Un lugar al que pertenecer
La historia de Sheridan Correa

Crecí en el seno de una familia religiosa y grande. Fui la séptima de nueve hijos. A simple vista, cualquiera diría que lo teníamos todo. Mi papá era un empresario exitoso que nos proporcionó una casa grande y hermosa. Mamá se quedaba en casa y manejaba todo en el hogar. Criaron hijos que se destacaron en la música, los estudios y el deporte. Siempre íbamos a la iglesia.

Pero éramos una familia disfuncional. Papá trabajaba mucho, con horarios larguísimos y a menudo no venía a casa. En el hogar, mamá cumplía con la obligación de criarnos a todos—una tarea muy estresante, indudablemente. Se percibía la inestabilidad en el hogar y había como un estrés tóxico que se cocinaba a nuestro alrededor.

Los períodos de separación creaban una gran división en la familia. Cuando se separaban, algunos de los chicos íbamos con papá y el resto con mamá. Nunca supe cuál era mi lugar ni en qué “equipo” me tocaría estar.

No pasó mucho para que empezara a sentir que no era buena. Por ser una de muchos hijos, me sentía como un número, más que una persona. Es increíble lo solo y falto de amor que uno se puede sentir, incluso dentro de la propia familia. A mi entender, yo no le importaba a nadie y para cuando llegué a cuarto grado, ya estaba lista para que mi vida terminara.

Un día, en el recreo, me apuré para subir a la parte superior de las barras, con toda la intención de lanzarme al piso, romperme el cuello y poner fin a mi desgracia. Mientras me preparaba para saltar, me corrían lágrimas por la cara. Pero antes de que pudiera hacerlo, las maestras lograron agarrarme. Me llevaron a la psicóloga de la escuela, pero lo único que pasó a consecuencia del incidente fue una evaluación.

Durante los ocho años siguientes, manejé lo mejor que pude las emociones oscuras que hervían dentro de mí. Todos los días me dibujaba una sonrisa en la cara y actuaba. La actuación y los logros eran lo mío. Dios no permitiera que nadie descubriera mis imperfecciones o inseguridades. Me volví experta en el uso de la máscara y nadie sabía que detrás se escondía una muchachita miedosa. Dentro de mí convivían dos personas muy distintas y ni siquiera yo sabía cuál era la verdadera.

Terminé la secundaria y me dispuse a experimentar una vida más feliz y estable. Fui a la universidad con becas por mi desempeño en música y deportes. Me fue muy bien en los primeros años y tenía equilibrio emocional. Y después, me desbarranqué.

Buscando desesperadamente la felicidad, la seguridad y una solución para mi vida miserable, me volqué a los hombres. El matrimonio parecía ser la próxima meta a cumplir. Era joven, vulnerable e inmadura cuando dije “Sí, quiero” por primera vez y a los pocos meses la relación terminó en divorcio.

El fracaso matrimonial no hizo más que aumentar mi ya generalizada sensación de ineptitud. Sentí una enorme vergüenza y entré en una profunda oscuridad emocional y mental. Ya había experimentado antes bajones a causa de la depresión e incluso había recibido terapia, así que tenía estrategias de afrontamiento; pero esta vez, nada me ayudó.

Al final, busqué ayuda psiquiátrica. Hablé de mi vida y de la confusión interior que sentía desde niña. Le conté al doctor de mis cambios repentinos de humor, de los pensamientos suicidas recurrentes, de cómo el temor reinaba en mi vida y del historial de enfermedad mental en nuestra familia. Me diagnosticaron desorden bipolar antes de salir del consultorio.

Me invadió una sensación de alivio. Siempre supe que había algo “malo”. Ahora tenía la respuesta a todos mis problemas. Acepté mi diagnóstico de buen grado, junto con una larga lista de medicamentos antipsicóticos. Después de todo, tenía esperanza.

Tomé mis medicamentos concienzudamente y pronto me sentí más estable. Volví a mis zonas de confort de actuación y logros, segura de que mis medicamentos me habían “arreglado” definitivamente. A los tres años volví a casarme. No hizo falta mucho para que ese matrimonio también se deshiciera.

No me había sentido querida de niña, así que no sabía amar a los demás ni a mí misma. Y de adulta, tampoco sabía recibir amor. Dentro de mí vivía una niñita rechazada y aislada; y hasta que se ocuparan de ella, nunca iba a estar nada bien en mi vida. Pero no tenía idea de cómo ayudarla, así que continué haciendo lo único que sabía: actuar, destacarme, tener logros y ocultar mi desolación.

Durante la década siguiente, luché contra la ansiedad y la depresión aguda. Tuve un breve respiro cuando me convertí en mamá de dos muchachitos maravillosos, pero pronto regresó el ciclo de desesperanza. Me cansé de intentar sentirme normal y ser feliz.

Llamaba a líneas gratuitas de ayuda, entraba y salía de neuropsiquiátricos y experimentaba con múltiples medicamentos antipsicóticos. Pero nada me daba una estabilidad emocional y mental duradera. Los años de confusión interior me pasaron factura y empezaron a manifestarse en todo mi cuerpo. Experimenté un dolor crónico que me debilitaba. Además, tenía antiguas lesiones sufridas en mi vida deportiva que ahora necesitaban cirugía.

