Suelte su carga
La historia de Jay Bastardo

¿Quién es Jesús para mí? Jesús es todo para mí.
En cada etapa de mi vida—me diera o no cuenta de ello—Dios ha sido exactamente quien yo necesitaba que fuera: mi Salvador, mi sanador y amigo; mi protector, proveedor y redentor; mi consuelo, fortaleza y refugio. Y últimamente, Jesús se me ha estado revelando como mi fuente de paz e identidad.
Para empezar a conocerlo de esta manera, tuve que pasar por una estadía muy angustiante en el hospital en 2020, pero es necesario que me conozca un poco más antes de contarle esa historia.
Mi vida empezó en República Dominicana, donde mi familia trabajaba mucho para conseguir lo poco que teníamos. Mi abuela fue la primera emprendedora que conocí en mi vida, ¡y vaya si tenía recursos! Siempre estaba llena de ideas creativas, y yo siempre la seguía.
Mi abuela era pobre, pero nunca se quejaba, ni vivía pensando en lo que no tenía; simplemente salía a trabajar. Hacíamos todo tipo de cosas para ganar dinero: embolsábamos carbón que encontrábamos en el suelo. Cocinábamos habichuelas. Fabricábamos productos para el cabello. Y la gente venía a nuestra casa a comprar esos tesoros. La ética de trabajo de mi abuela plantó en mí la semilla de emprendedor que me ha dado mucho fruto.
Mi mamá también trabajaba mucho. Vino a los Estados Unidos en 1994 gracias a un programa del gobierno y tenía tres trabajos para tratar de darnos una vida mejor. Se esforzó al máximo para llevarme con ella a Estados Unidos, pero en ese momento no fue posible. Se vio obligada a dejarme al cuidado de mi abuela.
Estar separado de mi mamá fue algo terriblemente triste y todavía me duele el alma cuando lo pienso. A pesar de todo el amor que me demostraban mi abuela y otros parientes, nadie me quería como mi mamá. Tenía un enorme agujero en el corazón. Saber que estaba tan lejos era insoportable y, aunque era chico, sentía la necesidad imperiosa de protegerla.
Por suerte, Dios nos permitió reunirnos cinco años después. El 26 de mayo de 1999 llegué a Newark, Nueva Jersey. Llegué armado de cinco dólares que me había dado mi tía. Me dijo: “Compórtate como todo un hombre ¡y deja tu huella en este mundo!”.
Y eso fue lo que me dispuse a hacer a partir de ese día. Tenía 15 años.
Hacía años que soñaba con ese momento y con mi vida en Estados Unidos. Estaba tan feliz de reunirme con mi mamá, pero la vida perfecta que había imaginado no iba a ser tal. Hacía cinco años que no la veía y ya habíamos cambiado los dos. Ahora estaba casada y tenía otro hijo. No había visto a su esposo ni a mi medio hermano hasta el día que llegué. Me sentí solo y fuera de lugar. Como si fuera poco, era un adolescente que libraba una lucha interna con emociones fuertes y hormonas alborotadas.
Y además, tuve que empezar a estudiar en un lugar nuevo, donde no hablaba una palabra de inglés y tenía un solo par de jeans que usaba todos los días. Era un mundo cruel.
Ocurrió un incidente que me persiguió durante años. Fue el primer día de clase. Entré a un aula y le pregunté a un profesor—en español, por supuesto—si estaba en el aula correcta. Cuando me respondió “no” supuse que hablaba español y seguí hablando. Después de todo, “no” es una palabra en español.
De pronto una muchacha latina echó a reír. Nunca voy a olvidar su voz burlona. “¿Eres tonto? ¿No ves que el hombre no habla español? ¡Más vale que aprendas el idioma!”.
Su manera de hablar encendió una mecha dentro de mí. No me gustaba que me dijeran tonto ni que me desafiaran. Me di vuelta y le respondí en español: “Te aseguro que antes de fin de año mi inglés va a ser mejor que el tuyo”.
Fui a casa y puse manos a la obra. Tomé un diccionario, prendí el televisor, miré FOX y CNN, y activé los subtítulos. Todos los días subrayaba una palabra nueva en el diccionario y la usaba en una oración todas las veces que podía.
