi familia. El fin de esa relación me destruyó.
¿Y ahora quién era? Me había aislado y no tenía identidad alguna sin él. Mis amigos no querían tener nada que ver conmigo por cómo los había tratado. Nadie me hablaba ni se sentaba conmigo en el almuerzo. De hecho, me evitaban a toda costa.
Llorando, llamaba a mamá desde el teléfono público que estaba afuera de la escuela. Ella hacía todo lo que podía para consolarme y que pudiera aguantar el resto del día. Pero al día siguiente, todo era igual. Los días y las semanas pasaban penosamente hasta que mi corazón roto de adolescente se desplomó por el peso de la soledad.
Estaba decidida a terminar mi vida, así que me tomé cada comprimido que encontré en el armario de medicamentos del baño. Después, fui a la habitación de mamá y me quedé llorando despacito mientras la miraba dormir.
Quería despertarla y contarle lo que había hecho. Pero quería morirme más de lo que quería vivir. Pensaba que la muerte era la única forma de acabar con mi dolor. Entonces me fui a la cama, con la esperanza de desaparecer para siempre.
Me sentí tan desilusionada cuando desperté al día siguiente. Pero igual me levanté y me obligué a mí misma a caminar hasta la escuela; todavía estaba bajo el efecto de todas esas pastillas.
Nunca antes había estado drogada y me gustó la sensación. De pronto no tenía dolor ni me sentía sola. Pensé que si podía mantenerme aletargada iba a estar bien. Ese día cambió el curso de mi vida.
Encontré un grupo nuevo de personas que me aceptaban. Andaba con los chicos que se drogaban. De algún modo logré terminar la secundaria, aunque consumía drogas pesadas todos los días.
La fiesta continuó después de la secundaria, hasta que descubrí que estaba embarazada. Me casé y dejé de beber y de drogarme para proteger a mi hijo. En 2003 di a luz a un varoncito sano. Tuve un par de años buenos, pero volvió a apoderarse de mí el estrés y recurrí otra vez al letargo de las drogas.
Cuando cumplí los 21, se me abrió un mundo totalmente nuevo. Podía dejar a mi hijo con el padre mientras salía de fiesta todos los días. En 2005 me detuvieron por manejar intoxicada. Solo pasé una noche detenida, pero fue suficiente para saber que estar encerrada no era lo que quería.
Al poco tiempo me divorcié del papá de mi hijo. Después, empecé a salir de una relación para entrar en otra, a beber mucho e incrementar mi adicción.
En 2014, me lesioné la espalda en el trabajo. El dolor era terrible y necesité opioides para funcionar. Me alivió que me dieran una receta de analgésicos. Ya no iba a tener que comprar pastillas en la calle.
Ya estaba luchando para mantenerme limpia antes de la lesión en la espalda, pero ahora que tenía opioides a mano, mi adicción aumentó rápidamente. La receta para un mes de tratamiento me duró dos semanas apenas, así que tuve que recurrir a la heroína y el cristal hasta que me hicieran otra receta.
Para el año 2015, ya no era una adicta funcional. Empecé a hacer cosas que había jurado que jamás haría, como inyectarme. Perdí mi trabajo, mi auto, un apartamento y a mi hijo. Se había cansado de mi forma de vida y ya no quería estar cerca de mí. Entendí que quisiera vivir con mi mamá; así y todo, me dolía.
Ya casi sin esperanzas, decidí intentar con rehabilitación. Empecé a pensar en Dios mientras hacía las etapas de recuperación. Me levantaba temprano para sentarme sola afuera, en el patio del centro de rehabilitación, a hablar con Él.
“Dios ¿sabes quién soy?” le decía. Me preguntaba si Él siquiera veía o le importaba lo que estaba pasando en mi vida. Todavía no sabía nada sobre Jesús ni de la magnitud del amor de Dios por mí, pero mi corazón estaba abierto a la idea de que Dios existía.
Salí de rehabilitación decidida a permanecer limpia. Volví a casa con mamá y mi hijo y estuve bien durante un tiempo, pero empecé a sentir un dolor insoportable en la espalda. Lo que sucedió fue que las drogas que me inyectaba me provocaron una infección en las vértebras. Los antibióticos me curaron rápidamente, pero empecé a usar analgésicos otra vez. Y eso volvió a iniciar el ciclo de adicción.
