Tenía 30 años cuando toqué fondo. En esa situación horrible, no quería oír hablar de Dios, mucho menos hacer las cosas como Él quiere. De hecho, lo culpaba a Él por todas las cosas terribles que me habían ocurrido, desde el acoso y la violación a manos de una pandilla a perder a mis hijos.
Tenía una pregunta para Dios: “¡¿Dónde estabas?!”.
Mucha gente intentó hablarme del amor y la bondad de Dios, pero…¿cómo se atrevían? ¿Qué clase de Dios permite que ocurran cosas tan espantosas? No quería tener nada que ver con Él; Él nunca se había ocupado de mí.
Por fuera me había convertido en una mujer enojada, escéptica y absolutamente perversa. Pero detrás del enojo y el escepticismo estaban los motivos reales por los que le había cerrado mi corazón a Dios: no me sentía digna de Su amor ni de Su tiempo.
Había vivido despreocupadamente. Eso lo sabía. Había hecho cosas de una maldad increíble y había lastimado a infinidad de personas en los años de adicción. No podía imaginarme que Dios quisiera tener nada que ver con una mujer como yo; nadie quería, por cierto.
Era insegura y dudaba de la capacidad de Dios para sanar mi corazón. Creía que ni siquiera Él podía librarme de mi adicción total a las drogas y el alcohol, ni devolverme las muchas cosas que había destruido en mi vida, incluso la relación con mis hijos. Me sentía demasiado devastada como para tener arreglo.
Tenía ocho años cuando mi vecino empezó a abusar sexualmente de mí, pero no le conté a nadie. Como hace la mayoría de los abusadores, me amenazaba con lastimarme a mí, o peor aún, a mi familia si le contaba a alguien lo que me hacía. Me decía que de todos modos nadie me creería.
Así que cargué sola con la vergüenza, el dolor y la confusión que me provocaba mi secreto. A los 12, ya no lo podía soportar más y empecé a buscar personas y sustancias para consolarme. Nadie puede lidiar con esa clase de trauma por sí mismo, especialmente una criatura.
Primero, empecé a salir con chicos mayores y me volví sexualmente activa. Pensaba que, si me entregaba a un muchacho, él se iba a enamorar de mí y tendríamos una relación hermosa como la de mamá y papá. Pero con cada encuentro sexual sentía más vergüenza, dolor y confusión.
A los 20, ya estaba consumida por el alcohol y adicta a las drogas. Nada me detenía con tal de satisfacer mi adicción. Tomaba malas decisiones que tenían consecuencias dolorosas. La peor fue perder la custodia de mis tres hijos.
Traté de convencerme de que mis decisiones no lastimaban a nadie más que a mí misma. Si eso no es negación…Me compré esa mentira una y otra vez mientras yacía en el fondo de muchos pozos oscuros y desesperantes.
Cualquiera de esos pozos debería haber sido mi fondo—el momento en el que decidiera cambiar—pero no fue así. Era demasiado obcecada para detenerme, mirarme al espejo y comenzar a cambiar. Prefería el juego de la culpa y revolcarme en el lodo de la autocompasión. Ahí es donde me siento cómoda.
Todo eso cambió el día que supe que podía perder la custodia de mis muchachos. Ese reconocimiento penoso se convirtió en el momento que toqué fondo y estuve lista y dispuesta a decir “¡basta! Ya no quiero seguir viviendo así. ¡Tengo que estar limpia para mis muchachos!”.
Empecé a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos (AA) y Narcóticos Anónimos (NA) y tomé los programas con total seriedad. Aprendí a controlarme para cambiar mi comportamiento y pronto estuve limpia y sobria. Por fuera, cualquiera podía ver el cambio: vivía mejor y me veía muy bien. Pero por dentro era el cascarón vacío de una persona. Aguantaba por pura fuerza de voluntad, pero sabía que no podía continuar con esa farsa mucho más. Estaba por caerme a pedazos.