Todo ese trabajo rindió frutos rápidamente. A los seis meses, la profesora a cargo del programa de inglés como segundo idioma entró al aula y frente a esa misma muchacha, me hizo pasar al curso normal, para estudiantes que hablan inglés. Fue un momento de mucha satisfacción; sus palabras me habían lastimado.
A partir de ese momento, decidí que con lo que pudiera lograr iba a demostrar cuánto valía. Iba a mostrarle al mundo quién era Jay Bastardo y qué podía hacer. Y desde entonces me he esforzado por demostrar de qué soy capaz.
Mi historia es, de verdad, la de un inmigrante que se superó. Llegué a los Estados Unidos con 15 años, trabajé horas interminables durante la secundaria y luego tuve varios empleos. Conocí a mi esposa, Eridania, en Nueva Jersey, pero éramos del mismo pueblo en República Dominicana. ¡Dios nos puso juntos en la tierra de nuestros sueños!
Siempre supe que quería tener mi propio negocio, ser mi propio jefe y perseguir el sueño americano. Nos mudamos a Greenville, Carolina del Norte y compramos un food truck por Craigslist. Lo llamamos Villa Verde—en honor a nuestro pueblo en Dominicana y a Greenville, la ciudad donde vivimos ahora. Dios bendijo ese emprendimiento y hoy tenemos dos hermosos restaurantes de auténtica comida dominicana y un tercero donde servimos comida típica sureña.
Trabajamos mucho para estar donde estamos y nos sigue motivando la necesidad de superación. He logrado mucho en mi vida. Lograr cosas no es malo. El Señor quiere que alcancemos todo nuestro potencial y aprovechemos al máximo las oportunidades que nos presenta. Pero a pesar de cuánto logre, parece que en mi mente nada es suficiente. Lo que estoy aprendiendo ahora es que si lo que me impulsa a hacer algo soy yo mismo y no la gloria de Dios, lograrlo va a tener un costo muy alto.
Desde que tengo memoria, he sentido esta increíble responsabilidad de tener éxito, no solo por mi bien, sino por otras personas: mi abuela, mi mamá, mi esposa, mis hijos, el personal, la comunidad y demás. Esta necesidad de demostrar mi capacidad se traduce en que estoy en constante movimiento. Durante años me he definido por lo que hago y por lo ocupado que estoy.
Así que puede imaginarse cómo afectó mi estructura la cuarentena mundial de 2020. La pandemia por COVID-19 desestabilizó mi mundo. Antes, siempre lograba manejar las situaciones críticas. Trabajaba más para no perder lo que teníamos. Nunca me acobardó un desafío: por pocas que parecieran las probabilidades, siempre las superaba con compromiso, determinación y mucho esfuerzo. Ya había empezado de cero antes y siempre me las había arreglado para salir adelante.
Pero la COVID fue otra cosa. La gente se moría. La enfermedad llegó como un asesino en medio de la noche; no respetaba a las personas. Yo no podía trabajar más fuerte para arreglarlo. No podía implementar una solución. No tenía control alguno. ¡Y la gente se estaba muriendo! Eso me aterraba.
Como dueño de una empresa, no sabía qué hacer. ¿Mantener los restaurantes cerrados o abrirlos y vender comida para llevar? Y si los abría y algún empleado enfermaba de COVID, ¿iba a ser por mi culpa? ¡¿Y si se moría?! Me maldije por dentro: “Jay, eres un cerdo codicioso. Solo quieres tener abierto para salvar tu negocio y ganar dinero. ¡Es lo único que siempre te ha importado!”.
Satanás sabía exactamente cómo manipularme. En el pasado, personas a las que yo quería me habían lastimado con esas mismas palabras. Entonces decidí mantener cerrados los restaurantes. Mi yo interior también me atormentó por esa decisión.
“Pero tengo una responsabilidad con toda esta gente y su familia. Algunos dejaron su país para trabajar para mí. Si no vuelvo a abrir, no van a tener dinero para pagar las cuentas o devolverle a la familia. ¡Todos van a sufrir por mi culpa!”.
Así iba y venía. Estaba tan indeciso que mi mente se llenó de desconcierto, dudas y miedo. Por primera vez en mi vida, no lograba encontrar una salida.
Y ahí fue cuando pasó lo de la visita inesperada al hospital. Experimenté tal torbellino interior por estas decisiones comerciales que pensé que me estaba dando un infarto.