Mi mamá solicitó que me hicieran una prueba de drogas y ni siquiera me enojé. Me fui y me zambullí de cabeza en otra relación disfuncional y abusiva. Mi nuevo novio y yo empezamos a andar por la calle inmediatamente. Estábamos sin techo y nuestra vida giraba en torno de nuestra adicción a las drogas. Me sentí peor que nunca y se incorporó a mi vida un nuevo nivel de oscuridad.
Para la Navidad de 2016, estaba decidida a recomponerme. Por mi adicción, me había perdido todas las otras fiestas con mi familia ese año; no quería perderme esta. Ansiaba pasar el día con mi hijo.
Recobré la sobriedad y esperé ansiosamente que mamá viniera a buscarme. Pero cuando llegó, quedé devastada al ver que mi hijo no estaba con ella. En cambio, tenía una carta de 7 páginas que habían escrito juntos.
En la carta, me pedían que los eligiera a ellos, en vez de las drogas. “¡Tu hijo está cansado de compartirte, Amber! Está tan harto de que lo abandones para llevar esta vida”. Mientras mi mamá leía la carta en voz alta, yo lloraba desconsolada. Mi hijo maravilloso estaba herido tan profundamente y traumatizado a causa de mis decisiones. Era muy doloroso oírlo, pero sabía que era cierto.
De alguna manera junté el valor y las fuerzas ese día para darle la espalda a mi novio y a las drogas para volver al hogar de mis padres a refugiarme. Estoy convencida de que no estaría contando esta historia si hubiera tomado otra decisión ese día. Nunca volví a drogarme.
Mis problemas no desaparecieron inmediatamente; estaría mintiendo si dijera que sí. En cambio, se multiplicaron cuando enfrenté la relación quebrantada entre mi hijo y yo.
Estaba enojado con todo derecho y no creía que me iba a mantener limpia. Iba a ser un largo camino hasta que pudiera ganar su confianza, pero estaba decidida a recorrerlo.
Sabiendo que necesitaba ayuda, decidí empezar a ir a la iglesia. No sabía bien por qué, pero sentía que debía estar allí. Me encontré hablando con Dios otra vez. “Necesito saber que eres real, Dios. No puedo enfrentar la vida sola. No sé qué hacer para recomponer la relación con mi hijo”. Dios me iba a responder al poco tiempo.
Luché para mantenerme lejos de mi ex novio, que todavía era un adicto y andaba en la calle. Me llamaba y me rogaba que volviera con él. Nuestras conversaciones siempre me dejaban desolada. Me aseguraba que no se estaba drogando, pero yo sabía que no era así. También sabía que pasar tiempo con él iba a ser peligroso. Pero me importaba y quería ayudarlo.
Entonces, como lo hace cualquier codependiente, empecé a arrastrar a mi ex a la iglesia. El domingo 5 de febrero de 2017 nos encontramos en un lugar de comida rápida antes del servicio.
Después de desayunar, nos paramos y se le cayó una jeringa del bolsillo. Me invadió una ráfaga de sentimientos, pero al final, prevaleció el enojo. “Aléjate de mí y déjame sola”, le grité mientras salía corriendo del restaurante. Él me siguió y al instante estábamos gritándonos y golpeándonos. De milagro no terminamos arrestados.
No puedo explicar por qué, pero sabía que mi vida dependía de llegar a la iglesia ese día, así que seguí corriendo. Hoy sé que hubo una verdadera batalla espiritual que trataba de impedirme que estuviera frente a frente con el amor de Dios. Por suerte, ganó Dios. De hecho, Él me dio un mensaje ese día que fue imposible pasar por alto. Estaba escrito en la mismísima vereda: “Estoy reconstruyendo la vida que la heroína destruyó”.
Esas palabras me hablaron directo al corazón y supe que venían de Dios. Cuando yo lo necesitaba, Él apareció (salmo 46:1). Es increíble que Dios interviniera de una manera tan profunda y personal (Génesis 16:13).