Muchas de las mujeres que iban a AA y NA me hablaban de Jesús y de cómo las había ayudado, no solo a modificar su comportamiento, sino que les había curado el dolor y llenado el vacío. Según ellas, Él era la respuesta para todos mis sufrimientos.
Esas mujeres me irritaban por completo y las rechacé de manera desagradable. Pero ellas siguieron persiguiéndome y contándome cómo Jesús podía restaurar mi vida rota. Finalmente, su fe llena de coraje y persistencia atravesó las paredes de mi corazón endurecido.
Sucedió una tarde después de una reunión en AA. Una señora del grupo me invitó a tomar un café en un bar cercano. Al principio dudé, pero después decidí ir.
Tomamos el café y hablamos un rato. La estaba pasando bien, hasta que Kim cambió la conversación diciéndome: “¿Por qué no vienes conmigo a una reunión de oración esta noche? Varias de las chicas de nuestro grupo van todas las semanas. Creo que te va a gustar”.
Se me dispararon las paredes internas. ¡Estaba furiosa! Kim no me había invitado a tomar café para tener una charla de amigas; se había propuesto salvar mi alma. ¡¿Qué onda con estos ridículos seguidores de Jesús?!
Rechacé la invitación, pero Kim insistió. Se dio cuenta de que yo estaba indecisa respecto de seguir a Dios y fue directo al asunto. “Tracy, si no te comprometes a seguir al Señor ahora, ¿adónde vas a ir a parar?”. Antes de que pudiera responderle, ella se respondió a sí misma de manera directa: “Te digo adónde. Vas a ir directo a los brazos de otro hombre malo y te vas a meter en otra relación fallida. Vas a conseguir drogas y a tener una sobredosis; vas a ir directo a…”. Continuó dándome una lista de resultados negativos que indudablemente iba a enfrentar.
Por algún motivo, no salí corriendo después de tomarme el café. Las palabras de Kim eran directas, pero yo no sentía censura de su parte; solo compasión y la seguridad apremiante de que, si no elegía a Jesús, iba camino al desastre.
Finalmente cedí y le dije a Kim que iría, pero cada una por su lado. Apenas las cosas se pusieran pesadas ¡yo me largaba de ahí! Bueno, ese era mi plan.
La reunión fue en un apartamento pequeño de una señora a la que las chicas llamaban “mamá”. Cada semana esa mujer de 80 años abría su corazón y su casa a 30 mujeres que, como yo, no se sentían a gusto ni aceptadas en el entorno normal de una iglesia. Oraba con ellas y les enseñaba la Palabra de Dios.
Entré a su departamento minúsculo con el corazón protegido por paredes gruesas y fuertes. Nadie me iba a hacer cambiar de idea sobre Dios. Pero mi determinación no era suficiente para el Espíritu de Dios. Estaba a punto de derribar esas paredes para entrar.
Estaba parada en un rincón, tratando de ver cómo escapar. Pero empezó la reunión y preguntaron si alguna tenía algo para contar. De pronto, fue como si alguien se hubiera apoderado de mi cuerpo.
Levanté la mano, abrí la boca y le conté a todo el mundo que odiaba a Dios y no quería estar ahí. Hubo un silencio. Después empecé a llorar y a contar detalles íntimos de mi vida. No podía parar.
Mamá puso una silla en el centro de la sala y me pidió que me sentara, para poder orar por mí. Las “guerreras de la oración” mayores, más experimentadas, rodearon mi silla, colocaron sus manos sobre mí y comenzaron a orar. Las otras chicas que todavía estaban aprendiendo y sanando, observaban. Nunca voy a olvidar la imagen y el sonido de aquellas mujeres que imploraban al cielo por mí.
Se agolparon sentimientos muy fuertes en mi corazón mientras ellas oraban y de pronto, como si se hubieran abierto las compuertas de un dique, se desataron cosas dentro de mí. El Espíritu de Dios derribó las paredes y liberó el dolor que acarreaba desde mi niñez.