Al final, no era nada del corazón—“solo” un ataque de pánico. ¿Qué? ¿Yo, un ataque de pánico? ¡De ningún modo! “Solo los débiles lo sufren” pensé, “y yo no soy débil. Soy una persona proactiva, un hombre de fe que supera obstáculos. Enseño a otras personas. Soy el proveedor y protector de mi familia y mis amigos. Ayudo a la gente de mi comunidad. No puedo tener un ataque de pánico. ¡No me puede pasar a mí!”. Me sentí tan avergonzado y condenado al oír esas palabras. (¡Creo que habría estado más contento con un infarto!).
Pero volví a casa y seguí preocupado por lo que debía hacer. Finalmente, decidí que iba a dejar los restaurantes cerrados.
Entonces mi bella esposa Eri me dio su opinión. “¿Por qué no dejas que decida el personal, Jay? Averigua qué piensan de esta situación”.
Bueno ¿cómo no se me ocurrió? Reunimos a todos para hablar de la situación. Su respuesta fue una bendición para mí. “Queremos volver a trabajar”, me dijeron. “La comunidad nos necesita y nosotros necesitamos estar aquí también”. Hasta me dijeron que si no teníamos dinero para pagarles, seguirían apoyándonos. Esa noche decidimos ir para delante como equipo y todos nos arremangamos y volvimos a trabajar.
Después de eso, mi familia y el personal se esforzó mucho cada día. Pero yo no podía pasar por alto el “elefante en la habitación”: había ido al hospital, paralizado por el miedo y la ansiedad. Esas emociones seguían atormentándome el corazón y la mente. ¿Qué estaba pasando?
La historia que le conté hasta ahora es sobre mí—pero mi fe también es una gran parte de mi vida. En medio de todas mis preocupaciones y mi indecisión, comencé a percibir que Dios me estaba invitando a un viaje para descubrir la respuesta a estas preguntas y entender mejor mi verdadera identidad como hijo Suyo. Desde ese momento me embarqué en este viaje y, cuanto más me sumerjo en mi pasado, reviso los patrones de mi fe y permito a Dios que me revele Sus verdades, encuentro más libertad y paz.
Hace tanto tiempo que vivo bajo presión, que no estoy seguro de que sabría vivir sin ella. Sé positivamente que las decisiones que tomo hoy van a influir en personas que jamás voy a conocer a este lado del cielo. Me esfuerzo a diario por llevar una vida que sirva de modelo a mis hijos. Lo gracioso es que no importa cuánto me esfuerce, normalmente termino sintiéndome como un fracaso. Y estos fracasos me suenan a insulto. Mi reacción es trabajar más y tratar de hacer mejor las cosas. Es una carga pesada.
Cuando Dios y yo nos embarcamos juntos en este viaje, recordé Mateo 11:28–30 (NVI), donde Jesús dice: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana”.
Estos versículos me ayudaron a entender que la presión con la que vivo no viene de Dios; me la impuse a mí mismo. Sus propósitos para mi vida nunca me van a agobiar, ni van a provocar en mí ansiedad, autocondena ni presión. Tampoco van a generar miedo, duda ni confusión.
Si estas cosas me agobian, entonces me debe de estar agobiando algo que no es la voluntad de Dios. Donde está el Señor hay libertad, paz y orden—no esclavitud, temor y caos. (Ver 1 Corintios 14:33; 2 Timoteo 1:7; 2 Corintios 3:17).
No soy responsable por lo que pase en la vida de todo el mundo. Cada persona es responsable de sus propias decisiones. Tampoco es mi responsabilidad ser el proveedor de todo el mundo y resolver sus problemas. Esa es la tarea de Dios. Y al asumir estas responsabilidades, estoy tratando de jugar a ser Dios.
Esta es una nueva revelación: ¡No soy Dios! Ni le cuento lo aliviado que me sentí al liberarme de esa responsabilidad.
Eso no significa que Dios no quiere que me ocupe de los demás. Soy Sus manos y pies en esta tierra, y se me ha llamado a servir y dar. Pero Él me está enseñando que no soy responsable de la gente, sino que tengo una responsabilidad con ellos. Mi tarea es llevar una vida íntegra y actuar con los dones recibidos cuando sirvo, amo y honro a quienes me rodean.