Mi corazón se inundó de fortaleza. Tomé una foto del mensaje con mi teléfono y corrí a la iglesia. Pero mi ex me siguió y al llegar a la entrada, estábamos peleando. Los miembros de la congregación notaron enseguida que estaba en problemas y se acercaron a ayudarme. Nos separaron y una mujer muy amable me calmó mientras yo lloraba.
Me tranquilicé bastante y participé en el servicio de adoración. Lloré a mares mientras escuchaba la hermosa canción “Buen Padre”. Cuando el pastor hizo el llamado al altar, caí de rodillas y le entregué mi vida a Dios. A pesar de las fuerzas del mal que habían tratado de detenerme, prevalecieron los propósitos del Señor, y acepté a Jesucristo como mi Señor y Salvador (salmo 57:2).
Ese día lo invité a que entrara en el espacio oscuro y vacío de mi alma. Me respondió llenándome de Su gracia, misericordia y perdón. En Jesús encontré la aceptación y el sentido de pertenencia que había buscado toda mi vida.
Déjeme decirle que la salvación no me liberó de las consecuencias de mi adicción ni de mis decisiones egoístas. Jesús no promete en ningún momento que no vamos a tener que lidiar con eso; solo que no tendremos que hacerlo solos (Isaías 43:2; Juan 16:33).
Mi vida parecía un edificio derrumbado, destruido por una bola de demolición—¡pero Dios se dedica a remodelar y restaurar! Él da nueva vida a quien se acerque a Él gracias a la tarea completada por Jesucristo en la cruz. Dios siempre se ha dedicado fielmente a reconstruir y remodelar las cosas que destruye el pecado. Saber esto fortaleció mi fe. Además, no tenía nada que perder por confiar en que Él me devolvería lo perdido.
Desde entonces, mi vida ha sido una enorme obra en construcción. Jesús ha sido el arquitecto a cargo y el supervisor, verificando cada reparación, sea grande o pequeña. La transformación verdadera y permanente comenzó cuando le cedí el control de cada detalle de mi vida.
Ha sido una experiencia increíble el hecho de arremangarme y participar activamente del plan de Dios y del propósito que tiene para mi vida. ¡Sus bendiciones han sido infinitas!
Al año de quedar limpia, comenzó a florecer una relación renovada con mi hijo. Él todavía está lidiando con el trauma que experimentó durante mi adicción, pero tengo el privilegio de estar involucrada en su vida permanentemente como mamá. Ahora soy ejemplo del poder de Jesús para cambiar la vida y reflejar el amor de mi Señor y Salvador en la vida de mi hijo.
Él y su esposa me convirtieron en una abuela orgullosa. Aunque la COVID lo impidió, tuvieron la amabilidad de invitarme a estar en la sala de partos cuando nació mi tercer nieto. Agradezco al Señor por el milagro de que mi hijo me perdonara.
Además, ahora estoy casada con un cristiano maravilloso, que no solo es un sólido líder espiritual en el hogar, sino también mi mejor amigo. Me ha ayudado recorrer el camino de la maternidad sin adicciones. El Señor lo ha utilizado para ser una presencia masculina positiva en la vida de mi hijo, también. Además, tengo la bendición de tener una familia en la iglesia que me acepta y me ayuda a mantenerme conectada y responsable.
Tener la presencia y el poder del Señor en mi vida, así como un sistema de apoyo con personas piadosas es todo para mí. Ese lugar oscuro y vacío ya no está dentro de mí. Cristo lo ha llenado con Su amor, gozo y paz.
Y también puede llenar el suyo.
Todos tenemos un agujero del tamaño de Dios en nuestro interior, y solo Su amor puede llenarlo. Acérquese hoy a Él. Él hace una promesa hermosa en Jeremías 31:4 NTV: “Yo te reedificaré…. Volverás a ser feliz y con alegría danzarás con las panderetas”.
AMBER LEASON es maestra para personas con necesidades especiales y disfruta compartiendo el amor de Jesús con sus alumnos. Aprovechando su experiencia de vida, sirve en el ministerio femenino Thrive, que brinda un espacio para que las mujeres se conecten con Dios y se apoyen mutuamente en su fe.