Mamá sabía que se había producido un avance. Las mujeres dejaron de orar. Con toda dulzura, Mamá tomó mi rostro en sus manos. “Tracy”—me dijo—“Dios tiene un plan para tu vida. Confía en el proceso”. No estaba segura de lo que quiso decir, pero pronto lo sabría.
A partir de ese día, Kim oró conmigo, me enseñó la Palabra de Dios y respondió muchas preguntas que tenía. No quiso que tuviera que descubrir sola lo que significaba ser seguidora de Cristo. En cambio, me ayudó a cimentar una base sólida de fe con sus enseñanzas, para que no volviera a mis hábitos destructivos.
Lo único que Kim me pidió a cambio fue que la llamara todos los días a las 9:00 en punto. Esa llamada de verificación era para mantenerme responsable y que probara mi compromiso. “Tracy”—me decía—“la clave es desear que Dios esté por encima de todo. Haz de tu relación con Él la prioridad de tu vida. Hay un enemigo real ahí afuera que busca tu destrucción. Debes estar dispuesta a luchar por la vida que Dios ha planeado para ti”.
Kim sabía que aún estaba enojada con Dios y dudaba de Él, pero ella me animaba a luchar contra esos sentimientos, aceptar mi fe y descubrir más sobre Jesús para mi vida. Lo hice y Dios cumplió en revelarse para mí todo el tiempo.
Durante el año siguiente, Dios llenó los espacios vacíos en mi corazón con Su paz, gozo y esperanza. Él estaba trabajando en mi vida y yo estaba segura de que me iba a conceder la custodia de mis hijos.
Busqué las promesas de Dios en la Biblia y las reclamé para mi vida con toda audacia. “Ya lo tienes, Dios. Todas las cosas son posibles para Ti. Recuperas cosas perdidas y arreglas cosas rotas. Eres quien devuelve la vida a las cosas que la perdieron. Nada es difícil para Ti”.
No puedo explicar siquiera lo devastada y confundida que me sentí cuando las cosas no salieron como esperaba. Había hecho todo lo que debía, pero le otorgaron la custodia de mis tres hijos a mi ex esposo. Es la peor pesadilla de una madre. ¿Dónde estaba Dios?
“¿No es que vas a lograr que todo esté bien en mi vida?”. Mi pena pronto se convirtió en enojo. El juego de la culpa se instaló otra vez en mi corazón y culpé a Dios por las consecuencias que estaba enfrentando, aunque eran el resultado de mis propios actos.
Durante un año le había dado a Dios todo de mí. Había dejado atrás mis hábitos, lo había seguido y a menudo había pasado por tonta. Había llevado a mis muchachos a la iglesia y había empezado a enseñarles sobre el Señor. ¿Y ahora me los quitaba? No entendía. ¿Cómo pudo hacerme algo así?
La cruda verdad era que yo estaba negando que lo provoqué yo, no Dios. Estas eran mis consecuencias, no la voluntad de Dios. Aprendí que uno puede elegir sus pecados, pero no las consecuencias ni cuánto van a durar. Y esta de estar separada de mis hijos se prolongaría por muchos años.
Sensaciones conocidas de traición inundaron mi alma y mi corazón. Estaba segura de que Dios había vuelto a abandonarme y que me había causado este dolor en mi vida a propósito. Me debatí con mi fe durante meses. Pero un día recordé las palabras de Mamá: “Tracy, Dios tiene un plan para tu vida. Confía en el proceso”.
¿Esto era parte del proceso de Dios? ¿Tal vez todavía tenía un plan? ¿Y podría estar desarrollando ese plan para mi bien, como prometía Romanos 8:28?
Estaba en una encrucijada de fe. O confiaba en el plan de Dios, el proceso y Su Palabra, o volvía a lo anterior. Recordé los pozos dolorosos del pasado. ¿Quería volver a la cueva del diablo? Sabía que era un pozo de muerte y destrucción sin esperanza (Hebreos 10:39). Allí no había nada para mí.