Empecé a tomar analgésicos. Al principio, los usaba correctamente, tomándolos solo cuando los necesitaba. Pero después descubrí que los opioides adormecían mi dolor emocional. Por fin me sentí normal y pude lidiar con las circunstancias de la vida. Y me gustó. No solo eso, sino que desaparecieron el estrés emocional constante y todas las voces que tenía en la cabeza.

Las pastillas para el dolor estaban controlando a mi monstruo interior. Y aunque sabía que estaba desarrollando una dependencia nada saludable, negué e ignoré el problema.
Mi descenso al infierno de las adicciones se aceleró después de que un traumático accidente en moto me impidió caminar durante tres meses. Necesité cirugías mayores para las lesiones y sufrí mucho dolor. Aumentó mi adicción a los opioides.

Los tres años siguientes necesité la ayuda permanente de las pastillas para llevar a cabo hasta las tareas más sencillas. También empecé a beber todos los días; a veces, hasta desmayarme de la borrachera. El alcohol, las drogas y mi sensación de no valer nada eran un cóctel mortal. Mi mente se convirtió en el lugar más oscuro y tenebroso que había conocido jamás y mi memoria era mi peor enemigo.

En medio de este círculo vicioso, mi esposo me pidió el divorcio y le otorgaron la custodia total de nuestros hijos provisoriamente. Me sentí más rechazada y abandonada que nunca y me volví más amargada y resentida.

Despojada de mi identidad como esposa y mamá, sentí que había muerto, junto con todas las personas que quería. Si no era madre y esposa ¿qué era? ¿Qué motivo tenía para seguir viviendo?

Abrumada por esos pensamientos, agarré una cantidad de pastillas miorrelajantes que me alcanzaban para un mes y las bajé con alcohol fino. Pero tal como había pasado en el parque de la escuela, mi intento de suicidio falló. Me ingresaron a un neuropsiquiátrico hasta que me estabilicé.

Cuando recibí el alta del hospital, me encontré sin techo. Sentí una extraña camaradería con todas las demás personas perdidas y desoladas que conocía en la calle. Quise convencerme de que podía ayudarlos.

Al poco tiempo ingresé al mundo de las drogas pesadas. Cuando le sentí el gustito a esa vida, me alejé completamente de mi familia, mi iglesia y mi comunidad y me olvidé de ellos. Me volví súper experta en adicciones y delitos. Eso funcionó…hasta que dejó de funcionar.

Estaba desorientada e inconsciente del daño que me estaba provocando a mí misma y a mis seres queridos. Mis hijos se estaban convirtiendo en recuerdos que apenas rondaban mi cabeza.

Pronto me convertí en “pasajera frecuente” de la cárcel del Condado de Maricopa en Phoenix, Arizona. Al principio fue por cosas menores como robo de tiendas y órdenes de arresto pendientes, pero después llegaron crímenes más graves como delitos contra la propiedad privada, violencia doméstica y cargos por tenencia y venta de drogas.
Cada vez que me arrestaban, me recluían en la guardia psiquiátrica. Salir del coma narcótico y enfrentar la realidad de mi vida siempre era insoportable. Saber en quién y en qué me había convertido era aterrador.

Finalmente, despojada de todo, toqué fondo. Desesperada por terminar con tanta locura y a pesar de estar en confinamiento solitario, encontré la manera para provocarme lesiones graves. Pero los guardias descubrieron mi cuerpo ensangrentado y me pusieron en el sistema de vigilancia al suicida. Así y todo, bajo su atenta mirada intenté quitarme la vida otra vez, aunque no lo conseguí.

En ese momento no lo entendí, pero ahora sé que fue por gracia de la compasión de Dios y que Él estaba por revelárseme de la manera más hermosa.

Había crecido oyendo hablar de Dios. Pero al mismo tiempo, me enseñaron a depender de mi intelecto y desempeño. Venía de un extenso linaje de personas exitosas. No necesitábamos ayuda de nadie, ni siquiera de Dios. Me aferraba a la creencia de que yo tenía el control y de que podía lograr cualquier cosa que me propusiera.

Pero en ese horrible lugar, finalmente tuve una revelación que cambiaría mi vida: ¡Yo no tenía control de nada! Mi intelecto, mis propios esfuerzos y recompensas no podían brindarme felicidad y estabilidad, ni podían liberarme de mi cárcel emocional y mental. No tenía idea de cómo manejarme en la vida.

Era una persona sin techo adicta a la metanfetamina y la heroína, que había perdido todo lo que le importaba, incluso la libertad. Era hora de dar un paso al costado y entregar las riendas.

Cuando me transfirieron a la población general en la cárcel, empecé a asistir a la iglesia y a reuniones de Narcóticos Anónimos. Allí aprendí que Dios era un Padre amoroso y atento. Este me intrigó y empecé a abrirle mi corazón.