En pocas palabras: Dios me pide que me enfoque en ser, no en hacer.
Lo mejor que puedo hacer por otras personas es ser un hijo de Dios entregado a Él; lo demás se dará por añadidura (Mateo 6:33). Me pide que confíe en Él (Proverbios 3:5–6) y que deje en Sus manos a mis seres queridos. Dios ama a mi familia y a mis empleados más que yo mismo y Su plan y provisión para ellos estará siempre.
Ya le conté que el motivo que tenía para hacer cosas era probar cuánto valía. Pero el Señor me ha mostrado qué impulsaba ese motivo: el temor. En el fondo, necesito probar que soy alguien porque me carcome el miedo a no ser nadie.
Si fracaso, tengo miedo de demostrar que era verdad lo que decían sobre mí mis compañeros del colegio, un jefe que tuve e incluso algunos familiares. Decían que siempre iba a ser pobre y nunca llegaría a nada, que tenía ideas estúpidas e iba a fracasar rotundamente. Me esfuerzo al máximo porque me aterra la idea de que lo me decían se haga realidad. También tengo miedo de fallarles a mi mujer y a mis hijos.
Pero una vida que gira alrededor del miedo y el desempeño no es lo que Dios quiere que experimente ninguno de Sus hijos. Ese es el deseo de Satanás. Dios nunca le ha pedido a nadie que demuestre cuánto vale.
Antes de que lográramos nada en este mundo, Él entregó la vida de Su Hijo por la nuestra (Juan 3:16). El amor del Señor por nosotros nunca se basa en lo que hacemos, sino en quiénes somos: Sus hijos. Y lo que hacemos tampoco es lo que lo complace. Lo que importa es cuánto confiamos en Él (Hebreos 11:6).
Estoy agradecido por estas revelaciones y todas las demás. Y estoy decidido a permitirle al Señor que trabaje en mi vida. Definitivamente quiero experimentar Su libertad y Su paz, pero me doy cuenta de que esa también es una experiencia de aprendizaje.
Como dije, trabajo sin parar. Desde hace años. No entiendo a la gente que no quiere trabajar o da excusas para no hacerlo. Pero Dios me está enseñando que trabajar sin parar tampoco es Su intención. Descansar es bueno y Dios nos ordena hacerlo. Es el cuarto mandamiento. Hasta Dios descansó de Su trabajo (Génesis 2:2–3).
Pero cuando no trabajo, debo luchar para no sentirme culpable, perezoso e improductivo. Siento como que no me estoy comportando como un hombre que es el proveedor de su familia. El Señor me está ayudando a lidiar con estos patrones erróneos de pensamiento. Me está enseñando a encontrar un equilibrio en mi vida—no solo por mí, sino por el bien de mi familia.
Mi actividad permanente mantiene a mis seres queridos en actividad también. Y la presión con que vivo también se filtra en su vida, lo quiera o no. Estamos todos agotados. Mi esposa y mi hijo adolescente trabajan muchísimo y sin horario. La familia salta de un restaurante a otro y de un evento a otro.
Como verá, estoy aprendiendo mucho sobre mí mismo y por qué hago lo que hago. Y estoy seguro de que Dios tendrá mucho más para mostrarme cuando así lo decida, mientras me ayuda a convertirme en la persona que Él me creó para que fuera. Estoy feliz de que Dios me transforme en otra persona a medida que yo cambie mi forma de pensar. Entonces podré experimentar Su voluntad, que es buena y agradable y perfecta. (Ver Romanos 12:2).
Tal vez hoy tenga cargas pesadas y lo ataque el pánico. Como yo, tiene miedo de que las palabras y los pensamientos que la gente tiene sobre usted se hagan realidad. Dios quiere ayudarlo a que se libere de sus cargas y escape de ese torbellino. La promesa de descanso que hace Jesús también es para usted. Deje sus cargas, amigo. Aquí, a los pies de Jesús.

JAY BASTARDO está abocado a la tarea de descubrir su identidad en Cristo. Él y su familia trabajan para su comunidad, ofreciéndoles auténtica comida dominicana y un servicio honesto, al tiempo que disfrutan del amor eterno e incondicional que Dios tiene por el mundo.