No, decidí que seguiría insistiendo con Dios. Pero sabía que esta vez tendría que entregarle mi vida a Su amor y cuidado por completo. Mi fe no podía seguir dependiendo de las pruebas terrenales de lo que yo veía que Dios hiciera o dejara de hacer en mi vida. Tomé la resolución de convertirme en la mamá que merecían mis hijos, los tuviera otra vez o no.
Esa decisión fue un golpe duro al plan de Satanás. Su objetivo principal era llevarme a cuestionar a Dios y estar enojada con Él y así darle la espalda a mi fe. Satanás me quería otra vez en el pozo, donde no representaba amenaza alguna para él. Ese día perdió sin atenuantes.
Pero el proceso de Dios no fue fácil ni rápido. Algunos días mi corazón estaba tan abrumado por el dolor y la frustración que no podía respirar.
“¡Ay, Dios! ¿Dónde está mi momento de cambio? ¿Cuándo voy a estar restaurada? ¿Cuándo voy a llegar adonde quiero llegar?”. No podía ver un final feliz. No podía ver cómo iba a ser otra vez la mamá de mis hijos. Pero Dios podía ver mi libertad, mi sanación y restauración; Él ve el final de nuestra vida desde el principio (Isaías 46:10).
A menudo tenía el corazón abrumado, pero Dios me susurraba: “Estoy contigo, Tracy. Sigue así”. Él me invitaba a acercarme cada vez más, a llegar a Su trono de gracia, donde encontraría la misericordia, fortaleza y ayuda que necesitaba (Hebreos 4:16). Su presencia y sus palabras eran un masaje al corazón y aire para mis pulmones. Ahí contaba con la gracia de Dios, hasta en mis días más oscuros y en las consecuencias más difíciles.
Frente al trono de gracia, le pedí al Señor que iluminara las partes oscuras de mi vida y me revelara las verdades que me ayudarían a construir un futuro (Salmo 139:23–24). No quería que nada impidiera mi victoria.
Día tras día, Dios me hizo recorrer mi pasado. Juntos enfrentamos mis pecados y los traumas que los pecados de otras personas le habían ocasionado a mi vida. Y, al hacerlo, encontré sanación y esperanza.
Hoy, tras superar ese largo y a menudo doloroso proceso, estoy agradecida. El plan de Dios y Su proceso me dieron el tiempo y la manera de sanar. Su táctica me permitió vencer el pecado que me había poseído una y otra vez. Si lo hubiera hecho a mi manera, habría puesto a la misma mamá destruida en la vida de mis hijos. Ellos y yo merecíamos algo mejor.
Por haber confiado en el Señor, ahora tengo una relación hermosa con mis muchachos. Estoy casada con un hombre totalmente comprometido con Dios y soy ministra de la esperanza de Jesucristo. Gloria a Dios.
Amigo, aunque le cueste creerlo, Dios tiene un final victorioso planeado para su vida también. Confíe en Su amor por usted y en Su proceso, no importa lo doloroso o largo que sea. Tiene que saber que vivir apartado de Dios nunca le dará tranquilidad a su alma ni provocará cambios duraderos en su vida.
Esté dispuesto a tomar decisiones difíciles, dar pasos útiles, a mantenerse en el camino de Dios, aunque parezca no tener sentido y a luchar por la libertad que usted y su familia merecen. Su victoria será útil en la misma medida que su participación con Dios.
No, no será fácil. Pero valdrá la pena. ¡Usted lo merece!
La Dra. Tracy Strawberry es oradora de nivel internacional, autora publicada, CEO, ministra ordenada y esposa de la leyenda del béisbol Darryl Strawberry. Su pasión es dar herramientas a las personas para que lleven una vida de libertad y propósito en Cristo. Es autora de diversas publicaciones, como Clean, Sober & Saved, un programa de rehabilitación centrado en Cristo, con presencia global. Para más información, visite findingyourway.com.