Aparecieron nuevos sentimientos, pensamientos y deseos. Eran desconocidos y a la vez extrañamente familiares, y sentí que estaba en el lugar al que siempre había pertenecido. Encontré un nuevo deseo de vivir y amar.

La mañana en que me iban a leer la condena, me arrodillé junto al inodoro en la celda y le entregué mi vida a Dios. “Dios, si quieres enviarme a la cárcel, está bien. Iré adonde sea, porque sé que Tú vas a ir conmigo”.

Ese día me enteré más tarde que el fiscal de distrito había cambiado la negociación de la sentencia. En lugar de cumplir una condena a tres años y medio de cárcel, me enviaron a la Misión de Rescate de Phoenix. Iba a estar allí durante un año, con tres años de libertad condicional. Cuando pasé por los portones de la Misión quería, deseaba y estaba lista para lo que Dios me tuviera reservado.

Sabía que Dios me estaba invitando a confiar en Él, pero es difícil confiar en un desconocido. Así que empecé a estudiar Su Palabra, la Biblia. Dios encendió la pasión por Él dentro de mí y cuanto más aprendía sobre Él, más me liberaba de mi enfermedad mental, mis adicciones y mi desesperanza. Dios empezó a cambiarme de adentro hacia fuera. Ya no me sentía como una imitación de mí misma. Por fin sentí que me veían, me escuchaban, me amaban y me aceptaban.

Pero cuando ya llevaba siete meses en el programa, fui testigo y cómplice de otra persona que rompió las reglas. Al principio no pensé que tendría problemas porque no fui yo la que las rompió. Pero hubo consecuencias y tuve dos opciones: volver a empezar el programa o someterme a la decisión de la cárcel.

Me quedé en el programa, acepté la disciplina (Hebreos 12:6), y aprendí de mi error. Como David en el salmo 139:23–24, le pedí al Señor que me mostrara cualquier cosa que me pudiera impedir avanzar junto a Él.

El Señor pronto me reveló algo importante: necesitaba un Salvador. Aunque había reconocido mi necesidad de Dios, había puesto mi vida a Su cuidado, había aprendido muchos pasajes bíblicos e incluso experimentado cambios en la vida real, no había llegado a reconocer a Su Hijo Jesús como mi Señor y Salvador. No había aceptado lo que Él había hecho por mí en la cruz. Seguía confiando en mis buenas acciones.

Mi acción deshonesta en la Misión puso de manifiesto la naturaleza pecaminosa que seguía teniendo. Necesitaba nacer nuevamente en Cristo para recibir un corazón nuevo. Le pedí a Dios que perdonara mi pecado y para salvarme puse mi fe en Jesús, no en mi proceder.

Me acerqué a Dios a través de Su Hijo a partir de ese día y Él se acercó a mí (Santiago 4:8). En Su presencia, la niñita que vivía en mí y yo encontramos la libertad (2 Corintios 3:17) mientras hacíamos un recorrido por nuestros traumas a través de Sus ojos de amor, compasión y perdón.

Sané cuando entendí cuánto valía. Saber que Dios quería pasar el tiempo con una persona súper desagradable como yo cambió todo. Ahora era valiosa porque le pertenecía a Dios y Él, el Creador del mundo, me quería. Podía quitarme la máscara, ser mi verdadero yo (salmo 139:7–8) y así y todo, ser amada.

El Señor se puso a trabajar, transformando mis hábitos religiosos, de comportamiento y aceptación (Romanos 12:2). Constantemente me está despojando de las cosas que alimentan mi independencia y autosuficiencia. Qué alivio me da saber que ya no tengo que depender de mi fortaleza, mis esfuerzos y mis logros, que son limitados. Puedo sentirme confiada con Cristo. Con Su fortaleza, puedo hacer y superar cualquier situación (Filipenses 4:13).

Ya hace cinco años que estoy en recuperación. El amor de Dios me dio una vida nueva. Todo lo que estaba muerto y perdido ha quedado restaurado (Efesios 3:20). Ahora tengo una mente sana (2 Timoteo 1:7), me liberé de adicciones y enfermedades mentales y tengo el valor y la resiliencia para enfrentar la vida sin usar drogas.

No solo eso, sino que el Señor me ha reconciliado y me ha restaurado a mi familia y mis dos hijos. También me bendijo con un esposo piadoso; nos casamos a principios de este año. Todavía me asombra la bondad de Dios y le agradezco que estuviera dispuesto a acercarme con paciencia hacia Él, que es donde pertenezco.

Usted también puede pertenecerle a Él. En este mismo momento, Él lo está llamando; en Él encontrará paz, gratificación y descanso. No se rinda. Hay esperanza. Jesucristo puede liberar el corazón y la mente más perturbados. Y Sus brazos hoy están abiertos para usted.

 

SHERIDAN CORREA es consejera bíblica y tiene estudios sobre la atención integral basada en el trauma. Está casada, es mamá de dos muchachos adolescentes, cantante y corredora entusiasta, cuya vida Jesús ha cambiado radicalmente. Se unió a la familia de Victorious Living en 2022 como administradora de nuestras redes sociales.